Juegos de la memoria
01/11/2004
- Opinión
(ANCHI) No lo puedo evitar. Día a día, desde aquel 11 de septiembre de
2001 en que el terror descendió sobre Estados Unidos, he tenido que evocar
una y otra vez a Chile y a su dictadura.
Hay algo brutalmente familiar en la reacción de los estadounidenses ante
la catástrofe. Sí, todo eso yo lo había vivido: la retórica
ultrapatriótica, la militarización de la sociedad, el modo en que se
impugnaba la más leve voz crítica. Sí, todo eso era tristemente
reconocible: "You're with us or against us" (estás con
nosotros o contra nosotros), la seguridad nacional como justificativo para
cualquier exceso en el exterminio de un enemigo esquivo. ¿Quién hubiese
imaginado la posibilidad de que en Estados Unidos, con su poder judicial
tan autónomo, miles de hombres podrían ser detenidos en el silencio de la
noche -la mayoría debido a que eran musulmanes y extranjeros- sin
que se les sometiera a un juicio, sin que siquiera alguien admitiera su
captura?. ¿Quién se hubiese atrevido a sugerir que existirían algún día
desaparecidos en la patria de Jefferson y Lincoln?. Y la tortura, las
discusiones sobre cuándo podría ser legítimo emplear ese tipo de violencia
para proteger a una comunidad amenazada, y suma y sigue, luego supimos de
su uso habitual en Guantánamo y Afganistán, y las obscenas fotos de Irak,
revolviéndome, devolviéndome a las imágenes de mi propio país, los ecos
dolorosos de mi Chile.
Lo peor de todo, sin embargo, fue contemplar la lenta erosión del compás
moral de Estados Unidos, la indiferencia de tantos estadounidenses ante el
sufrimiento ajeno, la aceptación indolente de que no importaba si la
guerra contra el "terrorismo" iba a matar a muchas víctimas
inocentes, la automática demonización del enemigo como respuesta majadera
a los ataques. Esa insensibilidad, ese desapego, me producía más miedo que
los asaltos criminales contra Nueva York y Washington, me iba susurrando
que tal vez, después de todo, el Chile de Pinochet no estaba tan lejos de
Estados Unidos.
Cada mañana leía las noticias en mi hogar en Carolina del Norte y cada
mañana me sentía sobrecogido por el mismo vértigo. ¿Podría la plaga de la
represión que yo había registrado en Chile repetirse una vez más en este
país del norte donde me había refugiado?. ¿Era, de veras, tan fácil
corromper a la democracia de Estados Unidos?. ¿Podían sus ciudadanos,
presos del temor, ser manipulados tan descaradamente?.
La respuesta es que no, no va a ser, de hecho, tan fácil torcer el destino
del pueblo estadounidense.
A lo largo del último año, dondequiera que yo haya ido en este país, he
descubierto un asombroso espíritu de resistencia, una ciudadanía movida
por la esperanza y no por el espanto, una ola de activismo múltiple y
creativo y plural que yo no había experimentado desde...bueno, desde el
año 1970, cuando mi país eligió como presidente a Salvador Allende, ese
año en que mis compatriotas pacíficos y enardecidos proclamaron a los
vientos de la historia que era posible construir el socialismo usando la
democracia, que no era necesario aterrorizar ni perseguir a nuestros
adversarios para liberarnos de la opresión.
Si la actual campaña presidencial estadounidense me recuerda aquel momento
revolucionario en Chile, no es debido a que, tres décadas más tarde,
confunda yo a John Kerry con Salvador Allende, ni crea que George W. Bush
sea un clon de Augusto Pinochet. Lo que sí flota en el aire de Estados
Unidos hoy es una temblorosa prefiguración del mismo tipo de entusiasmo
que enarbolamos nosotros en Chile, la misma convicción de que la historia
pertenece a los seres humanos que se atreven a imaginar un futuro
alternativo. No tenemos por qué aceptar el mundo tal como lo encontramos
al nacer. Ese es el mensaje que hace muchos años atrás fue entonado en
Chile por una multitud de campesinos hambrientos que exigían que se les
entregara la tierra que habían estado labrando durante anónimos siglos. Y
es un mensaje vuelto a transmitir hoy por millones de afanosos internautas
del Moveon.org en Estados Unidos y del que se hacen eco incontables
militantes de una vasta coalición progresista que es mucho más extensa que
aquella que se armó para protestar contra la guerra de Vietnam en los años
sesenta y que demuestra, además, una madurez que faltaba en esa época.
En el Chile de ayer como en Estados Unidos hoy, una idéntica certeza: la
historia es nuestra, como lo dijo el metal tranquilo de la voz de Salvador
Allende desde La Moneda antes de morir, y la hacen los pueblos.
Lo que no puedo saber, en cambio, es si este nuevo activismo social
estadounidense posee la misma persistencia o profundidad de la
movilización chilena. Nos tomó casi un siglo de lucha elegir a Salvador
Allende como nuestro presidente y, cuando fue derrocado en 1973 -¡un 11 de
septiembre!-, seguimos combatiendo durante 17 años hasta librarnos de la
dictadura. No decidimos darnos por vencidos en la triste madrugada del 12
de septiembre.
La verdadera prueba para los habitantes de Estados Unidos vendrá, por
tanto, el 3 de noviembre, el día después de que George W. Bush repte de
nuevo al poder o John Kerry llegue a la Casa Blanca. Será en ese momento
que los millones de hombres y mujeres estadounidenses que se han
movilizado con tanto fervor habrán de enfrentar el dilema más crucial de
su existencia. ¿Volverán a sus hogares, a la vieja apatía y displicencia,
o han comprendido intensamente que, cualquiera que sea el ganador de la
elección, dependerá de cada uno de ellos, uno por uno y todos juntos, que
su país sea diferente del Chile de Pinochet?.
La batalla por el alma de la tierra natal de Martín Luther King a penas
acaba de comenzar.-
* Ariel Dorfman. Escritor.
https://www.alainet.org/pt/node/110821?language=es
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