Las "reformas del estado" en América Latina
31/10/2003
- Opinión
Las "reformas del estado" en América Latina: sus negativas
consecuencias sobre la inclusión social y la participación
democrática
Introducción
En un sugestivo debate acerca del avance de las llamadas "reformas
económicas orientadas hacia el mercado" y en el cual se abogaba
empecinadamente en la necesidad de "achicar" el estado Richard
Feinberg, quien fuera Jefe del Policy Planning Staff del
Departamento de Estado del gobierno norteamericano, planteó con fina
ironía una instructiva metáfora automovilística : "¿Pero, que
estado queremos? ¿Queremos que el producto final de la reforma sea
un Jaguar, estilizado y de alta performance, o un Yugo minimalista?
[1]
Más allá del debate suscitado por su intervención parece claro que
en los despachos oficiales de América Latina la respuesta implícita
a la pregunta de qué estado queremos ha sido un pequeño, débil e
ineficiente Yugo antes que un potente Jaguar. De hecho, si algo
puede servir como caracterización de los procesos de "reforma del
estado" puestos en marcha en América Latina en las dos últimas
décadas es el fervor con que distintos gobiernos se han abocado a la
tarea de desmantelar y destruir al estado, en la creencia -¿ingenua,
desinteresada, negligente?- de que de ése modo lo estaban
reformando. No hay que descartar, por supuesto, que el entusiasmo
oficial en estas políticas no haya sido también estimulado por la
alta dosis de corrupción que rodeó al proceso reformista.
Al referirse a los procesos de reforma que tienen lugar en Brasil,
Francisco de Oliveira anotaba que en realidad el nombre de "reforma
del estado" era un título pomposo. Al igual que ocurre en otros
países de la región, bajo ese nombre se oculta una política mucho
más pedestre: recorte brutal del presupuesto público, despido masivo
de funcionarios del estado y dramático recorte de los derechos
laborales de los sobrevivientes. Vista en perspectiva histórica a
ésto se ha reducido la tan mentada "racionalización" del sector
público promovida por los gobiernos del G-7, el FMI, el Banco
Mundial y el BIDpor los gobiernos de la región. [2]
Tal como se decia más arriba, las observaciones de de Oliveira son
pertinentes también al resto de América Latina, en donde la
necesaria e impostergable reforma del estado fue acometida por
gobiernos dominados por un fundamentalismo neoliberal que los
condujo primero a la satanización del estado y luego a su lisa y
llana destrucción. Las consecuencias de estos procesos, promovidos y
financiados por las así llamadas "instituciones económicas
multilaterales" –eufemismo para designar al Fondo Monetario
Internacional, al Banco Mundial, al Banco Interamericano de
Desarrollo y la Organización del Comercio Mundial, entre las más
relevantes– fue un dramático aumento de la exclusión social en la
totalidad de los países de la región y un preocupante debilitamiento
del impulso democrático que tantas esperanzas había suscitado en
nuestros países desde la década de los ochentas.
En el caso argentino, objeto preferencial de atención en las páginas
que siguen debido a los perfiles caricaturescos que entre nosotros
adquirió el experimento neoliberal, ésto se ha cumplido al pie de la
letra. El desmantelamiento del estado ha llegado tan lejos que si se
incendian los bosques naturales de la cordillera -como ocurriera,
por negligencia criminal, a comienzos de 1996- ya no se disponen de
aviones hidrantes para apagar el fuego ni de equipos adecuados para
enfrentar esta catástrofe. Tan lejos ha llegado la impericia oficial
que a los efectos de poder contar con algunos elementos para
combatir los nuevos incendios el gobierno nacional decidió ... ¡
descontar del presupuesto universitario unos cinco millones de
dólares para destinarlos a la preservación del bosque patagónico!
Otro ejemplo tan absurdo como el anterior lo proporciona el hecho de
tener a buena parte de la provincia de Buenos Aires inundada a causa
de la falta de mantenimiento de las vías de desague de los ríos y
lagunas pampeanos y la indefinida postergación de nuevas obras. De
este modo, los "ahorros" obtenidos ante la inacción oficial originan
pérdidas muchísimos mayores en la producción, pero esto es un
detalle menor que no perturba el sueño de los gobernantes, empeñados
como están en lograr un ajustado "cierre de cuentas fiscales" que
apacigue las iras de las misiones del FMI y facilite la obtención de
nuevos préstamos. Todo ésto no sería tan grave si, al mismo tiempo,
los voceros del neoliberalismo no se desvivieran asegurando que es
necesario reducir aún más el gasto público y, para "atraer" las
inversiones, reducir o simplemente suprimir impuestos.
