Michelle Obama, poder suave y el Oscar

25/02/2013
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Como de costumbre, la entrega de los premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, mejor conocidos como “Oscar”, dio mucho de qué hablar-y no sólo de cine- en su 85ª edición del pasado 24 de febrero. Para quienes gustan del entretenimiento, fue una noche disfrutable con la irreverencias de Seth MacFarlane, quien desde el inicio del evento hizo mofa –bastante moderada, para como es él- de las actrices que han mostrado sus senos en la pantalla grande, siguiendo con aseveraciones irónicas sobre los musicales y hasta sobre las jóvenes damas que suelen acompañar a George Clooney a la citada gala. Quizá sus comentarios sobre el acento de los latinos -a quienes según MacFarlane “no se les entiende nada”- al presentar a Salma Hayek, fueron muy inapropiados, pero hay que recordar que efectivamente Salma y Penélope Cruz no se han distinguido por tener el inglés más “pulcro”, por así decirlo, pese a que han mejorado mucho.
 
Para quienes siguen propiamente los “chismes”, la cara de fastidio y la cojera de la zorra del momento, Kristin Stewart, tanto al desfilar por la alfombra roja como al entregar un galardón al lado de Daniel -Harry Potter- Radcliffe, fue un hecho relevante, al igual que la aparente borrachera o cruda –o ambas- de Renée Zellgewer, quien apareció, junto al elenco ya casi prehistórico –este adjetivo aplica más a Richard Gere, claro está- de Chicago,para entregar un galardón. Por ahí también se pudo ver al osito -no apto para niños- Ted, acompañado de Mark Walhberg, anunciando otro premio. Asimismo, entre los hitos de la noche no hay que dejar de destacar a Barbra Streisand, quien “perdonó” a la academia de Hollywood y apareció cantando, con una voz un poco gastada, The Way We Were, en memoria de uno de los músicos icónicos de esa nación, Marvin Hamlisch, recientemente fallecido. Pero cosas como las descritas, son frecuentes en ese tipo de eventos.
 
Sobre los galardones hay muy poco qué decir. El Oscar es considerado como un premio destinado a reconocer lo mejor del cine mundial, pero es claro que por muy buenas que sean las películas nominadas, están a años luz de representar al cine que se produce en cada rincón del planeta. Sin ir más lejos, Slumdog Millionaire–Quisiera ser millonario-de Danny Boyle, galardonada como mejor película en 2009, y considerada como un homenaje al cine de India –país que produce el mayor número de largometrajes del planeta- pudo aspirar a la codiciada estatuilla por su hollywoodización. De haber sido un film hecho y manufacturado por entero en India, no habría trascendido de la forma en que lo hizo. En este sentido sería más apropiado puntualizar que los premios Oscar se entregan a un puñado de películas que los miembros de la academia de Hollywood estiman que son representativas de lo mejor del cine –sobre todo occidental-, aun cuando ellos mismos saben que el universo fílmico es mucho más amplio que lo que ellos juzgan.
 
En este sentido, la noche del 24 de febrero, los estudios Disney una vez más fueron galardonados por el cortometraje animado Paperman y por el largometraje animado Brave, corroborando aquello de que “Disney nunca pierde y cuando pierde arrebata.” En el cine no animado, el mejor actor tenía que ser Daniel Day-Lewis, porque si no, el mismísimo Abraham Lincoln –el verdadero, no el cazador de vampiros- se habría alzado de su tumba para impugnar a cualquier otro beneficiario que no fuera el irlandés. El premio a la mejor actriz no convenció ni a la galardonada, Jennifer Lawrence, quien midió el suelo tras escuchar su nombre. El Oscar al mejor director, Ang Lee, es merecido pero queda la sensación de que en esta categoría se pudieron haber tomado mejores decisiones. Y sobre la mejor película, Argo, es que hay que explicar un poco el proceso que circundó al anuncio de que se llevaba la codiciada estatuilla, nada más y nada menos que de la boca de la Primera Dama de Estados Unidos, Michelle Obama.
 
Para empezar, mucho se ha dicho que el Presidente Barack Obama, a diferencia de su antecesor –George baby W. Bush-, ha desarrollado una estrategia de política exterior fundamentada en el llamado poder suave –soft power. Para explicar este concepto, hay que remitirse a los planteamientos de algunos prestigiados académicos de la Unión Americana como Joseph S. Nye Jr., quien presenta el poder suave en contraposición a la concepción tradicional sobre el poder duro (hard power), integrado por la fuerza militar, la capacidad económica y las potencialidades que se derivan de ellos como la expresión más genuina del poder de un Estado. Frente a esta perspectiva que caracteriza al poder en términos especialmente materiales, tangibles cuantificables, procedentes en su inmensa mayoría de la iniciativa política y sometidos a su control directo, Nye resalta la existencia de otra serie de factores inmateriales capaces de contribuir tanto o más que la presión militar y la coerción económica a la consecución de los objetivos de una nación. La producción artística, musical y cinematográfica de un país, su prestigio científico y educativo, su atractivo turístico, su capacidad para exportar modas y tendencias, la calidad de vida, su gastronomía, etcétera, son elementos cuya capacidad de movilización de voluntades sigue una línea ascendente. Se trata de otra forma de ejercer el poder sobre la base de que un país como Estados Unidos puede obtener los resultados que desea porque otras naciones quieren imitarlo o ser como él, porque admiran sus valores, tratan de replicar su ejemplo, e implícitamente aspiran a su nivel de prosperidad y liderazgo.
 
