Inversión extranjera directa y Estado de derecho:
Amenazas a la democracia y a la sociedad
15/08/2010
- Opinión
La noción de “inversión extranjera directa” se ha convertido en una especie de dispositivo ideológico del capitalismo tardío que encubre sus derivas financieras y especulativas, al mismo tiempo que justifica y otorga un cariz de legitimidad jurídica y política a los procesos de privatización territorial y criminalización social. La inversión extranjera directa y su correlato del Estado de derecho (o Estado social de derecho) son ahora una de las amenazas más importantes en contra de la democracia y la sociedad. Urge, entonces, comprender qué existe detrás de este concepto aparentemente inocuo de “inversión extranjera directa”, y cómo se relaciona con aquel de Estado de derecho, como formas políticas de la dominación en el capitalismo tardío.
Desarrollo, crecimiento económico e inversión extranjera: los orígenes
Hay que considerar que luego de la segunda guerra mundial en la teoría económica se discutió mucho sobre la naturaleza, las dinámicas y los procesos que explican el crecimiento económico al interior de un discurso denominado “teorías del desarrollo económico”. En este discurso era claro, o al menos así lo parecía, el hecho de que desarrollo y crecimiento eran parte de una misma dinámica y ambos remitían a la economía.
Esto significó que todo el universo simbólico que estuvo asociado a la idea decimonónica del progreso y que hacía referencia a una especie de rol prometeico del hombre ante la naturaleza y ante la escasez, en el caso de la visión más moderna del desarrollo económico, más bien se convierta en una especie de instrumentación y adecuación técnica de recursos escasos para necesidades alternativas, tal como redefinió la economía a su propio campo analítico a mediados del siglo veinte.
En otras palabras, con la moderna visión de desarrollo económico se pierde ese universo simbólico inherente a la idea de progreso, pero al mismo tiempo se gana en pragmatismo y sencillez. Desarrollo no es otra cosa que crecimiento económico. A más crecimiento más desarrollo. A más desarrollo más progreso. De esta manera, se planteó la complejidad del capitalismo en términos más sencillos y lineales: aquellos países que tenían altos niveles de crecimiento económico indicaban el camino a aquellas regiones y países que no alcanzaban esos niveles de crecimiento. A los primeros se les denominó “países desarrollados” y, a los segundos, “países subdesarrollados”. Como el término “subdesarrollo” sonaba fuerte y, hasta cierto punto, peyorativo, se optó por el término más cortés pero que en definitiva significaba lo mismo de “países en vías de desarrollo”.
El desarrollo, en consecuencia, se convirtió en un asunto de técnica económica en la cual una sociedad tenía que cumplir una serie de requisitos casi formales para alcanzarlo. Existían “etapas” entre el subdesarrollo y el desarrollo. Esta visión simple, lineal, esquemática y fuertemente reductora de la complejidad del capitalismo como sistema-mundo, se fue imponiendo gracias al complejo científico-técnico, en lo fundamental, de las universidades de EEUU que sirvieron como caja de resonancia para las “teorías del desarrollo”, sobre todo después de la última posguerra. La noción del desarrollo económico se convirtió, de hecho, en la única baza que tenía el capitalismo para oponerse con relativo éxito al discurso del socialismo y de la planificación económica, en un contexto en el que las luchas por la liberación nacional durante los años sesenta adscribían en forma mayoritaria a las ideas del socialismo y la planificación económica.
Los Estados Unidos tuvieron que inventar sobre la marcha una serie de mecanismos y dispositivos ideológicos e institucionales que puedan convertirse en frenos y murallas al avance de las ideas socialistas. En América Latina, y asustados por el triunfo de la revolución cubana, tuvieron que crear la Alianza para el progreso, con un discurso modernizante y que, incluso, iba en contra de los intereses de las oligarquías de la región. De esta forma, EEUU aparecía más a la izquierda que las oligarquías latinoamericanas, cuando reconocía la necesidad de la reforma agraria y la necesidad de la industrialización y el crecimiento económico por la vía de mercados internos con la suficiente capacidad de compra que permita a estos países tener una demanda interna que sirva de sustento y línea de defensa política ante el avance del socialismo. Fueron los años que en Europa se conocen como los “treinta gloriosos” y que dieron forma al Estado del Bienestar, y que en América Latina marcaron el proceso de industrialización por sustitución de importaciones.
