TLC y autonomías

15/03/2006
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El fenómeno predominante de la economía internacional contemporánea constituye la difusión en extensión y profundidad de la racionalidad capitalista. Contrariamente a una extendida creencia, la mundialización del capitalismo – también denominada globalización; más precisamente, “globocolonización”- antes que generar una homogeneización a escala planetaria de las pautas productivas, tecnológicas y de consumo más avanzadas, viene impulsando tendencias al debilitamiento de las estructuras económicas y políticas preexistentes. Aludimos específicamente a los estados nacionales periféricos y concretamente al caso ecuatoriano. El Tratado de Libre Comercio (TLC) que el cleptómano gobierno de Alfredo Palacio viene “negociando” con la misma ansiedad y miopía economicista con que lo hizo su predecesor Lucio Gutiérrez, así como su entusiasmo con las autonomías provinciales que promueven el Partido Social Cristiano y otras tiendas políticas filooligárquicas –“Izquierda” Democrática, PRE, PRIAN, DP- apuntan a llevar los impactos de la globalización corporativa a sus últimas consecuencias, es decir, a la liquidación del Estado-nación ecuatoriano. TLC: abdicación de la soberanía y la democracia Si el Ecuador firma el TLC, renunciaría completa e irreversiblemente a su autonomía y autodeterminación, puesto que su capacidad para decidir sobre las cuestiones más significativas para la vida del país habría sido transferida a la potencia unipolar. Nos referimos no solo a imposibilidad de ejecutar un proyecto nacional relativamente autónomo, sino también a la potestad para optar sobre asuntos tan trascendentales para el bienestar de la nación como la educación, la salud, la salubridad, la seguridad social, las comunicaciones o la protección del ambiente, que quedarían sujetas a leyes estadounidenses y al capricho de poderosos hombres-corporación. Condición básica para la soberanía de un Estado constituye la posesión y administración de un territorio. A la luz de los TLCs suscritos por la Casa Blanca con otros países, pocas dudas caben que ese instrumento consagraría una nueva territorialidad, controlada externamente, con lo cual las autoridades locales nada de relieve podrían decidir respecto de la utilización del suelo y los recursos adscritos como el petróleo, el agua, el oxígeno, el clima, las plantas y animales… Más aún, el saber vernáculo, los ritos religiosos y hasta la imaginación de los artistas serían aprisionados por la amoral lógica del costo/beneficio. Un correlato del TLC al que no se le ha prestado ninguna atención en nuestro medio constituye el vaciamiento democrático. En virtud de esa integración de “una sola vía”, la democracia –incluso en su variante más formalista- devendría una pieza de museo o una broma de mal gusto. Ya ningún sentido tendría elegir dignatarios, nacionales o seccionales, puesto que estos carecerían de atribuciones para, por ejemplo, disponer la construcción de obras de infraestructura y generar empleo. Que el régimen cipayo de Gutiérrez y “Malinche” Baki impulsara hasta donde le fuera posible la “constitucionalización” del coloniaje mediante la firma del TLC (“el TLC va porque va”, declaró el dictócrata), pese a lo vergonzoso e indignante, no conllevaba sorpresa. En cambio que un régimen como el de Palacio, producto de las movilizaciones policlasistas, nacionalistas y antineoliberales del “Abril Forajido” haya decidido apostar a la anexión al Imperio comporta una burla sangrienta a la fe pública. Tanto más que esa vocación por el vasallaje ha sido refrendada a última fechas con su pedido para que el gobierno del desleal Álvaro Uribe –“especialista” en entregas totales- le asesore en el cierre del acuerdo. ¿Será que, como en las tragedias griegas, los dioses ciegan a los que quieren perder? Autonomías: demolición del Estado unitario El mayor obstáculo a la mundialización del capital deriva de la existencia de estados nacionales, con sus inherentes sistemas de protección. Para vulnerar tales sistemas, la oligarquía mundial, a través del sicariato a su servicio (FMI, Banco Mundial, OMC), no se ha dado abasto en desmontar la institucionalidad de nuestras naciones. Lo acontecido en el Ecuador resulta ilustrativo. Desde hace un cuarto de siglo, el capital financiero internacional y sus acólitos criollos, a pretexto de modernización económica, han venido desmantelando el ordenamiento defensivo del país, con el socorrido argumento de favorecer el flujo de inversiones metropolitanas. Para ello, han debilitado restricciones como las siguientes: tarifas arancelarias y paraarancelarias, control del tipo de cambio, regímenes diferenciales a la inversión externa, legislación sobre expropiaciones y nacionalizaciones, empresas públicas (actualmente se ha vuelto a presionar por la extinción de PETROECUADOR), protección laboral. Operativos desplegados con el invariable chantaje de la deuda externa (el “tributo imperial” que dijera Agustín Cueva). A partir de los 90, esta saga de acciones fundamentalistas