Fiel a esta creencia, en su momento el gobierno argentino hizo suya
la propuesta del por entonces Ministro de Economía Domingo Felipe
Cavallo de eliminar los "impuestos discriminatorios" que
injustamente gravaban a las bebidas cola, el champagne y las
alfombras de lujo. Como ésto suponía una merma de unos 300 millones
de dólares anuales en ingresos tributarios el gobierno propuso, a
cambio, aumentar en dos años la edad mínima de jubilación de las
mujeres, de 60 a 62 años, y de ese modo aprovechar las excelentes
condiciones de salud y atención médica de que se dispone en la
Argentina para compensar los ingresos perdidos por la supresión de
aquellos impopulares impuestos. Ejemplos tragicómicos como éstos
podrían multiplicarse ad infinitum, especialmente si se recuerda que
el caso argentino si bien fue el más radical estuvo lejos de haber
sido el único en la región. La verdadera "cruzada" que los
gobernantes de nuestros países han emprendido en contra de una
institución como el estado, completamente satanizada por la
ideología dominante, es un monumento a la irracionalidad, no sólo en
términos sociales –pues resulta en una verdadera "eutanasia de los
pobres," como se aprecia con singular nitidez en el caso argentino-
sino también en función de la propia lógica del desarrollo
capitalista.[3] En las páginas que siguen trataremos de explorar
algunos de estos asuntos.
Una tipología de los avances "reformistas"
La década de los ochentas dió inicio a una verdadera oleada
reformista en nuestra región. Antes de presentar sus contornos más
sobresalientes conviene, empero, detenerse brevemente para despejar
una cuestión semántica nada instrascendente.
Resulta que se ha convertido en un lugar común hablar de "reformas"
para referirse a lo que, en la tradición del pensamiento político
occidental responde mejor a la expresión "contra-reforma." Hemos
explorado este tema en otro lugar, razón por la cual no nos
extenderemos ahora en esa consideración.[4] Bástenos con decir que,
en realidad, las políticas llevadas a cabo en nuestra región lejos
de haber introducido "reformas" –esto es, cambios graduales en una
dirección tendiente hacia una mayor igualdad, bienestar social, y
libertad para el conjunto de la población– lo que hicieron fue
potenciar una serie de transformaciones que recortaron antiguos
derechos ciudadanos, redujeron dramáticamente las prestaciones
sociales del estado y consolidaron una sociedad mucho más injusta y
desigual que la que existía al comienzo de la etapa "reformista". Lo
que ocurre es que la victoria ideológica del neoliberalismo se
expresa, entre otras cosas, por un singular deslizamiento semántico
que hace que las palabras pierdan su antiguo significado y adopten
otro nuevo. En ese sentido, las "reformas" padecidas por nuestras
sociedades en las últimas décadas son, en realidad, acentuados
procesos de involución social.
Uno de los más militantes ideólogos de esta peculiar forma de
"reformismo", Sebastián Edwards, ex- economista-jefe del Banco
Mundial, brindaba una versión extraordinariamente optimista de lo
acontecido desde los años ochenta:
"A mediados de 1993, los analistas y medios económicos
internacionales recibían las reformas hacia una política de mercado
como un éxito y proclamaban que varios países latinoamericanos iban
camino de convertirse en una nueva generación de 'tigres'. Los
inversonres extranjeros se aproximaron rápidamente a la región y los
consultores y estudiosos se apresuraron a analizar las experiencias
de Chile, México y Argentina con el fin de aprender de primera mano
cómo unos países que, sólo unos años antes, habían parecido no tener
esperanza, se habían vuelto tan atractivos para el dinero
internacional." (Edwards, 17)
En función de esta peculiar apreciación, Edwards procede a dividir a
los países de la región en cuatro categorías, como puede verse a
continuación.[5]
Pioneros, o primeros reformadores (reformas iniciadas a finales de
los años setenta y comienzo de los ochentas)
Bolivia
Chile
México
Reformistas de la segunda oleada (reformas iniciadas a finales de
los ochentas)
Costa Rica
Ecuador [6]
Jamaica
Trinidad y Tobago
Uruguay
Reformadores tardíos, o reformistas de la tercera oleada (reformas
iniciadas los años noventa)
Argentina
Brasil
Colombia
El Salvador
Guatemala
Guyana
Honduras
Nicaragua
Panamá
Paraguay
Perú
Venezuela
No reformistas
Haití
República Dominicana
______________________________________________________
Resultados.
El tiempo transcurrido desde la iniciación de estas "reformas"
permite evaluar de forma más completa los méritos de los distintos
"reformadores." Ya no se trata de algún que otro dato circunstancial
sino de un análisis mucho más profundo, que permite identificar las
tendencias de largo plazo que se han desarrollado al calor de las
nuevas políticas implementadas desde el auge de las ideas
neoliberales en los años ochentas y noventas.
En este sentido, el veredicto de la historia es inapelable: estas
reformas fracasaron. Y esta frustración se puede determinar en tres
aspectos fundamentales: a) no lograron promover un crecimiento
económico estable; b) no lograron aliviar la situación de pobreza y
exclusión social que prevalecía en nuestra región como producto del
desplome del modelo de industrialización sustitutiva de
importaciones y la crisis de la deuda; c) lejos de fortalecer las
instituciones democráticas y su legitimidad popular, este modelo
tuvo como consecuencia debilitarlas y desprestigiarlas hasta un
nivel sin precedentes en la historia latinoamericana.
a) el desempeño en relación al crecimiento económico.
