Interpelaciones masculinas I: espacios de exclusión y discursos silenciados

04/12/2019
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Que los varones no son el sujeto de cambio que está propiciando la disputa por el género y la sexualidad al rededor del mundo es un hecho que en nada cambia solo porque cada vez son más los hombres que deciden autodeclararse feministas o, en un registro similar, porque sean más y más incisivos, también, aquellos que deciden expresarse positivamente, públicamente, en torno de la lucha feminista en todas o la mayor parte de sus manifestaciones combativas y emancipatorias.

 

Ello, no obstante, no quiere decir que la masculinidad (en cualquiera de sus vertientes) sea un hecho aislado o un problema externo a todo cuanto se está jugando en la liberación femenina de las presiones sexistas construidas a lo largo de siglos de historia de la humanidad. Antes bien, el ser varón es todo lo contrario, es decir, es un hecho interior a esa disputa que concentra alrededor de sí una densidad ideológica, política e identitaria como pocos fenómenos de la vida en cotidianidad conservan aún hoy (piénsese, por ejemplo, en la clase o, en menor medida, en la raza, como catalizadores de tensiones políticas y la franca desventaja en la que se encuentran frente al género y el ejercicio de la sexualidad, para dar cuenta de ello).

 

El tema para los hombres, por lo anterior, en este momento no transita, en su discusión, por la vía del reconocimiento o desconocimiento de su condición de varones como sujetos de cambio en la crisis presente del género; así como el protagonismo que reclaman con justeza las mujeres no es un simple subproducto de algún trauma narcisista o de alguna insatisfacción de egolatría a partir de las cuáles no se piense, al interior del feminismo, en poco menos que en el tema de constituir nuevos liderazgos que a la postre se conviertan en representaciones de heroínas que nos dieron patria. El protagonismo exigido y construido desde la propia experiencia de vida del ser mujer es, antes bien, una condición de posibilidad de realización de las exigencias por ellas puestas sobre la mesa para acceder a una vida libre de violencia. Y por ello, el acto de relegar al varón en los procesos de disputa, de cambio y de reconfiguración de las relaciones sociales en la cotidianidad no tiene que ver, en absoluto, con aspiraciones megalomaniacas de sus contrapartes. Menos aún con una pretendida objetuacion de la propia humanidad del hombre.

 

Discutir la construcción y desestructuración de las masculinidades patriarcales, por ejemplo, son dos temas en los que se pone de manifiesto la plena vigencia de la sujetidad masculina y de la relevancia de su papel histórico en la lucha feminista, habida cuenta de que es a ese tipo de identidad y de subjetividad a la que las movilizaciones de mujeres que luchan constantemente interpelan como su principal agente agresor. Después de todo, son hombres quienes las están matando, violando, torturando y desapareciendo.

 

Es decir, en la medida en que las mujeres señalan la responsabilidad de los varones por el acoso, por las violaciones, por las desapariciones y por los feminicidios por ellas vividos, de lo que se tendría que estar discutiendo al interior de la masculinidad tendría que ir desde la reflexión en torno de las dinámicas que permiten la reproducción ampliada de formas de ser hombre patriarcales hasta la puesta en marcha de prácticas que faciliten y aceleren su eliminación y sustitución por identidades genéricas más horizontales y equitativas respecto de la convivencia con las mujeres.

 

Para el hombre no se trata, entonces, de traducir los reclamos de las mujeres, a la manera en que el colonizador traduciría los verdaderos reclamos de justicia de las sociedades a las que él mismo coloniza: qué quieren, por qué lo quieren, cómo lo están consiguiendo, cuándo lo están haciendo, etcétera, para después, solemnemente, él mismo ofrecer las respuestas y las soluciones adecuadas para una diversidad y una multiplicidad de problemas que él, en tanto varón, no ha sido capaz de vivir ni experimentar en cuerpo propio en ningún momento de su vida, por no ser el género colonizado, sino el colonizador.