En este contexto, la idea de desarrollo y crecimiento económico salió de las aulas de economía y de las oficinas de los tecnócratas para convertirse en un movilizador social. Se vendió con tanto éxito la idea del desarrollo económico como una teleología social (es decir, como una finalidad de toda la sociedad), que todos los discursos sociales, entre ellos el discurso político, el discurso social, el discurso jurídico, el discurso económico, el discurso mediático e, incluso, el discurso religioso, convergieron hacia la idea de desarrollo económico y su sustento del crecimiento económico. El sueño era desarrollarse a cualquier costo, como sea y en el menor tiempo posible.
Es a partir de entonces que se crean una serie de metodologías para medir, comparar y establecer metas de crecimiento económico. Se retoma el conocimiento del siglo XIX sobre los flujos económicos, idea que nació precisamente de un médico entusiasta por la economía en la Francia monárquica, el Doctor François Quesnay, para calcular los flujos económicos y medir físicamente al desarrollo económico.
Fueron economistas socialistas encargados de la planificación centralizada (y también un economista americano de origen ruso Wassily Leontief, ganador del premio Nobel de economía en 1973), quienes crearon las primeras matrices (es decir, registros de doble entrada), entre la producción y la utilización de los recursos económicos, que servirán de sustento para la medición de lo que ahora se denomina “Producción Nacional” (GDP en inglés por Gross Domestic Product, o PIB en español, por Producto Interno Bruto).
De hecho, era la primera vez en la historia del capitalismo que se podía medir físicamente algo que era más una idea y un símbolo que una realidad fáctica: el progreso humano. Los economistas se transforman, de esta manera, en especie de taumaturgos (magos) y demiurgos (creadores) de este caro sueño de la burguesía y de sus promesas emancipatorias.
Si bien es cierto que ahora se cree con la fe del carbonero en los indicadores que construyen el PIB, y que para la gente común la jerga de los economistas se parece más a un arcano indescifrable y complejo, también es cierto que el discurso de la economía apostó con todo a la fundamentación y sustentación del desarrollo económico como la epifanía del capitalismo. Se mide al capitalismo y sus posibilidades en función, precisamente, de este indicador denominado PIB, o GDP.
Los ciclos ahorro-inversión y el desarrollo económico
En esta sustentación teórica y analítica del PIB y del desarrollo y crecimiento económico, se creó un dispositivo conceptual que tenía el objetivo de servir de explicación central al desarrollo económico, se trata de la relación ahorro-inversión. Detrás de este dispositivo conceptual hay un largo recorrido teórico al interior del discurso de la economía.
En efecto, en primer lugar había que reconocer que al interior de las sociedades se producen fenómenos que por su complejidad rebasan la simple comprensión de la actividad y cálculo económico de una sola persona. Es decir, el comportamiento económico de un individuo aislado no necesariamente genera un marco heurístico para comprender el comportamiento económico de toda la sociedad, como lo había creído el discurso económico desde el siglo XIX hasta mediados del siglo XX.
En otros términos, las sociedades generaban fenómenos económicos complejos que determinaban el comportamiento de los individuos. La economía clásica pensaba las cosas al revés. Consideraba que si comprendía el comportamiento y la racionalidad económica de una sola persona podía comprender la racionalidad de todo el sistema. Este abuso conceptual tiene un nombre preciso en la teoría económica, se denomina: homo economicus (hombre económico) y sirve de sustento a la moderna a la teoría del consumidor.