Los críticos de Nye sostienen que si bien es cierto que el poder suave es importante, éste no procede de la nada y que hay una base material que lo proyecta y lo hace posible. Asimismo, el poder suave es ante todo una propuesta para lograr la primacía por el mayor tiempo posible, del liderazgo estadunidense, y no puede ser entendida si no se tiene en cuenta esta finalidad. De conformidad con esta visión, la democracia –como se le define en Estados Unidos- es un enorme recurso al servicio del poder suave debido a su –presumiblemente- mayor popularidad y superioridad moral sobre el resto de sus competidoras. De ahí que los países que probablemente promuevan y fomenten este tipo de capacidades en plena era de la información serán los que cuya cultura e ideas estarán más próximos a las normas globales y dispondrán de mayor acceso a los canales de comunicación, logrando así una credibilidad creciente gracias a sus actuaciones tanto en asuntos domésticos como internacionales. En este sentido, el prestigio se convierte en un elemento trascendental para que cada Estado pueda lograr sus objetivos. La política se convierte en un concurso de credibilidad competitiva, los gobiernos compiten entre sí, incluso en términos de imagen y “marca país” y con toda otra serie de factores políticos para aumentar su credibilidad y debilitar la de sus adversarios.
 
Cuando se compara a la administración de Obama con la de su antecesor, es innegable que el primero ha mejorado mucho el manejo de su imagen pública y la del país. Sin embargo, eso no significa que Estados Unidos bajo Obama, esté renunciando a la consecución de su proyecto histórico ni de sus intereses en el mundo, de lo contrario, no habría sido reelecto. Así, es claro que el actual mandatario estadunidense se apoye, para fines de imagen, en el poder suave, en aras de conseguir lo que su nación necesita. Hollywood, en este sentido, no sólo es la fábrica de sueños, sino un artífice del poder suave, al difundir al mundo a través de películas y series de televisión hechas en la Unión Americana, los valores y estilos de vida del American way of life. Con ello Washington gana adeptos e influencia, y también puede calificar y descalificar a quienes considera amenazas o, por lo menos, discordantes en la que concibe como la configuración “correcta” del mundo.
 
Para nadie es un secreto que Irán es un país hostil a Estados Unidos, o al menos así lo perciben los estadunidenses. Argo, dirigida por Ben Affleck, es una oportunidad dorada para reivindicar la lucha entre los buenos –i. e. los estadunidenses- y los malos –i. e. los iraníes. En la película se cuenta la historia de un plan descabellado para sacar de Irán a varios diplomáticos estadunidenses que lograron evadir la toma de la embajada de EEUU en Teherán, refugiándose en la legación diplomática de Canadá, para, finalmente, salir sanos y salvos vía aérea con destino a Suiza. La película es dinámica, interesante, entretenida y para quien no conozca mucho sobre la historia de las relaciones entre Estados Unidos e Irán, puede ser considerada como maravillosa. Sin embargo, y esto ya lo comentó esta autora con uno de los especialistas en este tema –Moisés Garduño- la película se toma muchas “licencias” y aun cuando se basa en hechos reales, los recrea de una manera muy tramposa. Así, los iraníes son retratados casi como barbáricos e intransigentes, mientras que los estadunidenses son sólo víctimas. Garduño comentaba que en realidad el papel de Canadá fue fundamental para dar solución a esta crisis, mientras que en la película su protagonismo es residual.
 
Hasta aquí Argo no pasaría de ser una película aceptable. Sin embargo, el hecho de que fuera la Primera Dama de Estados Unidos quien anunciara el galardón a este film, es algo inusitado, dado que puede tener numerosas lecturas. La más clara es que Irán es visto como enemigo de Washington por la administración de Obama. La segunda, que Hollywood y la política exterior de Estados Unidos, suelen converger de manera muy conveniente. Tercero, que, efectivamente, para Obama, el poder suave, manifestado en este caso en una producción cinematográfica, coadyuva a la consecución de los intereses de la Unión Americana en el mundo. Cuarto, que la Primera Dama es el mayor activo de la administración Obama. Quinto, que el Lincoln de Steven Spielberg seguramente les pareció muy “liberal” y “humano” a las buenas conciencias estadunidenses –y quién sabe si, el hecho de que haya sido un republicano quien abolió la esclavitud le haya metido “ruido” a los demócratas del siglo XXI ¿será?
 
En cualquier caso hay que ser claros: una cosa es que Michelle Obama haya aparecido en la 21ª temporada de Los Simpson para darle ánimos a Lisa Simpson, quien se avergonzaba por ser sobresaliente y poco popular en la escuela –en realidad la voz de la Primera Dama no es de ella sino de la actriz Angela Bassett- y otra muy distinta que irrumpa en una emisión televisiva vista por una de cada seis personas en el planeta para levantarle el brazo a Argo en la contienda para determinar cuál es la mejor película digna del Oscar.
 
María Cristina Rosas es Profesora e investigadora en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México
 
 
https://www.alainet.org/pt/node/73967
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