Ser adultos
La sobreprotección está dando pie a que la asunción de la adultez se vaya postergando en la vida de quienes deben comportarse como, y asumir su condición, de adultos.
- Opinión
Uno de los grandes propósitos de la Ilustración fue ayudar a que las personas tomaran la decisión de salir de la minoría de edad y asumieran su condición de adultas. No se trataba, ni se trata, de un asunto legal (de en qué etapa de la vida individual un Estado establece la adultez de alguien, con los derechos y deberes correspondientes), sino de algo más profundo desde criterios existenciales: el momento en el cual los individuos deciden tomar sus propias decisiones, haciéndose responsables de ellas, sin seguir las imposiciones o mandatos de otros. Es lo que se conoce como autodeterminación y autonomía. Kant lo expresó de manera insuperable:
“La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he aquí el lema de la ilustración”.
Qué se le va a hacer. A los de nuestra especie --la especie Homo sapiens-- nos cuesta liberarnos de nuestra culpable incapacidad que nos impide servirnos de nuestra inteligencia sin la guía del otro. Nos cuesta servirnos de nuestra razón para tomar nuestras propias decisiones; nos resulta difícil no vivir bajo la tutela de otros, a los que, sin rechistar e incluso con satisfacción, delegamos la atribución de decidir por nosotros. De ahí la minoría edad en la que --quienes están en condiciones de decidir por sí mismos, es decir, de ser adultos-- deciden mantenerse sin preocuparse en lo absoluto de su infantilismo más allá de la edad en la que el mismo es inevitable.
Esta condición de adultos infantilizados fue tema de preocupación, hace más de dos siglos (la Ilustración tuvo su apogeo a mediados del 1700), para pensadores como Kant (ya citado), Voltaire, Diderot, Condorcet y Hume. Les preocupaba --escandalizados, como no era para menos-- porque no se trataba de una condición irremediable, sino de algo a lo que llegaba por elección: las personas decidían ser menores de edad, optaban por no ser adultas. Y no sólo eso: se resistían a sacudirse de la tutela de los otros, renunciaban a servirse de su propia razón. De ahí la dureza con la que Kant los juzga:
“La pereza y la cobardía son causa de que una gran parte de los hombres continúe a gusto en su estado de pupilo, a pesar de que hace tiempo la Naturaleza los liberó de ajena tutela (…); también lo son de que se haga tan fácil para otros erigirse en tutores”.
Seguramente, lo que sucede en el presente, cuando el infantilismo, la dependencia de otros y las limitaciones (y autolimitaciones) para ser autónomos y tomar decisiones alcanzan niveles extremos, sacaría de quicio a los filósofos ilustrados. Quizás les haría caer en la cuenta de que sus preocupaciones eran, hasta cierto punto, exageradas para su época. Y es que lo peor en materia de obstáculos y resistencias para que las personas sean adultas --esto es, se decidan a no depender de la tutela de otros-- llegaría dos siglos y medio después. Justamente en este siglo XXI --aunque la situación se comenzó a gestar en las últimas dos décadas del siglo XX-- la incapacidad que manifiestan miles (quizás millones) de personas, que están dejando atrás la adolescencia (e incluso quienes ya la dejaron), para asumir su condición de adultas es una de las marcas de la época.
El infantilismo (y una “juvenilización” infantilizada), en lo que tiene de incapacidad para la toma de decisiones propias, la autonomía, la asunción de responsabilidades por los propios actos, el asumir riesgos y la elección de los caminos a tomar en las relaciones con los demás, se ha apoderado de amplios grupos poblacionales jóvenes y no tan jóvenes (en un rango de edades que va aproximadamente de los 17-18 hasta los 30 años o algo más), que han renunciado a servirse de su propia razón, es decir, que han renunciado a ser adultos.
Esto ha facilitado el que otros se erijan como “tutores”: los que ahorran a estas personas la tarea de decidir por su cuenta; los que las “protegen” de los riesgos asociados a las decisiones propias; los que hacen las cosas por ellas, ahorrándoles el esfuerzo; en fin, los que las resguardan en espacios cerrados y seguros, alejados de la intemperie e incertidumbres del mundo exterior, en el cual siempre hay amenazas (sobre todo, generadas por otros) ante las cuales los jóvenes (y los no tan jóvenes) infantilizados no podrán protegerse. Obvio: si algo poco favorable les sucede (dentro o fuera de los espacios seguros) la responsabilidad es siempre de otro, del tutor, que falló en el cuido que tenía que ofrecer a quienes no se considera (ni quieren ser) adultos, aunque superen los 20 años.
Antes dije ante el panorama actual --en el que se mueve la cohorte generacional denominada iGen, y una parte de la cohorte anterior, denominada millennials-- los filósofos ilustrados quizás hubieran caído en la cuenta de lo exagerado de sus valoraciones para su época. Y es que, en efecto, si bien es cierto que en aquel siglo, y en los anteriores, el oscurantismo religioso obnubilaba la mente de las personas, impidiéndoles que usaran su razón para tomar decisiones importantes, también lo es que las dureza de las condiciones de vida que golpeaba a la mayoría imponía tareas, responsabilidades y obligaciones que, desde muy temprano en su desarrollo evolutivo, forzaba a los individuos a comportarse como adultos, y a asumir las consecuencias propias de la adultez, incluso cuando apenas eran psicobiológicamente unos niños.
La procreación temprana, obviamente para estándares actuales (pues durante miles de años tener hijos y formar una familia estuvo asociado con los inicios de la fertilidad sexual de mujeres y hombres), las actividades laborales, que comenzaban tan pronto como los individuos podían valerse por sí mismos, y las guerras (defensivas u ofensivas) imponían condiciones de madurez forzada, haciendo que las personas se convirtieran en adultas incluso cuando su madurez psicobiológica no les permitía tomar las decisiones más razonables y conscientes acerca de su vida y la de sus semejantes.