Hay que indicar, sin embargo, que existieron voces al interior del discurso económico que cuestionaron duramente este abuso conceptual de creer que tal como es el homo económicus es todo el sistema. Se puede mencionar a Carlos Marx que decía al respecto que se trata de “robinsonadas” de la “economía vulgar” (son sus términos), o el caso del economista americano Thorstein Veblen quien fue uno de los primeros en señalar la importancia de las instituciones y los comportamientos no económicos, entre otros críticos.
Se tuvo que esperar hasta el primer tercio del siglo XX, cuando el economista inglés John M. Keynes publicó su libro “Teoría General de la Ocupación, el interés y el dinero” (1936), para salir de ese estrecho corsé teórico del homo economicus y la economía pueda, finalmente, apreciar la complejidad de los procesos económicos como procesos sociales, es decir, agregados (o globales como le gustaba decir a Keynes).
Es solamente desde esta visión que recupera la visión global y social de la economía que puede entenderse a la economía como una totalidad en la cual el todo es más que la suma de las partes. En esta nueva visión que supera la estrecha y limitada concepción de un homo economicus, se pueden comprender los fenómenos económicos del consumo, el ahorro, la inversión, el ingreso y el empleo.
Estos procesos de consumo, ahorro, inversión, empleo, entre otros, parecen fenómenos individuales pero en realidad obedecen a estructuras y lógicas sociales. El empleo no es una responsabilidad individual sino social. La inversión no es solamente una decisión de un empresario sino la suma y la consecuencia de procesos sociales. El ingreso no es un asunto de una persona sino una consecuencia de decisiones de toda la sociedad. Si un conjunto de personas no tienen ingresos porque no tienen empleo, no es un problema que les atañe a ellos sino al conjunto de la sociedad y deben ser resueltos por ésta. El desempleo debe verse como una responsabilidad social y no como un problema personal.
Esta visión se la debemos a Keynes, por ello a las políticas económicas que buscan resolver los problemas de desempleo, la falta de ingresos y la carencia en el consumo se conocen como políticas keynesianas. No toda intervención del Estado en la economía releva del keynesianismo. Hay intervenciones del Estado hechas más para proteger intereses corporativos que intereses sociales, como fue el caso de la intervención del Estado americano y europeo en la crisis financiera a fines de la primera década del 2000.
Ahora bien, es desde esta visión global y como procesos sociales que hay que visualizar al empleo, al ahorro y al consumo. De hecho se denominan funciones porque están interrelacionadas entre sí, generan efectos multiplicadores y tienen un alcance global (se habla de consumo nacional, ingreso nacional, ahorro nacional, etc.).
Es desde esta visión, más compleja y más elaborada que la tradicional teoría económica del consumidor, que la teoría del desarrollo económico vinculaba el ahorro nacional con la inversión nacional como explicación determinante y fundamental para el desarrollo. Si una sociedad o un país tenían problemas de desarrollo era porque sus niveles de ahorro interno eran escasos lo que determinaba magros resultados de inversión. Con una inversión global mínima, el empleo resultante era también mínimo.
En consecuencia, esa sociedad debía resolver ese impasse entre el ahorro nacional y la inversión. Existía ahí un entrampamiento en virtud de la cual una sociedad no podía salir de sus bajos niveles de ahorro justamente porque era pobre y subdesarrollada (o estaba en vías de desarrollo), de ahí que tenía que resolver de manera previa una serie de condiciones, entre ellas tenía que resolver la principal trampa para el desarrollo que se había ubicado en la relación entre un sector moderno y un sector tradicional. El primero generalmente estaba en la industria y en el sector urbano, mientras que el segundo estaba en la agricultura y en el sector rural.
Había, entonces, que modernizar la agricultura como condición previa para modernizar la economía y posibilitar el despegue (take-off) económico. Hasta ahí, con múltiples variantes, matices, posiciones, críticas y debates, la teoría tradicional del desarrollo económico, había identificado de manera analítica la relación entre inversión y desarrollo económico.
