¿Cómo medimos el bienestar? El caso de Chile

20/02/2020
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El disruptivo estallido social de Chile y las masivas protestas en Colombia son evidencia de un malestar subyacente que eclosionó en el corazón del modelo neoliberal latinoamericano. La derecha no atiza una respuesta, cierra filas y revive discursos de la Guerra Fría, mientras que la izquierda cómodamente se concentra en una reduccionista forma de entender la desigualdad: sube o baja el índice de Gini. Mientras tanto, la gente hace mucho que no llega a fin de mes.

 

La efervescencia del momento político no es sólo el desenlace de un modelo excluyente; también es el resultado de una forma obsoleta y parcial de medir el bienestar que, esencialmente, se despreocupa por cuantificar el malestar y las relaciones de poder que condicionan los resultados que los individuos obtienen en el mercado. Lo ocurrido en Chile deja una deuda tremenda a los indicadores de bienestar. ¿Por qué no anticiparon el estallido? ¿El marco teórico que los sustenta está quedando obsoleto?

 

60 años de hegemonía de la Teoría del Capital Humano 

 

La Teoría de Capital Humano, desarrollada a partir de los trabajos de Gary Becker en los ’60, revolucionó la teoría de bienestar. Tres generaciones de economistas siguen hablando de bienestar anclados a esta teoría. Para ellos, la desigualdad está asociada a la renta personal —comparando individuos “iguales”— y es causada por el poco acceso a salud y educación. La esencia de comparar la renta personal, sin ningún atributo, es asumir que todos los individuos son iguales, abstraídos de cualquier condición de clase y que lo único que los diferencia son sus capacidades iniciales (educación, salud). Bajo este paradigma, las prescripciones de política son de Perogrullo: hay que invertir en educación y los individuos “esforzados” a través de la libre competencia del mercado podrán competir y acceder a empleos bien remunerados.

 

La Teoría de Capital Humano tiene sus bases en la antigua teoría marginalista de la distribución de la renta de inicios del siglo XIX, que señala que la remuneración del trabajo y del capital es igual a la contribución marginal que hace cada uno de ellos al producto. Como sentenció J.B Clark, unos de los pioneros en la teoría marginalista, el ingreso que reciben los trabajadores y los capitalistas es el resultado de una “ley natural” que remunera a cada factor con lo que cada uno de ellos contribuyó a crear (producción). Las fallas de la teoría marginalista de la distribución son muchas, pero es políticamente atractiva para justificar el statu quo de la distribución de los medios de producción.

 

En la actualidad, hay un consenso generalizado entre los economistas sobre la afirmación de Clark: no hay que tocar la distribución primaria. Aquellos con una tradición más socialdemócrata, que han nacido con la evidencia de los Estados de Bienestar, aceptan que el Estado intervenga ex post sobre la distribución original a través de impuestos y transferencias, pero nunca ex ante. En cualquier caso, la idea de Clark subyace en la concepción moderna de que el Estado solo debe alterar la distribución secundaria del ingreso, una vez el mercado (distribución primaria) haya asignado eficientemente el ingreso a cada factor de la producción.

 

Este paradigma no siempre fue así. Desde David Ricardo (1817) hasta bien entrado la década de 1960 el pensamiento económico concebía a la desigualdad como un fenómeno que no estaba deslindado de las relaciones sociales de producción, en las que trabajadores y capitalistas disputan parte del valor creado. Las relaciones capital-trabajo eran parte constitutiva del entendimiento de la desigualad y la formación de los salarios y los beneficios. Esto de repente cambia, y a partir de los años 60 como dicen Anthony Atkinson y François Bourguignion, los economistas se comenzaron a sentir cada vez más incomodos con preguntas normativas como ¿quién debe tener qué?, y prefirieron resguardarse en indicadores “objetivos”, dejando fuera del análisis las relaciones de poder, el stock inicial de riqueza o las relaciones familiares. Poco a poco la “objetividad” de los indicadores buscaron individuos abstraídos de su condición de clase para explicar la desigualdad.

 

El Índice de Desarrollo Humano (IDH): necesario, pero ya no suficiente

 

Desde los años ’90 la influyente teoría de Amartya Sen puso énfasis en la necesidad de dotar al individuo de las capacidades necesarias para que éste pueda alcanzar los logros que anhele, es decir, expandir las libertades reales que disfrutan las personas. Entre estas libertades se pueden mencionar la libertad de participar en la economía, la participación política, el derecho a exigir educación y salud, y protección social.

 

Este marco sirvió para el desarrollo de lo que se llamó el “Índice de Desarrollo Humano (IDH)” como una medida alternativa y complementaria a lo que hasta entonces eran indicadores tradicionales, como el crecimiento del PIB o el equilibrio fiscal. Básicamente, desde 1990 América Latina viene en una carrera por alcanzar patrones aceptables de IDH como centralidad de la política social. En este sentido, el desarrollo se ha entendido como una medida de ampliación de la dotación de capacidades al individuo para que pueda competir en el mercado.

