Sustancia
07/01/2004
- Opinión
Años atrás acompañé a un grupo de sindicalistas a Bélgica. Nuestra agenda
incluía una serie de reuniones para estrechar vínculos entre la CUT y las
centrales belgas. Por medida de economía (¡cómo son de ahorrativos los
europeos, que limpian el plato con el pan!), quedamos hospedados en casas
de dirigentes sindicales. Les extrañaba que tomásemos nuestro infaltable
baño cada día, herencia indígena; preguntaban si estábamos enfermos. En
una de las casas la familia se vio obligada a sacar de la bañera su
colección de macetas con plantas.
Una tarde fuimos a Antuérpia, ciudad de los mercaderes de joyas y
diamantes. Como teníamos una programación holgada, que dejaba espacio
para el tiempo libre, los brasileños decidieron ir de compras. La guía e
interprete, una belga que vivió años en San Pablo, se espantó. ¿Ir de
compras? ¿No son sindicalistas de izquierda? ¿Van a entregarse al
consumismo capitalista?.
Me apresté a acompañarlos, en caso de que ella no quisiera servirles de
traductora, pero ella cedió. Al regreso parecía más indignada todavía.
Casi arrancándose los pelos se quejó de que ellos habían malgastado
dinero en la compra de utensilios domésticos que se encuentran en
cualquier mercado del Brasil. Incluso uno había comprado una cuchara
para comer macarrones, idéntica a la de cualquier supermercado de aquí.
Le hice ver a ella que, a pesar de su larga estancia en Brasil, había
entendido poco del pueblo. El hecho de que el objeto fuera similar al que
se ofrece en el mercado nacional era lo menos importante; lo relevante
era que el sindicalista, que en Brasil no acostumbra a ir de compras,
podría presumir ante familiares y amigos de que aquel utensilio era un
producto extranjero que él mismo lo había comprado...
De regreso en Bruselas la comitiva se quejó conmigo: querían comer;
querían sustancia. Ya no soportaban tanta mezcla (papas, salchichas,
verduras, etc.) sin arroz ni frijoles, o al menos pasta. Comuniqué a la
guía que, después de la reunión nocturna en Bruselas, saldríamos todos a
cenar. Molesta, nos prometió que antes de la mesa redonda habría una
comida en el sindicato. Trasmití el recado. La expectativa agudizó los
apetititos. Qué decepción la nuestra al llegar a la mesa: panes belgas,
franceses e italianos, blancos, negros, de trigo, de centeno y de cebada,
acompañados de jamón, mortadela, quesos, pastas y encurtidos. Una
merienda copiosa. Los sindicalistas fueron a la mesa redonda con el
apetito psicológico agudizado. Eso mismo: psicológico. Ese apetito que
todos sentimos cuando, hartos por una frijolada, nos enfrentamos a una
surtida mesa de postres, y todavía encontramos un huequito en el estómago
para el budín de leche...
Al final del debate invité a la guía para acompañarnos a comer.
¡¿Comer?!, reaccionó ella. Sí, sustancia. Ella se negó. No entendía nada
de gente sencilla, que minutos después, sentada a la mesa de un
restaurante griego se llenaba con el plato repleto de arroz recubierto
por grandes frijoles blancos y carne de cordero.
Algo parecido sucedió en Puebla durante la Conferencia Episcopal
Latinoamericana en 1979. Dom Tomás Balduíno, obispo de Goiás, incluyó en
la comitiva de laicos brasileños a un campesino, el cual, tras varios
días de tortillas y 'tacos', me vino a decir que necesitaba comer. Tenía
la sensación de que sólo merendaba, debido a las cantidades reducidas de
arroz y fríjol, que sólo servían de relleno a los platos de maíz.
Convoqué a los periodistas brasileños y les pedí a los once sentados a la
mesa que echaran en el plato del campesino sus raciones de arroz y
frijol; fue una fiesta para el agricultor goiano.
Hoy, cuando pienso en aquella guía tan servicial, y en el apetito de los
sindicalistas y del campesino, los comparo a ciertos políticos y
políticas: lo saben todo, incluso administrar la economía del país,
excepto responder a las expectativas del pueblo.
Traducción de José Luis Burguet.
https://www.alainet.org/pt/node/109066
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