Ahora bien, en este esquema analítico la carencia de ahorro interno se compensaba con ahorro externo (deuda externa para el desarrollo), y las deficiencias tecnológicas de ciertos sectores industriales y modernos se complementaban con inversión extranjera directa. Esta última tenía que ser cuidadosamente regulada, controlada y administrada, y siempre se la había considerado como provisional y complementaria a la inversión nacional.
Es decir, un país permitía la inversión extranjera directa en sectores determinados, porque necesitaba de tecnología, capitales, o la capacidad de generar impulsos y señales para un determinado sector económico. No existía, en esta visión, una apertura total a la inversión extranjera porque se la consideraba más una amenaza que una oportunidad. Y era una amenaza porque la inversión extranjera erosionaba el ahorro nacional al transferir sus utilidades por fuera de la economía nacional, y tomaba decisiones por fuera de la planificación selectiva de la liquidez, la producción, la inversión y el empleo. La inversión extranjera directa podía desestructurar de manera grave la planificación al largo plazo, al tiempo que provocaba una presión en la balanza de pagos por la vía del envío de sus transferencias hacia la casa matriz que generaban incertidumbre en los tipos de cambio. Esa transferencia producía una fuga, por decirlo de alguna manera, de recursos financieros y monetarios que eran fundamentales en la relación ahorro-inversión para el desarrollo económico.
De ahí que los países hayan visto con recelo y suspicacia a la inversión extranjera directa y la hayan controlado de manera estricta. Hay que recordar a este tenor la Decisión 24 de la Junta del Acuerdo de Cartagena (Pacto Andino) que controlaba de manera rigurosa a la inversión extranjera directa. En esta etapa del capitalismo, la inversión extranjera directa no tenía la libertad de diseñar en función de sus conveniencias la geografía económica del mundo.
Derivados financieros, economía de casino e inversión extranjera directa
Empero, los tiempos cambian y el capitalismo también. Aquel capitalismo que al menos se daba el trabajo de explotar a los obreros al parecer, y en las regiones y países de mayor avance y consolidación del capitalismo, ha cedido el paso al capitalismo de especulación. Ahora lo más importante de la producción mundial se realiza en la periferia del capitalismo. En regiones en donde existe abundante mano de obra, barata y totalmente flexible, como es el sudeste asiático, la India o la China, y la explotación al trabajo puede llevarse a los niveles que existían en el siglo XVIII. En EEUU, Europa o Japón, el verdadero negocio no está tanto en producir sino en especular sobre esa producción.
El capitalismo de especulación ha creado al respecto una de la innovaciones más importantes de toda su vida: los productos financieros derivados. Se trata de un mecanismo financiero que permite el apalancamiento especulativo de cualquier activo, situación o incluso expectativa, sin medida o límite alguno. Los productos derivados permiten que el capitalismo pueda especular incluso con sus propios sueños. En el año 2002, el inversionista de Wall Street, Warren Buffet afirmó que los derivados son: “armas financieras de destrucción masiva, que conllevan peligros importantes que, siendo hoy importantes, serán potencialmente letales”. La crisis de las hipotecas subprime del año 2007 le daría finalmente la razón.
Los productos derivados, en especial gracias a las fórmulas de Merton y Black-Scholes, de 1973, (Robert Merton y Myron Scholes ganarían el premio Nobel de Economía en 1997, precisamente por haber creado el esquema matemático-financiero que permite dar valor a los productos derivados), no tienen ningún límite que no sea la imaginación humana. Posibilitan una especulación tan frenética, tan intensa, tan pregnante, que necesitan de un espacio propio libre de toda regulación, control, supervisión. Un espacio en el cual sean sus propias reglas la normativa que les abra la puerta a sus propias necesidades.