se ha complementado con los planes metropolitanos orientados a socavar al Estado en su condición de pieza estratégica en un proyecto genuinamente nacional y democrático. Como se recordará, cuando Palacio juró la presidencia lo hizo comprometiéndose a detener “el plan siniestro de desinstitucionalización de la República” que venían adelantando Gutiérrez y la embajadora Kristie Kenney. Con el fin de revertir esa política, se comprometió a “refundar el país” con el expediente de la democracia directa, para lo cual anticipó la convocatoria a una Asamblea Constituyente de “alma forajida”. Palabras al viento. Luego de una efímera luna de miel con las organizaciones populares, el sucesor del Coronel confraternizó con la oligarquía patricial – acaudillada por “Corleone” Febres Cordero- y contemporizó con los capitostes del capitalismo global. No se tiene que olvidar que fue el presidente del Banco Mundial, Paul Wolfowitz, quien demandó el retiro de Rafael Correa, el heterodoxo ministro de Economía. Semejante viraje explica la postura del titular del Ejecutivo de cara a las denominadas autonomías provinciales de cuño caciquil que viene impulsando la derecha proimperialista desde los tiempos de Jamil Mahuad y Gustavo Noboa. En los días que corren, la tesis autonómica, bajo formato de un proyecto de ley, ha comenzado a tramitarse en el Congreso catapultada por el socialcristiano alcalde de Guayaquil, Jaime Nebot Saadi, contando con el aplauso de los infaltables “idiotas útiles”. ¿Qué protervos fines oculta el proyecto autonómico? Para la Casa Blanca, la presión por el fraccionamiento de los estados tercer o cuartomundistas, aparte de mantener en vigor la vieja divisa romana del divide et impera, tiene el sentido de viabilizar el “engullimiento” por los conglomerados yanquis de los recursos de distinto orden de las zonas periféricas. Expuesto en otros términos, la meta de la potencia es radicalizar el “modelo de acumulación por desposesión” (Samir Amín), ese capitalismo de rapiña que en tiempos recientes ha desembocado en el desmembramiento de Yugoslavia y la ocupación militar de Afganistán e Irak. Y que, en su proyección al área andina, pretende la fragmentación del Ecuador en “22 republiquetas” (Rodrigo Borja) y los desgajamientos del departamento petrolero venezolano del Zulia y de la gasífera provincia boliviana de Santa Cruz. Para las mafias político-empresariales nativas, el “modelo autonómico” tiene el soporte de sus ambiciones por participar de los dividendos y comisiones que generaría la subasta de un atomizado Ecuador, así como la captación de los despojos del vilipendiado “Estado centralista” a punto de convertirse en un auténtico cascarón vacío. A efecto de alcanzar tales fines, los socialcristianos y sus comparsas vienen apelando a los argumentos más descabellados que se pueda imaginar. Veamos algunas joyas de su discurso. En una entrevista publicada en la revista Vanguardia (Febrero/marzo del 2006), el burgomaestre porteño defendió su nuevo proyecto antinacional –no se tiene que olvidar que uno anterior, el del Impuesto a la Circulación de Capitales, coadyuvó a un éxodo masivo de recursos financieros al exterior, al “crack” bancario de 1999 y a la pérdida de la soberanía monetaria con la dolarización- fundamentándolo en sofismas como los siguientes. “Los alcaldes y prefectos estamos conscientes de que la autonomía es un proceso y que la primera gran victoria es instaurarlo… No todos los municipios y prefecturas irán hacia las autonomías. No todos los que vayan irán a pedir todas las competencias. No todos los que pidan competencias, las pedirán totales. Entonces, hay que armar las cosas al revés… La ley (propuesta) tiene mucha flexibilidad, mucha libertad, mucha creatividad, mucha voluntariedad. Si usted no quiere entrar no entra. Quiere entrar parcialmente, entra. Quiere entrar totalmente, entra… Es una ley que siempre tendrá que ser perfectible. España lleva 30 años en esto y lo más importante de la autonomía se está dando en este momento… Antes la autonomía era vista… como un asunto regionalista, separatista. Ahora hay un concepto suprapartidista y suprapolítico sobre las autonomías… Lamentablemente no puede ser una reforma de última generación porque el país está partiendo de un Estado anacrónico e inservible. Llegar a donde estamos llegando, llegar unidos, civilizadamente, llegar la Sierra y la Costa, llegar con miembros de partidos políticos variados, ya es bastante dentro del caos disolvente que usted está observando todos los días en todo”. Hay veces que no se atina a reír o a llorar. Anunciar la eventual aprobación del proyecto como una “gran victoria”, equivale a saludar la liquidación del proyecto histórico por el que vivieron y murieron personajes tan disímiles como Rocafuerte, García Moreno, Eloy Alfaro, Isidro Ayora, los militares de 1972, Jaime Roldós… El modus operandi previsto para la asunción de funciones y competencias no puede ser más discrecional y antitécnico, y solo puede asegurar la institucionalización del pandemonio en el atribulado Ecuador. Y es que, conforme