 

Pero tal división social de la disputa social, sin embargo, no debe llevar a ninguna de las dos partes en tensión (hombres y mujeres en cuestión) a reclamar y exigir como condición de posibilidad de la liberación femenina el mutismo y la inacción del bando opuesto. Y es que, en los hechos, si bien es cierto que la intransigencia, los ejercicios de poder y las prácticas de violencia desplegadas por las protestas, las manifestaciones y los reclamos de mujeres que luchan son necesarios, sí o sí, para cambiar el curso vigente de las cosas, también lo es que no esperar respuesta alguna, o impedirla o aniquilarla de antemano, por parte del género al que interpelan corre el riesgo de perder de vista la manera en que ese género (el masculino, para el caso) se reorganiza y, en cierto sentido, se resignifica, orgánicamente, llevando a extremos en los que esa reorganización solo desemboca en una exponenciación de la violencia física (suplicios, torturas, mutilaciones, asesinatos, etc.) para no perder sus privilegios.

 

Piénsese en una analogía de dominio general y más o menos universal para dar cuenta de las implicaciones introducidas por la observación anterior: ninguna revolución, sin importar el carácter y la naturaleza de ésta, ha conseguido nada si no es por el despliegue sistemático, ampliado y generalizado de algún tipo de violencia. El jacobinismo y el régimen del terror durante la revolución francesa son muestra de los límites y las densidades tan altas que esa violencia es capaz de alcanzar para conseguir los objetivos sociales que la engendraron. Ese no es el problema, como ninguna violencia revolucionaria lo ha sido a lo largo de la historia.

 

El problema viene, antes bien, en los procesos de constitución de la nueva forma social y de socialización colectiva que trascienden a las coyunturas de profusión de violencia, pues, en rigor, es en esa dinámica más decantada y pausada en donde comienzan, transitan y hasta cierto punto se agotan la validez y la vigencia de las mediaciones que se hacen necesarias colectivamente para reconfigurar y construir nuevas identidades y nuevas subjetividades. En el auge del jacobinismo y el terror revolucionario francés, por ejemplo, no fue en los momentos de mayor violencia en donde se constituyeron las nuevas identidades estamentales, de clase, genéricas o raciales que a la postre se consolidaron para dar nacimiento a la nueva sociedad francesa posrrevolucionaria. Esa constitución tuvo una cadencia espacial y temporal distinta, decantándose a lo largo de los años a fuerza de cuestionamientos culturales, políticos, ideológicos, etc., que sin duda sólo fueron posibles de desplegar gracias al terror y la violencia de la revolución, pero que no fueron ni aquel ni ésta lo que definieron la forma definitiva de la nueva colectividad.

 

Y la cuestión es que en esa cadencia de los hechos que sucedieron al terror y la violencia de la revolución, todas las partes involucradas tenían voz (en el más amplio sentido del término, a la manera en que éste fue empleado por los estudios subalternos para cuestionar las potencialidades y las situaciones discursivas de los estratos colonizados por occidente, de cara a sujetos que los enmudecían).

 

Ahora bien, para el caso de las luchas emancipatorias del momento presente, lo que acá se intenta reconocer no es que se le deba otorgar al varón y a la masculinidad el estatuto de subalternidad dentro del cual esa específica subjetividad no tendría, por imposición externa de su antagónico, voz ni discurso. Sería un absurdo colocar en esa posición a un género que históricamente ha sido el dominante en un momento en el que, además, la construcción genérica de las mujeres reclama, precisamente, la posesión y el ejercicio efectivo, público, de su propia voz y discurso, para dejar de ser subalternizada, dominada, por el hombre.