Ese espacio se denomina Mercado de Transacciones Sobre el Mostrador (Over The Counter, u OTC’s). Fue creado, entre otros, por las bancas de inversión, entre ellas Goldman Sachs, y tuvo el apoyo de importantes personajes como fue el caso de Alan Greespan, ex director de la Reserva Federal Americana (FED). En el primer semestre del año 2010, el Banco de Pagos Internacionales (BIS por sus siglas en inglés), que es la institución pública que trata de seguir y estudiar a estos mercados financieros, determinó un volumen de transacciones de alrededor de 615 trillones de dólares en los mercados de derivados en los OTC’s, una cantidad que excede, cabe indicarlo, en diez veces la producción mundial en bienes y servicios.
En los mismos años en los que empezaron las primeras transacciones sobre productos derivados en los mercados sobre el mostrador (1994-1995) se creaba la Organización Mundial de Comercio, OMC, y se sancionaban nuevas dinámicas en el capitalismo orientadas a fortalecer, proteger y consolidar la especulación financiera.
Es justamente en ese periodo, que la OMC determina a la inversión extranjera directa y al inversionista extranjero como los sujetos fundamentales que las leyes y la jurisdicción de los Estados deberán ahora respetar incluso al costo de su propia normativa.
Esta indicación es importante porque permite comprender una transición clave al interior del capitalismo: aquella de la regulación del sistema por los mercados financieros internacionales. La apelación al inversionista extranjero y a la inversión extranjera como figura de derecho internacional, y su correlato en la seguridad jurídica y en el Estado de derecho, hechas por la OMC, están en línea directa con las necesidades del capitalismo de especulación y con las necesidades de los operadores de la especulación mundial, por una razón evidente: la demanda de protección jurídica a la inversión extranjera directa sancionaba los procesos de privatización del Estado que se hicieron en los años ochenta y noventa y garantizaba los derechos de propiedad privada sobre una propiedad que antes fue pública y que fue transferida al sector privado en procesos muchas veces corruptos.
El reconocimiento de esos derechos de propiedad individual eran fundamentales para garantizar la especulación financiera que cada vez era más importante. Los derechos de propiedad claramente definidos, a la larga sirven de colateral y cable a tierra de la especulación financiera mundial. Los derivados financieros se apalancaban en el sector real de la economía y en los fondos de pensiones privatizados (fondos de seguridad social, infraestructura eléctrica, de transportes, actividades hidrocarburíferas, sector de la salud y medicinas, etc.), como garantes de su propio apalancamiento especulativo.
Los derivados financieros no habrían tenido el desarrollo que adquirieron si no mediaba la privatización de la esfera pública y si esa privatización no habría sido conectada a la especulación mundial. Este conector se llama: derechos de propiedad. El concepto económico que le sirve de cobertura y coartada se llama costos de transacción y es la clave de la economía de la información. Los derechos de propiedad claramente establecidos determinan el nivel de seguridad jurídica de un Estado. Un Estado que estructura su andamiaje jurídico en función de los derechos de propiedad se llama Estado de derecho.
Es desde esta dinámica que ahora hay que comprender al inversionista y a la inversión extranjera directa. Ahora son ellos quienes sancionan el empleo, la inversión, el ingreso, el consumo de una sociedad. Su capacidad de regular y arbitrar sobre decisiones sociales es tan grande que pueden poner de rodillas a un Estado cualquiera. La inversión extranjera directa, en consecuencia, sanciona una de los procesos más importantes del capitalismo tardío, aquel de su transición hacia la especulación financiera y la economía de casino.
La seguridad jurídica y la privatización del derecho
Ahora bien, la inversión extranjera directa y su correlato del inversionista extranjero, ameritan cambios importantes en las leyes, en las regulaciones y en el discurso de la economía. Su principal demanda es la “seguridad jurídica”. El Estado de Bienestar no puede garantizar la seguridad jurídica que demandan los inversionistas para su inversión, porque su construcción institucional de alguna manera ha fortalecido los mecanismos democráticos de la sociedad, sobre todo porque considera a la economía más como un medio que como un fin. De ahí la presión por desmontar al Estado de Bienestar, y una de las formas de desmontarlo está, precisamente, en la reciente utilización del déficit fiscal, pero esa es otra historia.
