La misoginia y la palabra

10/08/2016
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 hillary 11
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A propósito de la contienda electoral en Estados Unidos, hay varias cosas que me llaman la atención. La ahora candidata presidencial por el Partido Demócrata, Hillary Diane Rodham Clinton, siempre es referida en los medios, en las conversaciones, en los análisis de los especialistas y académicos como “Hillary”, no como “Hillary Diane Rodham”, ni como “Hillary Rodham”, ni como “Hillary Clinton”, y ni siquiera como “Misses Clinton”. No. Simplemente es “Hillary.” El detalle es que su contrincante, el candidato a la presidencia por el Partido Republicano, Donald John Trump, casi siempre es citado en todos lados como “Trump”, no como “Donald” ni tampoco como “Donald John.”

 

Se podría argumentar que, en el primer caso, la ex Primera Dama buscaría tomar distancia de su marido, tal vez para convencer a los electores de que ella tiene “vida propia”, que no es una continuación de aquella administración de los años 90 que encabezó William Jefferson, o bien porque las infidelidades de éste –como aquella muy sonada con Mónica Lewinski- no son fáciles de perdonar. Razones puede haber muchas.

 

En el segundo caso, si al candidato republicano lo mencionaran los medios por su nombre de pila, Donald, tal vez ello se prestaría a confusión, puesto que no faltaría quien asumiría que se trata de un personaje de Disney. De acuerdo, para evitar malos entendidos, mejor hay que llamarlo, simplemente, Trump.

 

Con todo, si alguno de los argumentos anteriores fuera válido, entonces no se entendería por qué a todos los presidentes estadunidenses, desde Washington hasta Obama, se les nombra por su apellido paterno, no por su nombre de pila. Es decir, el primer presidente no fue George, sino Washington. Quien abolió la esclavitud fue Lincoln, no Abraham. El creador del New Deal fue Roosevelt, no Franklin. Quien impulsó el Plan Marshall fue Truman, no Harry. El primer Presidente católico fue Kennedy, no John. El primer Presidente afro-estadunidense fue Obama, no Barack. Bueno, ni siquiera en el caso de los Bush, padre e hijo, se hace distinción alguna –claro, los dos son George- y si acaso, se habla de Bush Jr. o ya de manera un poco más peyorativa, Baby Bush.

 

Entonces, ¿por qué a Hillary no se le menciona por su apellido? ¿Es realmente para evitar confusiones o asociaciones con su marido o es, simple y llanamente, una manifestación más de la misoginia y la discriminación hacia una mujer que podría ser la primera fémina en encabezar la presidencia de Estados Unidos en toda su historia?

 

Pensando en esta última posibilidad, me puse a pensar en el lenguaje que utilizamos, el cual está plagado de términos que, referidos a los hombres, son, en muchos casos elogiosos o por lo menos, chuscos –cierto, algunas veces, pero sólo algunas, degradantes-, pero, cuando aluden a las mujeres, son, casi siempre, insultantes. Aquí algunos ejemplos.

 

Un “hombre público” denota, generalmente, a aquel individuo que interviene en la política o a quien influye en la vida social. Una “mujer pública” en cambio, es sinónimo de prostituta o, como se diría en “mexicano políticamente correcto”, sexoservidora. Un “zorro” es un individuo zagas, astuto. Una “zorra” es una prostituta. El “perro” es un mamífero doméstico de la familia de los cánidos. La “perra” es una prostituta. Un “golfo” es un individuo que se entrega a los vicios o también es un accidente geográfico. Una “golfa” es una prostituta. Un “ramero” es un halcón pequeño que salta de rama en rama. Una “ramera” es una prostituta. Un “pirujo” es un hombre que no cumple con sus deberes religiosos, o bien, un pan desabrido. Una “piruja” es una prostituta. “Perdido” es quien no tiene o lleva un destino determinado. “Perdida” es una prostituta. Un “güilo” es un individuo tullido, enclenque. Una “güila” es una prostituta. “Callejero” se refiere a quien gusta de callejear o andar en la vía pública. “Callejera” es prostituta. “Zurrón” es un saco o una bolsa. “Zurrona” es una prostituta.

 

Después de este breve recuento, me pregunto por qué la lengua de Cervantes es como es, y llegué a la conclusión de que la terminología empleada responde a condiciones culturales y no necesariamente a lo “políticamente correcto.” Me explico. Hay lenguas como el inglés, el suahili, el persa moderno o farsi, y el pipil que carecen de género sintáctico o que han perdido las distinciones de género. En este sentido, lo que se tacha de “sexista” no necesariamente responde a la estructura de los idiomas o lenguas, puesto que éstos son dinámicos y cambiantes. En el persa antiguo había una distinción de género, pero hoy no. En cambio, lo que sí es cierto, es que hay un uso social-cultural que suele exaltar el dominio histórico del hombre sobre la mujer, al igual que el papel que cada uno desempeña en las sociedades.