 

Más bien, de lo que se trata aquí es de poner en perspectiva un problema que comienza a adquirir dimensiones mayores y que, en los hechos, no solucionará mucho de lo que hoy se disputa: la política del apartheid genérico y la proliferación de los espacios de concentración y segregación. Y es que, en efecto, eso que podría pensarse ahora mismo como una medida efectiva, pertinente, para disminuir el riesgo de agresión sexual, física y/o emocional por parte de las mujeres frente a los hombres, creando espacios restrictivos para el encuentro de ambos géneros, en los días por venir no se ve que tengan potencial alguno para dirimir las diferencias presentes, sino, todo lo contrario, parecen solo perfilar la necesidad de replicar el modelo hasta saturar el espacio público (pues el privado se cuece aparte) de espacios exclusivos que en nada llevan a cuestionar a la parte agresora de la necesidad de replantearse la forma en que convive públicamente con el prójimo.

 

Las divisiones mixtas (para hombres y mujeres) y exclusivas (solo para mujeres) en el transporte público de las grandes urbes, en este sentido, es, sin duda, hoy, ante el abismo de la crisis de violencia que viven las mujeres por parte de los hombres, una medida cautelar que les permite a ellas, dentro de los límites de esa interdicción, viajar sin tener que soportar durante el trayecto el acoso y el abuso físico de los hombres. Sin embargo, pensando en la parte conflictiva de la ecuación, aquello no resulta, en automático, en una especie de examen de autoconciencia de los agresores sexuales que los lleve A replantearse la necesidad de no hostigar corporalmente a las mujeres en el transporte. Llegar a ese comportamiento de respeto mínimo por el cuerpo de la otra requiere de un intenso trabajo pedagógico sobre el género y la sexualidad que precisa, además, de la práctica y la convivencia cotidiana no únicamente para ser aprendido, sino, además, para ser instituido: en términos de lo que significa una institución social, política, histórica, cultural.

 

De hecho, hasta se podría arriesgar la hipótesis de que la violencia masculina contra las mujeres está incrementando desproporcionadamente debido a que en la cotidianidad social se está procurando privilegiar el aislamiento genérico antes que la resolución de las tensiones que los atraviesan, derivando en una progresiva disminución de la capacidad de reconocimiento de la condición humana de la otra parte. El enmudecimiento que reclaman los hombres a las feministas es apenas un subproducto —pero no menor— de este tipo de lógica de exclusión; y la tendencia creciente por parte de ciertos sectores del movimiento a exigir que el varón no tenga voz ni discurso en esta crisis se inscribe también en ese registro —aunque con un contenido ético por completo divergente.

 

Sin duda los espacios virtuales están llenos de una profusión de opiniones, de voces y discursos que lejos de demostrar la tesis aquí expuesta, en realidad la refutan. Sin embargo, habría que pensar cómo eso que sucede en las redes no se traduce en el espacio público, en donde hasta por corrección política de un machismo progre milita en favor de la construcción de espacios de exclusión; bandera que, por supuesto, no tardó en ser empleada por el sexismo más radical para reforzar sus privilegios y exigir la expulsión de las mujeres de espacios que tradicionalmente han sido considerados por el varón como sus espacios de exclusividad, en donde las mujeres no tienen cabida.

 

Silenciar, por lo anterior, en cualquier dirección y por parte de cualquiera de las partes involucradas, es una manera discursiva de edificar espacios de exclusión en donde solo es posible construir soliloquios, monólogos, que en última instancia anestesian el conflicto y restringen las posibilidades de hacer patentes no sólo el reconocimiento de formas tóxicas de convivencia, sino, además, de encontrarles alternativas plurales y en coalición. Y por eso mismo tampoco se trata de hacer entrar al diálogo por la puerta para que la violencia salga por la ventana; antes bien, se trata de trabajar ambos frentes, el de la violencia y el de las mediaciones a partir de las cuales se construyen nuevas subjetividades, de manera paralela, reconociendo que ambas carecen de sentido si una y otra no son acompañadas por su correlativa.

 

Ricardo Orozco, Internacionalista por la Universidad Nacional Autónoma de México

@r_zco

 

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