En el caso de América Latina, los procesos de industrialización también implicaron la creación de una estructura jurídica e institucional que garantizaba la inversión nacional y la vinculaban a la relación ahorro-inversión. Es decir, ese ámbito de una justicia desvinculada de una jurisdicción nacional y que pueda garantizar la seguridad jurídica, hasta las reformas neoliberales de los años ochenta, no existía.
En el ámbito jurídico la noción de inversión extranjera directa y de inversionista extranjero abre el espacio para un locus de normatividad por fuera de los Estados que tiene capacidad coercitiva y un rango igual que el Estado. Es decir, implica la privatización de la justicia y de las leyes internacionales, y la reducción del ámbito de la soberanía política de los Estados a las decisiones de los mercados financieros.
Puede parecer una exageración pero ésa fue la intención de la OCDE cuando intentó aprobar el Acuerdo Multilateral de Inversiones, AMI, en el año 1998. No obstante, aquellos puntos del AMI que hacían referencia al inversionista extranjero y a la inversión extranjera directa, se trasladarían punto por punto a los Acuerdos y Tratados de Libre Comercio que EEUU y la Unión Europea suscribirían con varios países a partir de esa fecha.
De igual manera, la OMC va a crear esos espacios de desregulación jurídica en los denominados Tribunales de Conciliación y Arbitraje para asuntos relativos a inversiones. Quizá el más conocido de ellos sea el Tribunal de Conciliación y Arbitraje del Banco Mundial, el CIADI.
La creación de un espacio de justicia y regulación normativa por fuera de los espacios jurídicos de cualquier Estado es correlativa con el avance y profundización de las derivas especulativas del capitalismo.
En este locus el pivote central que estructura, define y regula las relaciones de poder en el ámbito jurídico es, precisamente, el inversionista. El inversionista puede demandar a un Estado si considera que las políticas públicas de éste han perjudicado su inversión o sus expectativas de rentabilidad. No hay Estado en el mundo que pueda defenderse de las demandas de los inversionistas apelando a las tradicionales nociones de soberanía política.
La soberanía política del Estado-nación, en el capitalismo tardío, es una reliquia del pasado. La prueba está, justamente, en la figura jurídica del inversionista y en los tribunales de conciliación y arbitraje como espacios desregulados y privatizados de justicia y normatividad.
La convergencia normativa: criminalización social y seguridad jurídica
Ahora bien, es necesario que los Estados reconozcan ese estatuto especial que tiene el inversionista y que tiene la inversión extranjera. De una u otra forma, los Estados están obligados a articular su legislación interna y sus normas de tal manera que éstas se pongan en función de las necesidades y prerrogativas del inversionista y de la inversión extranjera.
Este proceso se denomina convergencia normativa y su expresión mayor está en el reconocimiento que hacen los Estados a la seguridad jurídica para el inversionista y sus inversiones. Los Estados están obligados a reconocer ese estatuto supranacional y por fuera de toda regulación interna que tiene el inversionista y la inversión extranjera. Cuando un Estado reconoce la seguridad jurídica del inversionista en el ámbito contractual (o Constitucional), se convierte en Estado de derecho.
No obstante, la construcción del Estado de derecho tiene su lado numinoso, y hace referencia al hecho de que a medida que los inversionistas ganan espacios de reconocimiento jurídico, la sociedad y los ciudadanos los pierden.
La seguridad jurídica implica necesariamente la criminalización social. Se trata de una conclusión lógica porque los inversionistas van a reclamar derechos de propiedad que muchas veces atentan y lesionan incluso a los derechos humanos. Muy rara vez los negocios van de la mano de los derechos humanos. El horizonte de rentabilidad excluye cualquier consideración ética a nombre de la eficiencia mercantil.
Cuando la sociedad reclama por los derechos humanos lesionados por la eficiencia mercantil, los inversionistas acuden al expediente de acusar al Estado de falta de garantías jurídicas para la inversión, y en virtud de que las decisiones de los inversionistas implican los niveles de inversión, empleo, consumo, ingresos de toda la sociedad, los gobiernos generalmente dan razón a los inversionistas en contra de la sociedad.
