La crisis es también oportunidad
08/10/2008
- Opinión
El sistema financiero internacional se desploma sin remedio y arrastra al mundo a una gravísima tragedia económica y social. El plan Paulson/Bush rescata a los grandes banqueros y especuladores, ahonda las raíces del problema y hará más calamitosa la vida de los estadunidenses, ya endeudados hasta el cuello y empujados al mayor desamparo. Entre las causas de la debacle apenas se mencionan las guerras de rapiña en Irak y Afganistán, el gasto bélico y el consumismo desenfrenados que, como hemos reiterado en este espacio, hundirían la economía de Estados Unidos. Es indudable la incidencia del megafraude inmobiliario en el desenlace, pero visto en perspectiva no fue más que su detonador pues el fenómeno lleva décadas incubándose desde que Richard Nixon, ante el insoportable costo de la agresión a Vietnam, desligó el dólar del patrón oro y abrió la llave a la inundación del planeta por el dólar chatarra que ha terminado por ahogar su economía.
A ambos lados del Atlántico, quienes exaltaban el libre mercado y el enflaquecimiento del Estado como fórmula única de prosperidad, de un día para otro justifican su intervención sin precedente contra el desastre ocasionado por aquel, y sin que nadie les crea argumentan la necesidad de la regulación y la transparencia. En Alemania el ministro de economía anuncia el fin de Estados Unidos como potencia financiera y en la prensa especializada inglesa se vaticina la desintegración del andamiaje financiero del orbe. Los directivos del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, cuyas recetas cimentaron la crisis, anuncian un largo periodo de estancamiento económico y alza inflacionaria, “especialmente en los países pobres”. Un rapto de esquizofrenia invade los centros de poder del “primer mundo”. Lo que esconde en el fondo es perplejidad y pánico ante un desbarajuste de consecuencias y proporciones que saben mayúsculas y no tienen ni idea de cómo remediar.
No es para menos aunque no ha sido por falta de advertencias. Economistas marxistas y no marxistas y estadistas revolucionarios como Fidel Castro han pronosticado hace tiempo esta hecatombe pero estudiosos dentro del establishment también dispararon las alarmas. Habría bastado que los señores del dinero reflexionaran sobre las alertas del premio Nobel Joseph Stiglitz o de Paul Krugman en The New York Times. El manejo de la crisis, sin embargo, está en manos de los mismos fundamentalistas del mercado que la ocasionaron y sus soluciones reiteran la codicia que la origina.
El capitalismo expuso desde el siglo XIX síntomas dramáticos de su naturaleza destructiva e insostenible, comprobada con las guerras mundiales y la Gran Depresión de 1929. A tal grado que los estadistas e ideólogos burgueses llegaron a abjurar del liberalismo económico. Así lo sugerían el New Deal de Franklyn Roosevelt y el propio intervencionismo estatal en la Alemania nazi. La edad de oro, el más largo y deslumbrante periodo de expansión económica del capitalismo, que se extendió desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta los setentas del siglo XX, se logró a contrapelo del liberalismo, aunque a expensas de acentuar el saqueo y la opresión del tercer mundo.
Pero bajo el gobierno de Ronald Reagan se aceleró la demolición, iniciada por Nixon, del pacto económico posterior a la Segunda Guerra Mundial y florecieron las políticas (neo)liberales, caracterizadas por la vorágine especulativa y el flujo internacional incontrolado de capitales ficticios, continuados con William Clinton y llevados al paroxismo por W. Bush con la proliferación de las hipotecas basura y los “derivados”, que han implosionado las finanzas internacionales.
La crisis capitalista no es sólo financiera. También alimentaria, energética y medioambiental, que pone a la humanidad a las puertas de las peores calamidades que haya sufrido. Grandes cambios económicos y geopolíticos se avecinan, que si existe rumbo y espíritu de cooperación podrían ser benéficos a la postre.
Si América Latina y el Caribe se unen e integran solidariamente pueden dar el ejemplo y la inédita Cumbre de jefes de Estado a celebrarse en Brasil en diciembre próximo les abre la oportunidad.
A ambos lados del Atlántico, quienes exaltaban el libre mercado y el enflaquecimiento del Estado como fórmula única de prosperidad, de un día para otro justifican su intervención sin precedente contra el desastre ocasionado por aquel, y sin que nadie les crea argumentan la necesidad de la regulación y la transparencia. En Alemania el ministro de economía anuncia el fin de Estados Unidos como potencia financiera y en la prensa especializada inglesa se vaticina la desintegración del andamiaje financiero del orbe. Los directivos del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, cuyas recetas cimentaron la crisis, anuncian un largo periodo de estancamiento económico y alza inflacionaria, “especialmente en los países pobres”. Un rapto de esquizofrenia invade los centros de poder del “primer mundo”. Lo que esconde en el fondo es perplejidad y pánico ante un desbarajuste de consecuencias y proporciones que saben mayúsculas y no tienen ni idea de cómo remediar.
No es para menos aunque no ha sido por falta de advertencias. Economistas marxistas y no marxistas y estadistas revolucionarios como Fidel Castro han pronosticado hace tiempo esta hecatombe pero estudiosos dentro del establishment también dispararon las alarmas. Habría bastado que los señores del dinero reflexionaran sobre las alertas del premio Nobel Joseph Stiglitz o de Paul Krugman en The New York Times. El manejo de la crisis, sin embargo, está en manos de los mismos fundamentalistas del mercado que la ocasionaron y sus soluciones reiteran la codicia que la origina.
El capitalismo expuso desde el siglo XIX síntomas dramáticos de su naturaleza destructiva e insostenible, comprobada con las guerras mundiales y la Gran Depresión de 1929. A tal grado que los estadistas e ideólogos burgueses llegaron a abjurar del liberalismo económico. Así lo sugerían el New Deal de Franklyn Roosevelt y el propio intervencionismo estatal en la Alemania nazi. La edad de oro, el más largo y deslumbrante periodo de expansión económica del capitalismo, que se extendió desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta los setentas del siglo XX, se logró a contrapelo del liberalismo, aunque a expensas de acentuar el saqueo y la opresión del tercer mundo.
Pero bajo el gobierno de Ronald Reagan se aceleró la demolición, iniciada por Nixon, del pacto económico posterior a la Segunda Guerra Mundial y florecieron las políticas (neo)liberales, caracterizadas por la vorágine especulativa y el flujo internacional incontrolado de capitales ficticios, continuados con William Clinton y llevados al paroxismo por W. Bush con la proliferación de las hipotecas basura y los “derivados”, que han implosionado las finanzas internacionales.
La crisis capitalista no es sólo financiera. También alimentaria, energética y medioambiental, que pone a la humanidad a las puertas de las peores calamidades que haya sufrido. Grandes cambios económicos y geopolíticos se avecinan, que si existe rumbo y espíritu de cooperación podrían ser benéficos a la postre.
Si América Latina y el Caribe se unen e integran solidariamente pueden dar el ejemplo y la inédita Cumbre de jefes de Estado a celebrarse en Brasil en diciembre próximo les abre la oportunidad.
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