 

No queda duda de que la educación y las capacidades que formen los individuos juegan un rol central en la creación de condiciones materiales (ingresos) y subjetivas (calidad de vida). En este sentido, el IDH ha sido un avance sustancial en esa dirección, ampliando el paradigma del PIB per cápita. No obstante, el IDH acepta tácitamente que el desarrollo sólo depende de las decisiones de los individuos en autarquía, dejando de lado las relaciones de poder, las redes familiares o la concentración del mercado. No pone en debate la cuestión de la estructura histórica, las instituciones, la captura del Estado y la posibilidad que la pobreza sea, también, producto de la excesiva riqueza en pocas manos, lo que altera la democracia y el orden de prioridades de los Estados.

 

La concepción de desarrollo del IDH se sustenta en que los individuos con buena educación podrán competir y acceder a mejores salarios. Por lo tanto ¿qué ocurriría con la medición del bienestar si los salarios y la distribución de la renta no están definidos únicamente por la educación de los individuos? Básicamente, el desarrollo cuenta una historia -aunque cierta-, pero amputada o dislocada de las relaciones políticas y económicas que definen el desarrollo. En ese sentido se abre una fractura entre los medios que establecen los estados para la consecución de los fines y los resultados que se alcanzan.

 

Chile: un malestar subyacente

 

Chile es la paradoja de la métrica del Capital Humano. Todo indica que medir el IDH es necesario, pero ya no es suficiente. Según el IDH, Chile en el año 1990 ostentaba el segundo puesto entre los países de América Latina (con un índice de 0.7). Para 2019 alcanzó el primer lugar con un valor de 0.8 en el índice. A nivel mundial también mejoró, y pasó del puesto 48 al puesto 44. Chile era reconocido por su estabilidad, institucionalidad y respeto a la inversión. Todo ello expresado en el crecimiento sostenido del PIB per cápita.

 

¿Qué ocurrió?

 

Si observamos las condiciones de bienestar individual, en efecto las capacidades materiales y subjetivas pudieron estar avanzando: como se observa, el IDH ha mejorado y deja a Chile como el mejor país en América Latina (gráfico 1). No obstante, si ampliamos el marco de referencia y analizamos las relaciones institucionales que sirvieron de base para que esas condiciones individuales se den, se perciben algunas fallas importantes, pues se estructuraron sobre tres supuestos:

 

  • Al privatizar todos los aspectos sociales (educación, pensiones, salud, etc.) se asumía que los individuos podrían competir en un mercado equilibrado, sin exceso de poder.

  • La educación debía ser pagada por las personas, pues incentiva el esfuerzo personal (era una inversión). No importaba que los hogares generen deudas por su educación porque financieramente es rentable: “invierte hoy en tu educación que mañana te permitirás acceder a un salario de acuerdo a tu productividad marginal”. La educación era una inversión.

  • El ahorro individual (fondos de capitalización) garantizará que la gente pueda ahorrar lo suficiente para tener una pensión digna en la vejez.

 

Básicamente, estos supuestos se asientan en una idea generalizada de la Teoría del Capital Humano: la educación dará un salario suficiente para vivir, endeudarse y ahorrar.  Esto no ocurrió. Al final del día, los salarios en porcentaje del PIB vienen en retroceso (gráfico 1): pasaron de un 37% en 1999 a un 30% en 2018. Por su parte, al retirar al Estado y buscar garantizar el superávit fiscal lo que ocurrió fue que los hogares incurrieron en un déficit permanente (ley de contabilidad nacional), lo cual provocó que deban adquirir deuda para poder permitirse el nivel de vida que la privatización exigía. En dos décadas la deuda de los hogares fue insostenible: en porcentaje del PIB pasó de 22% en 2002 a más de 45% en 2018.  Para el año 2018 la deuda estudiantil, producto de la privatización, alcanzaba casi los 10 mil millones de dólares y cerca del 30% de los estudiantes estaban en mora.

 

 

Sin punto final

 

Chile apostó para que sea el mercado el garante del ciclo vital de sus ciudadanos: “con deuda podré educarme, con esa educación tendré un salario bueno para pagar la deuda y ahorrar para la vejez”. En la práctica, la privatización de la educación y la salud endeudaron a la gente, el mercado de trabajo remunera mal y los fondos de pensiones no cumplieron lo que prometieron. Así, los adultos jóvenes tienen deudas, reciben malos salarios y los ancianos reciben pensiones indignas. El modelo estalló.

 

- Nicolás Oliva es Máster en Economía del Desarrollo (FLACSO) y en Economía Aplicada (UAB) (Ecuador)

 

19 febrero, 2020

https://www.celag.org/como-medimos-el-bienestar-el-caso-de-chile/

 

https://www.alainet.org/pt/node/204862?language=en
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