No hay que irse muy atrás en el tiempo para tener evidencia de esta condición de adultez forzada que tuvieron que vivir poblaciones infantiles: las dos guerras mundiales y las guerras civiles del siglo XX (en China, Vietnam, Corea, Cuba, El Salvador, Colombia…) son ejemplos trágicos de la anulación de las experiencias y características propias de esa etapa del desarrollo evolutivo que llamamos infancia. El siglo anterior también arroja evidencia al respecto en el trabajo infantil que fue una pieza más en el funcionamiento del capitalismo de la primera revolución industrial.
¿Y en El Salvador? Aquí hasta hace unas cuantas décadas atrás --en los años setenta del siglo XX-- las personas se convertían en adultas (se sentían y eran tratadas socialmente como tales) bien temprano en su vida. Se cultivaba la autonomía e independencia de las persones menores, para ir a la escuela, participar en actividades sociales o asumir obligaciones desde, aproximadamente, los 10 años. Una persona de 19 o 20 años era adulta, lo cual quiere decir que tenía (o se esperaba que tuviera) responsabilidades, capacidad de responder por sus actos y tomara decisiones acerca de su vida. Y la pobreza extrema, los abusos por parte de los mayores o situaciones críticas (como la guerra civil) hicieron que, a miles de personas, les fuera arrebatada su niñez, pues tuvieron que ser adultas antes de tiempo. También se tiene que decir otros miles de niños, aprendiendo un oficio (muchas veces el de sus padres), relacionándose con adultos, conviviendo con sus pares y valiéndose por sí mismos, en aquello en que podían hacerlo, fueron madurando y haciéndose adultos sin traumas insuperables. Quienes tienen ahora 59 años (o un poco más o un poco menos) fueron niños y adolescentes en la década de los setenta y pueden dar testimonio de las situaciones anteriores en las que crecieron y se hicieron adultos. No todo fue abuso e infelicidad, pero tampoco se trató de un lecho de rosas.
Desde los extremos negativos en el pasado (los de El Salvador y los del mundo), y en rechazo a esos extremos negativos que anulaban la infancia y la adolescencia de miles de personas, forzándolas a ser adultas antes de tiempo, las sociedades se movieron, lentamente, pero de forma imparable hacia un extremo opuesto. Se crearon discursos y mecanismos protectores, estatales, sociales y familiares, que buscaban y buscan dar a la infancia y a la adolescencia el lugar que le corresponde en el desarrollo de las personas. A estas alturas el marco protector es amplio y detallado, en prácticamente todos los aspectos involucrados en esas etapas del desarrollo evolutivo individual.
Nadie sensato puede estar en contra de esos mecanismos protectores. Sin embargo, la sobreprotección que ha cobrado vigencia en las últimas dos décadas sí que da lugar a algunos motivos de preocupación. Y es que una cosa es proteger a niños, niñas y adolescentes de abusos y peligros que pongan en vilo su integridad y bienestar, y otra muy distinta impedirles que desarrollen la capacidad de autodeterminación, tomar decisiones y valerse por sí mismos, es decir, que se conviertan en adultos en el momento en que su desarrollo psico-biológico, y las exigencias de su desenvolvimiento social, así lo permitan y requieran. Algunos autores señalan que, en nuestro tiempo y como signo de este clima sobreprotector, la expresión “lo que no te mata te hace más fuerte” ha sido reemplazada por la que dice “lo que no te mata te hace más débil”. Entonces para evitar que las personas sean débiles hay que vigilar que no se expongan a riesgos… lo cual las termina haciendo más débiles, no más fuertes.
La sobreprotección (por parte de padres y madres, educadores y legisladores), tal como están revelando algunos estudios psicológicos y educativos, está dando pie a que la asunción de la adultez se vaya postergando en la vida de quienes deben comportarse como, y asumir su condición, de adultos. Es decir, la condición infantil y adolescente, en lo que tiene de no hacerse cargo de los propios actos, no tomar decisiones propias y dependencia de otros está manteniendo su presencia en las ideas, comportamientos y actitudes de quienes ya tienen, o deberían tener, la madurez psicobiológica para ser adultos. Una concepción no tan cierta (de hecho, falsa por muchos motivos) de que niños, niñas y adolescentes son débiles y vulnerables por naturaleza ha cobrado preponderancia dando sostén a elaboraciones jurídicas y pedagógicas que obvian lo fuertes, resistentes, activos y capaces que son.
En fin, como dicen los especialistas, una de las características evolutivas de los seres humanos como primates (miembros de la especie Homo sapiens) es la neotenia, es decir, la conservación de características juveniles en los adultos. Lo que está detrás de ello es la lentitud de nuestra maduración psico-biológica que es la que da las pautas para aprendizajes, acumulación de experiencias y adquisición de conocimientos… que son justamente los que, desde la primera infancia, pasando por la adolescencia, nos van permitiendo madurar y ser adultos. Pero la neotenia abre las puertas a la posibilidad, si se dan las condiciones sociales y culturales que lo permitan, de retardar esa madurez, mental, experiencial y de relaciones, dificultando asumir la condición de adultos. En el límite, abre las puertas a la posibilidad de quedarse estancados en un infantilismo casi permanente, en minoría de edad asumida con satisfacción que hace fácil para otros, como dijo Kant, erigirse como sus tutores.
San Salvador, 14 de febrero de 2021
-Luis Armando González es Licenciado en Filosofía por la UCA. Maestro en Ciencias Sociales por la FLACSO, México. Docente e investigador universitario.
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