La crisis, América Latina y Obama
12/11/2008
- Opinión
La elección de Barak Obama a la presidencia de Estados Unidos ha sido vista en América Latina con justificado alivio después de los ocho nefastos años de George W. Bush. Sin embargo, si es erróneo subestimar el acontecimiento, también lo es abrigar expectativas infundadas respecto a lo que nuestra región puede esperar de su administración. Aunque cabe suponer un cambio favorable en el estilo y formas de relación de Washington con lo que considera su patio trasero, Obama defenderá los intereses globales del imperio y únicamente sus políticas concretas permitirán juzgarlo.
Es probable que en los primeros meses de su gestión clausure el campo de concentración instalado en la base naval de Guantánamo, sustituya la actitud gansteril de su antecesor en el trato hacia sus vecinos del sur por una más diplomática, suprima las restricciones a los viajes y remesas a Cuba de los emigrantes de ese origen y derogue al menos una parte de las innumerables disposiciones ejecutivas violatorias de las libertades individuales y los derechos humanos instauradas por aquel. Con ello crearía un ambiente más distendido en el hemisferio.
Sin embargo, no hay señal alguna de que el nuevo inquilino de la Casa Blanca se proponga derogar el Plan Colombia y demás instrumentos similares, disolver la IV Flota, desmantelar sus bases militares al sur del río Bravo, abrogar los leoninos tratados de libre comercio o poner fin a las acciones desestabilizadoras contra Cuba, Venezuela, Bolivia y Ecuador. En ningún momento ha hablado de levantar incondicionalmente el genocida bloqueo a Cuba, aunque cabría esperar graduales pasos en esa dirección dada la debacle económica y crisis de hegemonía que sufre Washington, la clamorosa oposición a la medida en casa y en el mundo y el alto costo político que le acarrea.
En síntesis, por más relevante que sea el resultado de una elección presidencial en la potencia del norte no puede modificar la esencia estructural de su relación con América Latina centrada en la dependencia y sujeción de nuestras economías y sociedades a su sistema imperialista de dominación económica, política, cultural, militar y geoestratégica. Transformar el carácter de este vínculo depende fundamentalmente de la lucha de nuestros pueblos, como lo demuestra su larga y singular historia de resistencia frente al expolio colonial y neocolonial. Así lo confirman la prolongada batalla de Cuba por la emancipación nacional y el socialismo y también la alentadora brega latinoamericana de las últimas décadas contra las políticas neoliberales, por su independencia, integración y unidad.
Sin embargo, el dramático correlato social que traerá para América Latina y el Caribe la crisis económica internacional podría atenuarse e incluso transformarse en oportunidad de consolidar y profundizar su integración. Depende de que sea encarada por sus movimientos populares y gobiernos más independientes en estrecha unión y enérgicamente, con inteligencia y altura de miras, capaces de contrarrestar las presiones y engañosas ofertas que recibirán del norte para dividirlos. Nada favorable pueden esperar de la reunión del G20 convocada por Bush para los próximos días, si es que logra algún acuerdo sustantivo.
Los pueblos latinocaribeños son pobres en una región del mundo rica como pocas en recursos naturales, diversidad cultural, tradiciones de lucha y empeños comunes. Es la dependencia lo que ha impedido el disfrute por las mayorías de esos bienes pero la crisis capitalista propicia avanzar hacia su ruptura. De allí la urgencia de desplegar nuevas y más audaces iniciativas de intercambio y complementación económica regional sobre bases solidarias y de lanzar por fin el Banco del Sur pues la independencia financiera es crucial para lograr una exitosa respuesta nuestroamericana a la crisis.
El gobierno de Obama tendrá que concentrar su atención en la grave situación económica doméstica y dos guerras coloniales que están entre sus causas principales. Un frente común latinocaribeño puede contribuir mucho a forjar un nuevo tipo de relación, más justa y equitativa, con el vecino del norte y al equilibrio internacional que tanto necesita hoy nuestro sufrido planeta.
Es probable que en los primeros meses de su gestión clausure el campo de concentración instalado en la base naval de Guantánamo, sustituya la actitud gansteril de su antecesor en el trato hacia sus vecinos del sur por una más diplomática, suprima las restricciones a los viajes y remesas a Cuba de los emigrantes de ese origen y derogue al menos una parte de las innumerables disposiciones ejecutivas violatorias de las libertades individuales y los derechos humanos instauradas por aquel. Con ello crearía un ambiente más distendido en el hemisferio.
Sin embargo, no hay señal alguna de que el nuevo inquilino de la Casa Blanca se proponga derogar el Plan Colombia y demás instrumentos similares, disolver la IV Flota, desmantelar sus bases militares al sur del río Bravo, abrogar los leoninos tratados de libre comercio o poner fin a las acciones desestabilizadoras contra Cuba, Venezuela, Bolivia y Ecuador. En ningún momento ha hablado de levantar incondicionalmente el genocida bloqueo a Cuba, aunque cabría esperar graduales pasos en esa dirección dada la debacle económica y crisis de hegemonía que sufre Washington, la clamorosa oposición a la medida en casa y en el mundo y el alto costo político que le acarrea.
En síntesis, por más relevante que sea el resultado de una elección presidencial en la potencia del norte no puede modificar la esencia estructural de su relación con América Latina centrada en la dependencia y sujeción de nuestras economías y sociedades a su sistema imperialista de dominación económica, política, cultural, militar y geoestratégica. Transformar el carácter de este vínculo depende fundamentalmente de la lucha de nuestros pueblos, como lo demuestra su larga y singular historia de resistencia frente al expolio colonial y neocolonial. Así lo confirman la prolongada batalla de Cuba por la emancipación nacional y el socialismo y también la alentadora brega latinoamericana de las últimas décadas contra las políticas neoliberales, por su independencia, integración y unidad.
Sin embargo, el dramático correlato social que traerá para América Latina y el Caribe la crisis económica internacional podría atenuarse e incluso transformarse en oportunidad de consolidar y profundizar su integración. Depende de que sea encarada por sus movimientos populares y gobiernos más independientes en estrecha unión y enérgicamente, con inteligencia y altura de miras, capaces de contrarrestar las presiones y engañosas ofertas que recibirán del norte para dividirlos. Nada favorable pueden esperar de la reunión del G20 convocada por Bush para los próximos días, si es que logra algún acuerdo sustantivo.
Los pueblos latinocaribeños son pobres en una región del mundo rica como pocas en recursos naturales, diversidad cultural, tradiciones de lucha y empeños comunes. Es la dependencia lo que ha impedido el disfrute por las mayorías de esos bienes pero la crisis capitalista propicia avanzar hacia su ruptura. De allí la urgencia de desplegar nuevas y más audaces iniciativas de intercambio y complementación económica regional sobre bases solidarias y de lanzar por fin el Banco del Sur pues la independencia financiera es crucial para lograr una exitosa respuesta nuestroamericana a la crisis.
El gobierno de Obama tendrá que concentrar su atención en la grave situación económica doméstica y dos guerras coloniales que están entre sus causas principales. Un frente común latinocaribeño puede contribuir mucho a forjar un nuevo tipo de relación, más justa y equitativa, con el vecino del norte y al equilibrio internacional que tanto necesita hoy nuestro sufrido planeta.
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