apunta el propio dirigente, se trata de “armar las cosas al revés”, solamente que esa metodología supone una concesión al empirismo, es decir, un retorno a la “edad de piedra” de la razón. Hasta donde entendemos los profanos en materia jurídica, la ley se justifica cuando manda, prohíbe o permite explícitamente; resulta insólito un cuerpo normativo con “mucha flexibilidad, mucha libertad, mucha creatividad, mucha voluntariedad”. De otro lado, tomar como ejemplo a España para demostrar la bondad de las autonomías aparece como una aberración: pese a sustentarse en nacionalidades largamente conformadas, la experiencia autonómica ibérica da cuenta de la marcha del Estado español a una ineluctable disolución, conforme lo reconociera hace poco el propio Carlos Alberto Montaner. En cuanto a que las autonomías no comportan un asunto “regionalista, separatista”, habría que recordarle al delfín de Febres que la más reciente eclosión de las autonomías fue precisamente la encabezada por él, a comienzos del año pasado, con sus huestes coreando al unísono la consigna “Guayaquil Independiente”. Su afirmación de que el régimen autonómico presupone un concepto “suprapartidista y suprapolítico”, es algo que nunca podremos –ni querremos- entender. Finalmente, en cuanto a que la propuesta nace como necesaria alternativa a un “Estado anacrónico e inservible” y al “caos disolvente” generalizado, habría que acotarle que esas patologías son reales, únicamente que son imputables al fracaso de la dominación oligárquico-dependiente que ha prevalecido desde la fundación del Estado ecuatoriano en 1830. En ese mismo medio informativo, el alcalde capitalino, general (r) Paco Moncayo, contribuyó aún más a nuestra grima y estupefacción, con sus juicios tan deleznables como aquel de que “nunca hemos tenido un proyecto nacional”. O ese otro, formulado ya insinuado por Nebot, según el cual –echando a la basura a la dialéctica- concluye que “el todo no salva a las partes, y que esas partes (inviables provincias autónomas, R.B.) salvarán al todo”. Esto para no detenernos en su desproporcionada afirmación según la cual el ideario autonómico “rompe los paradigmas de los últimos tres siglos”, digna de un debate surrealista. Dominación y resistencia Curiosa modernidad la que con el TLC y las autonomías vienen ofreciendo al país Washington y la deslegitimada partidocracia burguesa a nombre de un fundamentalismo decadente y criptofascista. Tanto el TLC (Tratado de Libre Colonización) como el refeudalizante régimen autonómico convertirían al Ecuador en un gigante gueto socioeconómico, carente de producción material propia y atrapado en códigos darwinianos. Asistiríamos a la institucionalización de la República como “Estado fallido”. ¿A qué aludimos? Según el politólogo Carlos Taibo (Guerra de barbaries, Punto de Lectura, Madrid, 2002), un Estado fracasado supone un “condensado de caos político, corrupción generalizada, pobreza extrema y catástrofes sanitarias y bélicas convertidas en auténticas formas de vida... Rasgos que se complementan con el auge de fanatismos religiosos, étnicos o tribales, un desarrollo formidable de la delincuencia que adopta formas tan dispares como el negocio de la droga, la venta de seres humanos, la proliferación de aparentes misiones de paz acometidas por las fuerzas armadas de los países desarrollados”. Un perfil ya esbozado en estas latitudes como correlato de la impotencia del liberalismo esquizofrénico –Estado benefactor para los ricos, Estado centinela para los pobres- que alcanzaría su expresión maximalista con la firma del TLC y las irracionales reformas al régimen de administración territorial. ¿Cómo revertir este sombrío horizonte? Corsi e ricorsi. La historia de los pueblos es una secuencia de flujos y reflujos. Colocado en un vértice histórico similar al que actualmente enfrentan 12 millones de ecuatorianos, el Libertador Bolívar reaccionó con sus características clarividencia y valentía. En una nota dirigida a su amigo Patricio Campbell, le escribe: “Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia a plagar de miseria a Hispanoamérica en nombre de la libertad”. Y en una carta, fechada el 8 de enero de 1823, le dice al separatista Francisco de Paula Santander: “¡Coro primero! y luego ¡Adícora primero! Eso es lo que quieren los bochincheros... Yo no; no quiero gobiernitos; estoy resuelto a morir entre las ruinas de Colombia peleando por su ley fundamental y por la unidad absoluta”. ¡Cuánta verdad y dignidad en las palabras del primer protagonista de la Patria Grande! A lo que demuestran los hechos, el legado bolivariano no se ha esfumado en estas latitudes, conforme testifican las vastas jornadas contestatarias en contra de la dominación externa y la expoliación interna que viene protagonizando en estos días –y no por casualidad- la Confederación Nacional de Indígenas del Ecuador (CONAIE). René Báez, economista ecuatoriano, es Premio Nacional de Economía. Miembro de Ecuador Decide y de la International Writers Association.

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