Carta a Ignacio Ellacuría

Un empujón de humanización

25/10/2007
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San Salvador (El Salvador).

Querido Ellacu: Varias cosas han ocurrido este año, que me recuerdan cuando ustedes estaban aquí. Te hablaré de dos de ellas, que ayudarán en estos días de aniversario.

En 1979 fue Puebla y este año ha sido Aparecida. Resultó mejor de lo que se esperaba, y no cerró puertas. Queda por ver si nosotros pasamos de largo, sin entrar en el edificio, o si, con lucidez y compromiso, las abrimos de par en par. Buena falta hará para sacar adelante a esta nuestra Iglesia, en medio de la civilización de la riqueza imperante que ahoga el espíritu.

El tema elegido fue bueno: ser seguidores de Jesús con la misión de anunciar al Dios bueno y transformar este mundo injusto y mentiroso en un mundo de justicia y verdad. Es la segunda semana de los Ejercicios de san Ignacio, de la que tanto nos hablaste. Y aunque siempre asustan los costos, el seguimiento y trabajar por el reino de Dios siempre generan ilusión, que no abunda.

El manoseo final del documento fue una verdadera lástima. En alguna curia, sin el conocimiento de los obispos que lo aprobaron, se retocó el texto, sobre todo cuando habla de las comunidades de base. Bien decías tú que lo más importante de éstas es que son de base. Pero, por esa misma razón, son también lo más conflictivo. Se ve que todavía no sabemos qué hacer con la base, cuando los pobres se juntan para vivir, trabajar y creer, para liberarse y liberar. La democracia no es el fuerte de la Iglesia, se dirá. Pero nos debiéramos esmerar en la transparencia del evangelio y en la humildad para reconocer errores.

Y tampoco apareció en el documento, debidamente historiada, en lo que tú insistías, la tercera semana de los Ejercicios, la pasión y muerte de Jesús. El conflicto objetivo con los poderosos, no una abstracta disponibilidad, es lo que le llevó a la cruz. Ignorarlo tiene graves consecuencias, pues permite pensar que hoy podemos llevar a cabo la misión sin graves conflictos. Vuelve a aparecer cuán difícil es tomar a Jesús en serio. Pienso que lo más difícil de aceptar de Jesucristo es Jesús, de éste su vida terrena, y de ésta su cruz a manos de poderosos. Y si no recuerdo mal, ya en 1978 criticaste la cristología del documento de consulta de Puebla. Ofrecía una lectura “gravemente defectuosa y pobre” de Jesús de Nazaret.

Y con la cruz de Jesús, desaparece también la centralidad de los mártires de nuestro tiempo que murieron como él. Aparecida pasa ante ellos de puntillas, y no se vuelca hacia ellos con gratitud y con el compromiso de seguir sus huellas. Da la impresión de que en la Iglesia tampoco sabemos qué hacer con ellos. Un ejemplo. Se han escrito muchos folios sobre Monseñor, su ortodoxia y su ortopraxis. Se discute si es confesor o mártir y -si es mártir- si lo fue in odium fidei o in odium iustitiae… Y cuando parece que Monseñor ha pasado todas las pruebas, en las altas esferas se dice que no es el momento oportuno para canonizar a Monseñor, pues puede ser manipulado. En éstas estamos, Ellacu. Qué hacer con los mártires no es cosa de poca monta. Creo que es articulus stantis vel cadentis Ecclesiae. Ojalá ustedes, los mártires, entren por las puertas que Aparecida ha dejado abiertas para muchas cosas buenas. Y nos oxigenen.

En este contexto paso a hablarte, Ellacu, de lo que me animó a escribirte este año: el Padre Arrupe. La ocasión es clara: el 14 de noviembre cumpliría cien años. Pero hay otra razón más profunda y tiene que ver con ustedes los mártires. Acaban de publicar sobre él un libro de más de mil páginas, y al final los editores nos sorprenden con algo inesperado, pero muy lúcido: un apéndice de los jesuitas asesinados por “la lucha de la fe y la justicia” desde el generalato del Padre Arrupe. En total, 49 jesuitas en el tercer mundo. Por supuesto aparecen ustedes, los mártires de la UCA, con el Padre Carlos Pérez Alonso -del cual poco solemos hablar-, jesuita “desaparecido” en Guatemala en 1981 por los tenebrosos militares de aquel país. Y el Padre Rutilio Grande. Y antes de los nombres, estas palabras del Padre Arrupe.

