Je suis Sudán del Sur

09/02/2017
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Foto: Sputink
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Frente a cada uno de los atentados en occidente: Estados Unidos, España, Reino Unido, Francia, Bélgica o Alemania, la gente ha podido expresar su solidaridad de manera contundente, o bien asistiendo a los múltiples homenajes o bien llevando un flor al lugar del hecho, encendiendo una vela en su ventana o mínimamente expresando su dolor y su repudio en las redes sociales. Hemos visto miles de fotografías de las víctimas, entonces vitales con sus familias, sus mascotas o que atestiguan un logro: un título, una jubilación, un casamiento, una vacación. Miles de esas fotografías tan iguales y tan próximas a las que cada uno de nosotros hoy puede atesorar en un cajón del armario o en la memoria de su celular.

 

Sin duda en sociedades habituadas al confort extremo, no están preparadas para que un par de fanáticos entre a la redacción de una revista y limpie el honor de su Profeta, a disparos de Kaláshnikov, o les rieguen de bombas una línea de metro o le lancen encima un camión mientras se festeja algo.  

 

El dolor, la ofensa, el odio, las preguntas de ¿por qué? estallan en la conciencia de cada uno que se sabe potencial víctima, porque que no estuvo allí por casualidad. Esos lugares cotidianos que se convirtieron repentinamente en cámaras de muerte, de la que un hijo se fue un rato antes o a la que su hermano llegó un rato después.

 

La sociedad europea parece haber olvidado que fue capaz de generar, ya no poco más de 70 años, una formidable maquinaria de muerte que se había instalado, justamente, a la vuelta de la esquina, ni se reclamó nunca por tolerar los genocidios balcánicos apenas antes de ayer.

 

Pablo Neruda decía “no hay espacio más ancho que el dolor, no hay universo como aquel que sangra”, ese dolor no se explica, se conoce, porque todos en algún momento fuimos y volveremos a ser sus víctimas.

 

Pero todas esas palabras, todas esas imágenes son propiedad de occidente, a nadie por ejemplo en Sudán del Sur, se le ocurriría encender una vela, colocar una flor, o un cartel que diga “Je suis John Gatluak”, porque no habría ni flores, ni velas, ni crayones para homenajear a tantas víctimas, tan inocentes como las de Atocha, para recordar sus nombres. Esos muertos, son cadáveres, que pronto deben desaparecer, o a fuego o en fosas comunes, claro esos montones de muertos y los calores podrían disparar epidemias y responsabilidades. Hay que deshacerse de las víctimas, sin flores, sin velas sin homenajes. Son demasiados y no hay mucho tiempo para ocultar a los culpables.

 

Sudán del Sur, la última nación que obtuvo el derecho a considerarse tal en 2011, desde diciembre del 2013, se encuentra en un virtual estado de guerra civil, cuando el presidente Salva Kiir, de la etnia dinka, pretendió quitarse de encima al vicepresidente Riek Machar de la etnia nuer, lo que dio lugar a que algunos la llamen burdamente a esta,  guerra “étnica” cuando se sabe que es claramente un conflicto de interés de potencias y empresas occidentales, que se están disputando no solo el petróleo, sino también el uranio, de uno de los pueblos más pobres del mundo, que han tenido la “torpeza” de estacionarse sobre un mar de importantes y ricos yacimientos.

 

Al independizarse, Sudán del Sur se quedó con el 75% de las reservas totales del antiguo Sudán, aunque la mayoría de los oleoductos para exportar el petróleo y las refinerías se ubican en Sudán. Lo que implica una interdependencia entre ambas naciones que está generado cada vez más tensiones.

 

Sudán del Sur cuenta con la tercera reserva petrolera más importante de África Subsahariana, el 90% de sus ingresos provenía de la explotación petrolera, hasta el inicio de la guerra. Desde entonces los yacimientos en producción han sido bloqueados por los combates entre los bandos rivales y  ello suma más tensión con su vecino del norte Sudán, de quien se independizó después de décadas de espasmódicas guerras, que tiene la función de llevar el petróleo hasta los puertos del mar Rojo, por lo que recibe importantes comisiones.

 

La crisis económica, producto de la guerra, ha generado una escalada en los precios, con una inflación 900%, que ha terminado dejando a la población al borde de la hambruna, lo que la obliga también a constantes desplazamientos empujada por los combates y las matanzas étnicas, que no han podido impedir las permanentes y vulneradas treguas.

 

El aumento del combustible ha obligado a que las pocas industrias del país detengan su actividad, entre ellas una tan clave como la embotelladora de agua.

