La confusa semántica del miedo

03/04/2019
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Alfonso Castelao decía que los ricos duermen mal, en continuo sobresalto por el miedo a ser desposeídos de sus bienes. Los pobres, al parecer, reposan mejor, tal vez ayudados por el cansancio físico y la ausencia de otros desasosiegos que no sean los de la cotidiana subsistencia. Asimismo, los poderosos le tienen más miedo a la muerte que el vulgo; y, aunque la religión les promete también la vida eterna, puesto que la misericordia de Dios es infinita, siguen prefiriendo –por ahora- las bondades del reino de este mundo y se resisten a morir. Un ejemplo, patético y desesperado, es el de Walt Disney, que hizo congelar su cuerpo ante la posibilidad de que la ciencia llegara a descubrir las claves para vencer a la terrífica Parca. Previó, a un altísimo costo, su posible resurrección, en cuerpo y alma, aun cuando nadie sabe si ésta resiste el hielo del frigorífico o si vuela presurosa hacia otras dimensiones.

 

Las continuas amenazas que ven cernirse sobre ellos quienes disfrutan privilegios de poder, rango, clase o fortuna, en la forma de atentados, reales o imaginarios, sobre sus propiedades y bienes, que constituyen su valor supremo, por encima del derecho a la vida proclamado más como paliativo casuístico que ético, les llevan a construir, además de sus propias fortificaciones, alarmas, seguros y defensas de toda especie, una particular semántica, la del miedo, pródiga de contradicciones y adjetivos hiperbólicos.

 

El lenguaje nos otorga esa herramienta de exageración, como recurso de cautela ante el peligro. Así, la destrucción de una vidriera comercial en una marcha de protesta será calificada, no de simple delito, sino de acto “vandálico”, “anarquista” o aun “terrorista”. Pero las palabras poseen su propia sabiduría expresiva, su equilibrio de conjugaciones, una suerte de recelo o conciencia reprobadora ante los excesos; de ahí que ciertas afirmaciones o sentencias cargadas de matices alarmantes o terroríficos o pavorosos, caigan en el pleonasmo o en la hipérbole, produciendo, a la postre, el resultado opuesto a su intención originaria.

 

Una de esas palabras, repetidas y manoseadas en su constante aplicación a diversos hechos, situaciones y actos, es el concepto “terrorista”, para definir a cualquier individuo que ejecute acciones fuera del marco de la ley y del orden público, entendido este como la barrera protectora que aísla y guarda mi mundo íntimo de las agresiones de ese enemigo que siempre es el “otro”, según Borges.

 

Esta palabra, de suyo inquietante, posee connotaciones políticas y emocionales, por lo que su continuo uso y aplicación está casi siempre en entredicho. Por otra parte, los matices y singularidades en cada contexto de aplicación, exigen un riguroso tratamiento o uso adecuado del concepto, para no caer en inmediato descrédito.

 

Dostoyevski, en su célebre novela Los Endemoniados –(algunos traducen “Los Demonios”, aunque no es equivalente estar endemoniado que ser directamente vástago de Lucifer)-, el atormentado narrador ruso describe el comportamiento de un puñado de individuos que llevan a cabo actos de terror en contra del poder de la autocracia zarista, en nombre de valores como libertad, justicia e igualdad. No son revolucionarios, en el sentido épico o justiciero, sino desnudos nihilistas, descreídos de la divinidad, de la moral imperante y de todo lo que les rodea; una suerte de suicidas que no creen ni en ellos mismos, ni menos en una posible trascendencia; muy diferentes a esos que llamamos “terroristas islámicos”, que al parecer están muy convencidos de su carácter de “mártires de Alá”, seguros de que su proceder les llevará enseguida a disfrutar las delicias del paraíso musulmán, que a juzgar por los dichos de sus creyentes, es harto más placentero y atractivo que el etéreo edén de los cristianos.

 

Parientes consanguíneos de los terroristas a que aludimos, serían los propugnadores del anarquismo, o entes malignos de la anarquía. Los desmanes callejeros, las dudosas bombas de ruido, las leyendas en rojo o negro pintadas sobre las paredes de centros de estudio o de otras instituciones respetables, son señales de las peligrosas actividades de los anarquistas. Muy pocos saben, en realidad, qué es el anarquismo como ideología; tampoco interesa, la cuestión es aplicar el término y señalar a un nuevo tipo de enemigo de la paz social y, por supuesto, de la propiedad privada.