“Éstos son los jesuitas que necesita hoy el mundo y la Iglesia. Hombres movidos por el amor de Cristo, que sirvan a sus hermanos sin distinción de raza o de clase. Hombres que sepan identificarse con los que sufren y vivir con ellos hasta dar la vida en su ayuda. Hombres valientes que sepan defender los derechos humanos hasta el sacrificio de la vida, si fuera necesario”.

Son palabras que escribió siete días después del martirio del Padre Grande. El Padre Arrupe sí supo, pues, qué hacer con los mártires. Sin rutina, con agradecimiento, con gozo. En esos mártires vio la gloria de la Compañía. En ellos, y en tantos otros como ellos, sintió la presencia de Dios en nuestro mundo.

Este 14 de noviembre muchos recordarán, con admiración y con cariño, a este hombre universal, vasco universal, dirán en su natal Bilbao. Y no tengo ninguna duda de ello. Pero antes que hombre universal fue hombre de raíces. Durante su generalato, que es cuando mejor le conocimos, dos fueron esas raíces: Dios y los pobres. Algo parecido dijiste de Monseñor Romero. Basaba su esperanza sobre dos pilares: “Dios y el pueblo salvadoreño”. Y don Pedro Casaldáliga acaba de decir, en lenguaje provocativo, que “todo es absoluto menos Dios y el hambre”.

Ya hablaremos de esa raíz última que fue Dios. Pero empezamos por los pobres. Tú escribiste que, en definitiva, fue en la periferia, en Japón durante 27 años, y en sus correrías por el mundo para visitar a los jesuitas, donde se encontró con la universalidad más verdadera: la de la pobreza, y la que reclama la reacción más profunda: la compasión. De hecho, su primer viaje después de ser elegido general fue a la India y al África. Es importante recalcarlo, no como ironía, sino como realidad fundamental que en Roma, pero no desde Roma, en un mundo en que se mueve el poder, pero no desde el poder que se mueve en ese mundo, vio la realidad más real: un mundo sufriente. La luz para ver y la savia para llevar fruto venían de la periferia -como lo dices en un breve artículo, que dejaste anónimo. La periferia se convirtió en su mundo, el mundo de los 49 jesuitas que he recordado.

Desde esa parcialidad impulsó de forma pionera la inculturación, comprensible por sus años en Japón. Allí entendió que un jesuita no puede des-culturizar, y así des-humanizar, trabajar para que la periferia se parezca al centro, sino que debe inculturar el evangelio, y estar abierto a dejarse evangelizar por lo bueno “del otro”.

A nosotros en Centroamérica, y a ti muy especialmente, con César Jerez, te tocó enfrentarte con otra forma de periferia: la pobreza y la miseria, fruto de la injusticia. Y también, muy pronto le tocó hacerlo a Arrupe. Y arremetió con la tarea en la CG 32. La conveniencia de convocar la congregación fue controvertida, aun entre los que le apoyaban, pues parecía que no se daban las mejores condiciones. Dicen los historiadores que, dadas las tensiones con el Vaticano, la congregación de procuradores se había mostrado contraria a la convocatoria, 91 votos en contra y 9 a favor. Pero pocos días después, el 25 de octubre, el Padre Arrupe, con una carta abierta a toda la Compañía, además de comunicar el resultado de la votación, anunciaba, como decisión suya propia, que convocaba la Congregación General 32. Y añadió que era “la decisión más importante de todo su generalato”. A mi modo de ver, no le faltaba razón. Fue para él el modo de hacer central la periferia.

Bajo su guía y aliento la congregación se hizo la pregunta más radical que los jesuitas se habían hecho en mucho tiempo: “qué significa hoy ser compañero de Jesús”. Y la respuesta fue inaudita: “comprometerse bajo el estandarte de la cruz en la lucha crucial de nuestro tiempo: la lucha por la fe y la lucha por la justicia que la misma fe exige”. La Compañía puso manos a la obra, con diversos ritmos, y con mayor o menor intensidad, pero echó a andar por un camino nuevo. Para Arrupe fue causa de alegría ver nacer una Compañía más parecida a Jesús de Nazaret. Fue también fuente de disgustos dentro de la Compañía y de conflictos fuera de ella, con los poderes de este mundo y del Vaticano. Nunca claudicó.