 

Las donaciones internacionales para construir una fuente potabilizadora han desaparecido, sin que nadie pueda dar razón de su destino. Ello que está obligando a la población a utilizar o agua contaminada, o a asaltar los pocos hoteles para extranjeros que todavía funcionan y robar el agua en baldes y bidones, de las piscinas. Los hospitales carecen de todos los insumos para seguir funcionando, mientras que el estado solo sigue invirtiendo en armamento.

 

Los combates más importantes se producen justamente en los estados petrolíferos del norte del país Alto Nilo y de Unidad, aunque últimamente la guerra se ha extendido al sur hacia llegando a la frontera con Kenia Uganda y el Congo.

 

Los desplazados ya suman más de 2.5 millones de personas, poniendo a medio millón en un estado de vulnerabilidad absoluta, lo que implica que, de manera urgente la asistencia sanitaria y alimenticia se ponga en marcha.

 

 

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Crónica de un genocidio anunciado

 

El presidente Salva Kiir acaba de habilitar a varias empresas libanesas para establecer una planta de fabricación de proyectiles en Juba, la capital del país, además de haber incrementado de manera exponencial la compra de armamento.

 

Tras el fin de la temporada de lluvias, al tiempo que los caminos se hacen más transitables y el suministro de armas a los distintos destacamentos es más fluido, como ya ha pasado en años anteriores se prevén nuevas y grandes matanzas. Esta situación ha hecho que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas denunciara la posibilidad de que se produzca un genocidio que rememore el ocurrido en Ruanda en 1994, que dejó un millón de muertos en tal solo tres meses.

 

Por su parte, los grandes productores de armamento han presionado a las autoridades internacionales para evitar que se declarara algún tipo de embargo a ambos bandos, para la adquisición de sus productos.

 

Como para preparar el terreno para el genocidio y su posterior ocultamiento, el Servicio de Seguridad Nacional, bajo las órdenes directas del presidente Kiir, ha iniciado una operación para expulsar y deportar, tanto a periodistas como personal de las diferentes Ongs. En el caso de los periodistas locales, la suerte es muy diferente, desde 2012 ya son doce los hombres de prensa asesinados por sicarios de Kiir. Como lo marca el secuestro de Joseph Abandi, desaparecido en marzo de 2016, cuyo cuerpo fue encontrado tiempo después en un cementerio con incontrastables signos de torturas.

 

El 11 de julio del año pasado, en Juba, después de un combate que dejó más de 300 muertos entre los bandos, unos 100 hombres del presidente Kiir, tomaron el hotel Terrain y violaron durante horas a cinco colaboradoras extranjeras de una Ong, algunas relataron que fueron abusadas por más de quince hombres, la violación es de hecho moneda de pago del gobierno a su tropa.

 

La tropa también torturó y asesinó a docenas de personas, en las propias instalaciones del Terrain, entre ellos el periodista radial John Gatluak, para después lanzarse a saquear todo lo que se pudo.

 

Por su parte, Unicef ha denunciado que desde el inicio del conflicto se han reclutado unos 17 mil niños, 1600 durante 2016, para las diferentes facciones en pugna. Según la denuncia: “En algunas escuelas, los soldados del Gobierno han sacado a grupos de 50 niños de clase para ponerlos a combatir de forma inmediata”. La mayoría de los menores son secuestrados al ser sorprendidos fuera de sus casas o convencidos por comida, algo de ropa, ya que enrolarse en alguna fuerza es la única posibilidad de sobrevivir a la pobreza. También existen denuncias acerca del asesinato de menores, con el solo efecto de evitar venganzas posteriores

 

La guerra que ya ha provocado más de 50 mil muertos mal contados, arrasa aldeas y ciudades, sus habitantes al igual que sus propiedades son incinerados, la sofisticación del odio espeluzna, muchos son obligados a tomar la sangre y a comer los cuerpos de sus familiares o miembros de la misma etnia.

 

Un solo saqueo a un depósito del Programa Mundial de Alimentos significó la pérdida de 23 millones de euros en provisiones, además de vehículos y distintos materiales, sin reparar en los ciento de miles de personas al borde de morir de hambre.

 

Quizás la próxima vez que suceda un ataque en occidente, porque todo está dado para que ello suceda, entre tanta ingeniosa pancarta quizás a alguien se le ocurra levantar una que diga: “Je suis, Sudán del Sur”.

 

Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central.

En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC

 

 

https://www.alainet.org/pt/node/183426
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