De ahí que cualquier situación que amenace a los derechos de propiedad de los inversionistas amerite duras respuestas por parte de los gobiernos que no dudan en poner todo el poder legítimo de la violencia en beneficio exclusivo de los inversionistas y sus inversiones.
Quienes reclaman por sus derechos humanos, sociales y colectivos lesionados por los derechos de propiedad de los inversionistas, generalmente son perseguidos e incluso criminalizados, muchas veces bajo el expediente del terrorismo. Muchos líderes sociales que han defendido sus territorios ancestrales de la depredación y del abuso de los inversionistas extranjeros, sobre todo en el caso de las industrias extractivas, han sido criminalizados por sus respectivos Estados y acusados de sedición y terrorismo. Muchos dirigentes laborales que han confrontado la sobreexplotación de la cual son víctimas, han sido víctimas de secuestros, asesinatos, persecuciones, criminalización por parte de estos inversionistas extranjeros, con la complicidad del Estado de derecho.
La conclusión parece evidente: a mayor seguridad jurídica mayor criminalización social. De esta manera, el Estado de derecho, en realidad, es el Estado de criminalización social. Esto que parece ser tanto una exageración cuanto una antinomia se ejemplifica de manera evidente cuando se recorre el camino de las inversiones extranjeras y se constata que junto a éstas hay una estela de conflictos sociales, represión gubernamental y criminalización social: de los femicidios de Ciudad Juárez a la sobreexplotación laboral en las fábricas chinas media la presencia del inversionista y la inversión extranjera como factótum de su propia violencia.
Empero, el Estado de derecho es más peligroso aún para los derechos humanos, sociales y colectivos, porque abre un espacio transnacionalizado de coerción hecho en función específica de los derechos de propiedad y legitimado por fuera del Estado.
Los inversionistas han construido un locus de soberanía jurídica que rebasa la soberanía política de los Estados y, en tal virtud, pueden ejercer la capacidad coercitiva que permite el derecho y las leyes en beneficio propio y sin ninguna consideración social ni ética.
Los acuerdos que se discuten en la OMC a propósito de los derechos de propiedad intelectual (Anti-Counterfeiting Trade Agreement, ACTA por sus siglas en inglés), les otorgan a los inversionistas una capacidad coercitiva a nivel internacional y un peso jurídico que no tiene ni siquiera la Corte Penal Internacional. El Acuerdo ACTA, de suscribirse tal cual lo está discutiendo la OMC, le da la posibilidad al inversionista de revisar y controlar el comercio mundial, sin la necesidad de permisos estatales y bajo la cobertura de luchar contra la falsificación de los derechos de propiedad intelectual.
Pero no solo les da el control sobre el comercio mundial sino también capacidades coercitivas que generalmente son prerrogativas de los Estados-nación. Tanto los Acuerdos de Libre Comercio, como el ACTA, o los Tribunales de Conciliación y Arbitraje para asuntos relativos a inversiones, dan cuenta de que en la hora actual, el Estado de derecho es el principal enemigo de la democracia, de los derechos humanos, sociales y colectivos, y de la sociedad en general. La conclusión parece contradictoria pero no por ello menos real: a más Estado de derecho, menos democracia y menos garantía para los derechos humanos y colectivos.
La colonización epistemológica
Otro cambio importante y que hace referencia a la conformación del inversionista y de la inversión extranjera no solo como sujetos propios de derecho y como actores de la gobernanza mundial, está en los cambios suscitados en la teoría económica que ahora articula sus marcos teóricos y explicativos en función, precisamente, del inversionista y de la inversión extranjera.
Mientras que en la teoría del desarrollo el crecimiento económico dependía de la relación ahorro-inversión, ahora el crecimiento económico depende de forma exclusiva de la inversión extranjera directa y, en consecuencia, de la seguridad jurídica, de la estabilidad macroeconómica, de la disciplina fiscal, de la convergencia jurídica.