Se puede discutir sobre cuál fue el aporte específico de Arrupe a la “fe y justicia”. Sus documentos y cartas fueron iluminadoras. Pero lo importante es la raíz de donde crecía todo: escuchar el clamor de los oprimidos y reaccionar con toda su persona -y su ilusión era reaccionar con todo el peso de la universal Compañía. Pocos, con la excepción de los obispos lascasianos, lo habían hecho antes, con radicalidad, en la Iglesia y en la Compañía. Por ello, siendo importantes sus directrices de gobierno, estoy de acuerdo contigo, Ellacu, en que su aporte más especifico fue mover a la Compañía yendo él delante, que eso es ser líder, contagiar convicción, compromiso y esperanza, aceptando conflictos y no rehuyendo riesgos. Y todo ello, con libertad creadora, no como quien sigue, a regañadientes, una doctrina ya constituida, ley en definitiva, sino como quien se deja llevar por la fuerza del Espíritu de Dios, y siempre “puestos los ojos fijos en Jesús”, como dice la Carta a los Hebreos. Arrupe vino a decir: “no separemos lo que Dios ha unido desde el principio y lo que la Iglesia y la Compañía habíamos separado a lo largo de la historia: la fe y la justicia”. En ello le fue la salud y el tiempo, y en definitiva la vida.

En los primeros años de su generalato, en la provincia centroamericana eso lo vivimos en tensión con Roma. Y tú, Ellacu, recuerdas muy bien las crisis. Aun antes de la CG 32, en El Salvador los jesuitas habían intentado el camino de “la fe y la justicia”. Se respiraba ilusión y ganas de trabajar. Y surgieron conflictos antes impensables. En el seminario no cayeron bien “las novedades de Medellín”, y dejamos su dirección. En el Externado nos demandaron judicialmente por “enseñar marxismo” y por “poner a los hijos en contra de sus padres”. En Aguilares, Rutilio Grande denunciaba a los opresores, “hermanos caínes” los llamaba, y defendía a los campesinos -en 1977 lo asesinaron, y a sus compañeros jesuitas los apresaron y echaron del país. La UCA denunció el fraude electoral del 72, la opresión de la oligarquía y del ejército, y la estructura injusta del país. En 1976 explotó la primera de veinticinco bombas en el campus. Todo ello era la “fe y justicia”.

En la tarea los jesuitas pusieron ánimo y lucidez evangélica, pero con limitaciones, exageraciones y errores, como bien recuerdas. Pero ante la novedad de lo que sucedía en la provincia, en Roma, al principio no bien informado y pienso que no bien asesorado, Arrupe quiso frenar la nueva dirección que tomaban los jesuitas. Aunque pienso que con honradez fundamental de parte y parte, las relaciones fueron tensas. Después se dio un cambio extraordinario, como bien lo cuentas tú, sin ocultar logros ni conflictos en tu artículo “Pedro Arrupe, renovador de la vida religiosa”.

En 1976 Arrupe y los jesuitas centroamericanos nos dimos un abrazo gozoso. Y también insistes en ello, tú, que no eras nada dado a lo melifluo. Por coincidencia, estaba yo en la curia de Roma, y me contaron que Arrupe, en una carta que tenía que escribir a los jesuitas centroamericanos, quería “pedir perdón” por los años de conflictos. Sus consejeros le disuadieron, pero, si no en el lenguaje, el Padre Arrupe mantuvo el mensaje. Sentía mucho que “mis limitaciones” hayan colaborado a los “malos entendidos”. Y no pudo ocultar el gozo de la reconciliación.

Recuerdo, Ellacu, que a ti también te produzco gran gozo. Reconocías las exageraciones y algunos errores en aquellos años setenta, pero también los pasos para mejorar y cambiar. Aquella carta del Padre Arrupe de 1976 está ahora escondida en los archivos de alguna curia, pero sigue siendo un testimonio excepcional de la firmeza, la honradez, la fraternidad y la humildad del Padre Arrupe. Por eso lo recuerdo ahora, treinta años después. De personas así seguimos viviendo. Y con la esperanza de que algo se nos haya contagiado.

Las cosas siguieron su curso. En 1977 en Aguilares fue asesinado el Padre Rutilio Grande. En el mes de junio los jesuitas fuimos amenazados de muerte, y las calles se llenaron de octavillas: “Haga patria, mate un cura”. Y el Padre Arrupe se acercó para siempre a los jesuitas y al pueblo salvadoreño. Las amenazas no le asustaron. “No salgan. Sigan en sus puestos”, vino a decir. Él mismo quiso venir a visitarnos, pero los asistentes no se lo permitieron por los riesgos que eso suponía. Y por lo que conozco, siempre actuó así en todo el tercer mundo. “No trabajaremos en la promoción de la justicia sin que paguemos un precio”, dijeron los jesuitas en la CG 32. La persecución no le arredró en absoluto. Y pienso que ver a una Compañía, mezclada con los pobres del mundo, que ahora tenía mártires por la justicia, que se parecían un poco más a Jesús, le llenó de inmensa alegría. Así vi y así pintas tú, Ellacu, al Padre Arrupe. Con gente así avanzamos en humanización. Pero todavía hay que decir otra cosa del Padre Arrupe, la más profunda: Dios.