 

Es común en los hogares, al menos en México –y seguramente la situación es similar en otras naciones- y sobre todo en aquellos más “tradicionales”, que se fomente una educación diferenciada para hombres y mujeres desde su niñez. Así, los niños son líderes, inteligentes, fuertes, leales, y deben ser respetados. En contraste, las niñas son presumidas, tontas, lloronas, emocionales, dulces, y tienen que hacerse respetar. Ciertamente las sociedades han ido cambiando. Las mujeres de hoy, sobre todo en las ciudades, se han incorporado al mercado laboral –donde, por cierto, también enfrentan un trato diferenciado respecto a los hombres, que se manifiesta de diversas formas, por ejemplo, recibiendo salarios más bajos, experimentando acoso, etcétera. En la medida en que las mujeres han podido acceder a la educación, han podido revertir algunas de las desventajas que su condición les confiere, al menos socialmente. Sin embargo, la equidad de género aún tiene un largo camino por recorrer y no sólo en México.

 

Un aspecto que me llama profundamente la atención, es la manera en que la real academia española de la lengua define o definía palabras de manera diferenciada para referirse a atributos o condiciones relacionadas con lo masculino y lo femenino. La academia ha recibido múltiples críticas que la han llevado a replantear conceptos tan simples como “mujer”, “hombre”, “masculino”, “femenino”, etcétera. Por ejemplo, hasta no hace mucho, “femenino” era sinónimo de “débil” o “endeble”, mientras que “masculino” era lo mismo que “varonil” o “enérgico”. Esto cambió, debido a las presiones para favorecer conceptos menos sesgados y discriminatorios.

 

A pesar de ello, hay muchas expresiones en el lenguaje, donde se observa un trato peyorativo a lo femenino o a la mujer. Aquí algunos casos. “Reina” es la esposa del rey. Sin embargo, “rey” no es definido como “esposo de la reina.” Las tareas del hogar son realizadas por el “ama de casa”, pero no se contempla que sea un “amo de casa”, quien pueda llevarlas a cabo. “Misoginia” es el odio o la aversión a las mujeres. Sin embargo, no se cuenta con una palabra equivalente para designar el “odio a los hombres.”

 

Se podría argumentar que, parte de la explicación estriba en que los miembros de las academias de la lengua –en México y España al menos- han sido sobre todo hombres, por lo que, la testosterona supera al estrógeno y entonces no hay condiciones para fomentar lenguas más “equilibradas” en términos de género. Pero el problema parece más complejo y quiero volver a mi reflexión inicial.

 

En un país como Estados Unidos, donde el idioma dominante es el inglés –aunque esto está cambiando rápidamente-, que se supone es sumamente “neutral”, puesto que “President” no distingue entre hombre y mujer; como tampoco “Secretary of State”, u otros cargos, lo cierto es que, hoy por hoy, la candidata presidencial del Partido Demócrata es “Hillary” y el candidato presidencial por el Partido Republicano es “Trump”. ¿Por qué? Francamente, no tengo una respuesta para ello, pero sigo pensando que a esa sociedad, al igual que al resto del mundo, le cuesta trabajo asumir que una mujer pueda llegar a ser la principal inquilina de la Casa Blanca. Una cosa es ser “First Lady” o “Primera Dama” –siempre me he preguntado si hay segundas, terceras o últimas damas, pero bueno, tampoco tengo respuesta para ello. Otra muy distinta es ser “President.” Muchos se preguntan qué cosa será William Jefferson Clinton, su esposo, si “Hillary” efectivamente es electa. ¿El marido será “First Gentleman” o “Primer Caballero”, consorte, asesor principal o qué diablos? Por más neutral que sea el idioma inglés, las respuestas a estas preguntas aún no han sido resueltas.

 

Veo las noticias sobre el linchamiento contra Cristina Fernández y Dilma Rousseff. Por supuesto que en ambos casos hay fuertes y demostrables situaciones de corrupción que las involucran, y por lo mismo, deberían ser castigadas, puesto que nadie, ni mujer ni hombre, debería estar por encima de la ley. Sin embargo, pienso que si los personajes defenestrados en los mismos países –Argentina y Brasil- fueran hombres, no recibirían el mismo trato. Considero que tanto a Fernández como a Rousseff se les medirá no con la vara de la justicia, sino con la de género. Vaya, hasta nuestra querida Mafalda, en una de las tiras de Quino, se pregunta por qué una mujer no puede llegar a presidente de la nación por ejemplo, y en su mente imagina a una fémina en la presidencia, leyendo secretos de Estado, y que sin aguantarse las ganas, tomaba el teléfono para llamar a todo el mundo y los divulgaba. Ello revela, como lo sugería anteriormente, que la equidad de género todavía es más un deseo que una realidad.

 

María Cristina Rosas es profesora e investigadora en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México

 

Fuente: http://www.etcetera.com.mx/articulo/La+misoginia+y+la+palabra/48072

 

 

https://www.alainet.org/pt/node/179423

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