 

España, un viejo país de larga historia y de escasa vida democrática (en estimación cronológica) es quizá único en la extensión del anarquismo. En los albores de la guerra incivil (1936-1939), la fuerza política y social organizada más numerosa de la Península era la Federación Anarquista Ibérica (FAI), con sus dirigentes y líderes legendarios, como Durruti y Ascaso, con su Columna de Hierro, que luchara en el Frente de Aragón. Estos “cabecillas” o “bandidos” o “forajidos”, como los describía y motejaba la prensa de derecha (ABC allá, El Mercurio aquí), incursionaron en América del Sur, a comienzos de los años 30.

 

Se registran al menos dos asaltos perpetrados por ellos a bancos en Santiago de Chile. Luego pasaron a México, en parecidos andares. Reunían fondos para la causa y aspiraban a los implícitos cien años de perdón que el refrán promete... Como contracara de su leyenda negra, sabemos que muchos anarquistas eran artesanos y tipógrafos, apostaban a la instrucción permanente de la clase obrera, a la iluminación por el conocimiento, lo que se traduciría en la conquista de un mundo mejor. Eran renuentes a todo mando superior y enemigos del principio de autoridad institucional pequeñoburgués.

 

Otro concepto que acompaña a los referidos, es el de “vándalo”, gentilicio de un pueblo germano procedente de Escandinavia, famosos por la ferocidad con que diezmaron a las legiones romanas, a comienzos del siglo V. Todo acto destructivo, especialmente en la vía pública, será calificado como “vandalismo”, aunque para los sectores derechistas la preferencia se incline por hablar, sin ambages, de “actos terroristas”: su propio miedo agigantado en el espejo cóncavo. Es el prisma que se aplica, hasta la saciedad, a las quemas de camiones de empresas forestales, a los incendios de casas, iglesias, escuelas y predios en la Araucanía, muchos de ellos de incierta procedencia. Es una forma de desvirtuar, por anticipado, la llamada “causa mapuche”, circunscribiéndola al ámbito de la propiedad privada y a los atentados y amenazas contra ella.

 

En Chile, los principales cruzados contra el “terrorismo” son los hermanos Kast. Ambos han sido testigos de feroces ataques a las fuerzas especiales policiaco-militares desplegadas en territorios Mapuche (Walmapu), por parte de bien armados indígenas, con armas de última generación, presumiblemente de procedencia rusa, nunca vistas por algún otro testigo... Ningún medio de prensa ni voceros responsable ha corroborado estas terroríficas revelaciones, pero constituyen una especie de verdad testimonial para muchos compatriotas, que las replican a través de vías vertiginosas, Internet mediante, para seguir alimentando la fatídica dupla del miedo-odio: lo que se teme, al extremo de provocar terror, debe ser destruido.

 

Los individuos pertenecientes a estos sectores, nada quieren saber del terrorismo de Estado que asoló a Chile durante diecisiete largos años, llevando a la muerte, a la tortura, a la represalia y al exilio a miles de compatriotas; ni siquiera se dan por enterados –o hacen lo del avestruz- del asesinato de un ex ministro (Orlando Letelier), de un presidente de la república (Eduardo Frei Montalva), de un comandante en jefe del ejército (Carlos Prats) y de su esposa.

 

La causa de esta voluntaria ceguera es bastante simple: esos hechos jamás afectaron su derecho de propiedad; por el contrario, en muchos sentidos lo fortalecieron, reasegurando prebendas y privilegios, como ha sido el caso de la familia Kast y de otros grupos o clanes a los que la dictadura militar-empresarial gratificó, adjudicándoles, a vil precio, empresas y bienes del Estado para su propio disfrute y beneficio de clase.

 

Entre ellos figuran algunos de los actuales ministros y funcionarios de alto rango en La Moneda. Y el propio Sebastián Piñera, que forjó su enorme fortuna personal al amparo de las irregularidades bancarias que propició la dictadura pinochetista, cuando desató otro tipo de terror bien dirigido, el financiero, echando mano a los recursos del Estado de Chile para evitar la quiebra de los principales bancos y despojando, de paso, a muchos infortunados emprendedores que no figuraban entre su cohorte de incondicionales.

 

Pero hay que tener cuidado, porque las palabras, mal empleadas, tarde o temprano nos harán pagar sus falaces equívocos, sobre todo las que se pronuncian y escriben con la gramática espuria de la mala leche.

 

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