Por lo que toca a justicia, la plenitud de Dios otorgaba aliento a la lucha, al enfrentarse con una pléyade de realidades, problemas, incógnitas, riesgos, conflictos, y también esperanzas, utopías, alegrías… Para mantenerse fieles en esa lucha por la justicia ayuda, valga la simpleza, mantenerse fieles al misterio de Dios. Para el Padre Arrupe nada nos puede separar de Él y, por ello, nada nos puede separar del humilde caminar con Él ni de la práctica de la justicia, como dice Miqueas.

La justicia, forma de la compasión y de la misericordia, amor a las víctimas, expresa lo más hondo de la realidad de Dios. Con esa fe en Dios Arrupe animaba a una lucha crucial de calidad y promovía una justicia de calidad. Esa calidad especial es lo que se encuentra en gente de fe, como en Monseñor.

De la profundidad subjetiva de esa fe nada puedo decir argumentativamente. Creo que el Padre Arrupe se puso siempre ante un Dios siempre mayor y siempre nuevo, y le dejó ser Dios. Pero su vida, más que sus palabras, algo dejaba asomar de la ultimidad de esa fe. El Padre Arrupe amó a la Compañía, pero nunca la absolutizó. Llegó a poner en peligro su anterior prestigio y buena fama dentro de la Iglesia -y en algunos momentos casi hasta su existencia- por la opción por “la fe y la justicia”. Y de ello era consciente. En su tiempo, se dieron terribles divisiones internas, intentos, incluso aplaudidos por algunos obispos, de fundar una Compañía paralela. El número de jesuitas descendió en unos 8,000, porque la Compañía abandonaba su cerrado mundo anterior y se encarnaba en el mundo de la injusticia y de la increencia, lo que no es nada fácil. La Compañía perdió antiguos amigos y bienhechores, y se ganó poderosos enemigos, que la han atacado y perseguido hasta el asesinato. Y ha tenido serias dificultades con los tres papas de la época de Arrupe, Pablo VI al final de su pontificado, Juan Pablo I y Juan Pablo II, que no entendían y criticaban incluso la nueva opción. En 1981 llegó la intervención papal, hecho insólito en la historia de la Compañía. Y en lo personal, el Padre Arrupe tuvo que pasar -quizás ése fuese su mayor sufrimiento- por la incomprensión del Vaticano hacia su propia persona, él tan fiel al Papa. Pero con toda naturalidad dejó a Dios ser Dios. Su fe no fue en absoluto ingenua. Fue fe a la intemperie.

Y por lo que toca a nosotros, los jesuitas, no creo que le asustaba el marxismo, sino no poner a Dios en el centro de nuestra vida y misión, aun en medio de las más duras pruebas. Eso es lo que quería para todos. Llegó a escribir: “Tan cerca de nosotros no había estado el Señor, acaso nunca, ya que nunca habíamos estado tan inseguros”. No antepuso nada a la voluntad de Dios. No puso su corazón con ultimidad en nada que no fuese Dios.

Un recuerdo final. En una de las conversaciones del año 1976, el Padre Arrupe me preguntó si no me importaba que él me leyera una poesía que había escrito a Jesucristo el día del Corpus. Me quedé impactado y en silencio. Después le dije que sí, por supuesto. No recuerdo lo que decía en aquella poesía. Lo que sí recuerdo hasta el día de hoy es lo que sentí por dentro: “este hombre ama de verdad a Jesucristo”. Eso es lo que nos quería comunicar por encima de cualquier otra cosa: el sensus Christi.

Ellacu, termino. Bien recuerdo aquellos tiempos. La fe tenía sabor a esta tierra, y la justicia recibía una calidad especial de lo alto. Fue el don de toda una generación, algunas personas más conocidas, otras menos. Al buscar parangón con el Padre Arrupe, mencionaste a “otro egregio testigo”, “otro mártir, Monseñor Oscar Arnulfo Romero, tan amigo del padre Arrupe y tan consolado por éste en sus difíciles viajes a Roma”.

De estos hombres, y de mujeres que tú conociste, Rufina, María Julia y María Eugenia, que este año se han reunido con ustedes, necesitamos hoy para humanizar este mundo nuestro. Con ellos y ellas sacaremos adelante Aparecida. Lo que esperamos de ustedes, y estos días especialmente del Padre Arrupe es un empujón en humanización.

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