No se menciona más la relación ahorro-inversión como parte de la estrategia de crecimiento económico. Es más, en la jerga de los economistas neoliberales (que al momento son la mayoría), ya no hay países en vías de desarrollo, sino “mercados emergentes”.
En los documentos oficiales el concepto de mercados emergentes sirve para denominar a aquellos que antes estaban en vías de desarrollo. Los países que no alcanzan a emerger son puestos en la lista negra de Estados parias (también se los ha denominado como Estados fallidos). Es decir, excluidos de la globalización, de los flujos de capital y, en consecuencia, de la inversión extranjera directa, y susceptibles de ser invadidos y ocupados militarmente.
Esta transición conceptual desaloja de la teoría todo aquello que haga referencia a la sociedad y a las complejidades que la definen y estructuran. Es un retorno a la idea de que el sistema económico es la trasposición al ámbito social del comportamiento egoísta y maximizador del homo economicus.
De esta manera, ahora el desempleo no es un problema social sino una cuestión individual. El desempleo que existe no tiene nada que ver con el capitalismo sino con las preferencias racionales de consumidores que pueden adecuar de forma racional sus expectativas, habida cuenta de que los mercados generan información a través del sistema de precios.
En otros términos, el desempleo es culpa de las personas que no quieren aceptar el trabajo existente porque, supuestamente, no están de acuerdo con el nivel de remuneraciones que se les ofrece. Ha desaparecido, en consecuencia, toda referencia a la sociedad y ésta se convierte en el campo de batalla de personas egoístas y racionales. En esta sociedad en donde los egoísmos pueden desgarrar de manera radical el tejido social, el mercado actúa como articulador y armonizador de esos egoísmos. Es una especie de bálsamo que cura ese desgarre casi natural producido por la confrontación de intereses contradictorios.
Es por ello, que la teoría económica no hace referencia a procesos globales ni sociales. Ahora, el desarrollo no es obra de una sociedad que articule de manera coherente sus decisiones de ahorro-inversión, sino más bien de las garantías que esta sociedad pueda ofrecer a la inversión extranjera y a la apertura a los mercados mundiales.
Si hay seguridad jurídica, si existe disciplina fiscal, si los Estados están armonizando sus leyes internas con las disposiciones de la OMC, en virtud de la convergencia normativa, si hay apertura para la libre circulación de capitales, y si los derechos de propiedad están los suficientemente claros para que no generen costos de transacción al sistema, entonces esa economía puede emerger en la globalización y crecer económicamente, y a medida que crece en términos económicos puede resolver sus problemas de pobreza, desempleo, desinversión, etc.
Esta colonización teórica empezó en la década de los años ochenta de la mano del FMI y se ha consolidado al punto de convertirse casi en un tópico: para crecer se necesita inversión y ésta, por definición, viene de fuera. El inversionista se convierte en la condición de posibilidad para el empleo, la producción, la inversión, el consumo, etc. Sus decisiones definen las posibilidades de las sociedades. La relación ahorro-inversión no tendría nada que ver con la ideología neoliberal de la seguridad jurídica, la inversión extranjera directa, la flexibilización de los mercados, la desregulación social, la apertura comercial y la convergencia normativa.
Para que la inversión no se asuste y no huya de un país o región determinadas y esto provoque recesión, crisis y desempleo, es necesario no hacer ruido con leyes laborales, exigencias ambientales, requerimientos éticos, obligaciones fiscales o demandas en derechos humanos. Tampoco hay que generar señales de indisciplina fiscal con gasto público en salud, educación o bienestar social. Es mejor quedarse callados cuando la inversión extranjera desmantela los países, cuando hunde en la miseria a vastos conglomerados humanos, cuando irrespeta los derechos humanos, cuando destruye la naturaleza, cuando fractura las sociedades y las sume en la violencia y la desintegración total. Tal es la distopía inherente del Estado de derecho y la pretensión final de los inversionistas extranjeros.
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