En relación al crecimiendo de la economía, el primero de los items
considerado más arriba, la performance de las economías
latinoamericanas a partir de 1980 difícilmente podria haber sido más
decepcionante. El producto bruto interno creció a un ritmo annual
medio de 1.7 % en la década de los ochentas, y a 3.4 % en la
siguiente. Dado que en la primera de las décadas el crecimiento de
la población se situaba en el 2.0 % anual esto significó una caída
en el PBI por habitante de alrededor 0.3 % por año a lo largo de
toda la década, con justa razón denominada la "década perdida." En
la siguiente, con la tasa de crecimiento poblacional un tanto más
disminuída apenas si se revirtió la tendencia, quedando el
crecimiento del PIB per cápita en una cifra cercana a un modesto1.7
% anual. Siendo positiva esta magnitud equivale a menos de la mitad
de las tasas de crecimiento del PIB per cápita que prevalecían en la
región en las tres décadas comprendidas entre los años de la
posguerra y la crisis de mediados y finales de la década de los
setentas, cuando según los diagnósticos del FMI y el BM, las
políticas económicas en vigencia adolecían de incurables defectos.
(Banco Mundial, pp. 279, 295)
Edwards sostiene que los pioneros en el reformismo de mercado
avanzaron muy rápidamente en el terreno de las transformaciones
estructurales. Por cierto, esta afirmación se realiza sin abrir una
discusión, más que necesaria, sobre el signo de tales
transformaciones. Es decir, sin examinar quiénes fueron sus
beneficiarios y quiénes sus víctimas, para no hablar de una
valoración más abarcativa que nos indique si, finalmente, estas
"reformas" colaboraron en la construcción de una sociedad mejor o
si, por el contrario, dejaron como legado, una sociedad más injusta
y desigual que la que le precediera. Nuestro autor exhalta el caso
chileno, "porque comenzó las reformas en 1975, casi diez años antes
que todos los demás." (p. 20) Es por eso que en dicho país las
reformas están muy avanzadas y han marcado casi todas las facetas de
la vida económica, política y social, si bien no constituye un dato
menor, o anecdótico, el hecho de que tales reformas hubieran sido
iniciadas en el contexto de la más sangrienta dictadura jamás
conocida por Chile, tema "político" sobre el cual el economista no
se explaya. Además, Edwards pasa completamente por alto el hecho de
que la aplicación de estas políticas –que según nuestro autor
comienzan inmediatamente después del golpe de estado de Pinochet, en
1973– desembocó en el fenomenal crash financiero de 1982, y que
recién luego de 1985 la economía chilena retomó un sendero de
crecimiento pero adoptando una política que se apartaba en algunos
aspectos fundamentales de las recomendaciones del Consenso de
Washington, tema sobre el cual volveremos hacia el final de este
trabajo. Por otra parte, el caso de México, que en una primera
versión de este libro fuera también señalado como habiendo llegado a
la madurez y hallarse en vías de consolidación, aparece en la
versión definitiva bajo luces mucho menos brillantes.[7] Haciendo
gala de la tradicional retórica supuestamente técnica y
valorativamente neutra del saber económico convencional, Edwards
apunta que "los acontecimientos sociales (sic!) de Chiapas a
principios de 1994 y el asesinato del candidato presidencial Luis
Donaldo Colosio han introducido ciertas dudas respecto a la
dirección exacta en la que van a avanzar las reformas mexicanas
durantes los próximos años." (p. 20) Como si lo anterior no fuera
suficiente, ¿cómo soslayar el papel jugado por esa verdadera
"anexión económica" que el país del norte experimentó con el ingreso
al NAFTA y que reforzó extraordinariamente la vulnerabilidad externa
de la economía mexicana? Y, en todo caso, ¿no sería prudente tomar
en cuenta la elocuenta coincidencia de este proceso con la aparición
de la guerrilla zapatista, no tan sólo un mero "acontecimiento
social" sino síntoma de la lacerante "deuda social" que aún hoy
prevalece en México y que sus empeños "reformistas" no lograron
extirpar?
En todo caso, y prosiguiendo con el hilo de nuestra argumentación,
los gobiernos reformistas habrían logrado, de acuerdo con la visión
ahora "oficiosa" del Banco Mundial, despejar del camino hacia el
crecimiento autosostenido los graves obstáculos que habían frustrado
las expectativas latinoamericanas en las décadas precedentes. Sin
embargo, una lectura más atenta y menos voluntarista de las cifras
que el propio Edwards proporciona en su libro permite extraer otras
conclusiones. En efecto, si bien en los años inmediatamente
posteriores a la crisis de la deuda (1982-1986) la totalidad de los
países de la región experimentó una dramática caída en las tasas de
crecimiento del PIB per cápita, el período posterior muestra
variaciones muy significativas en el ritmo de la recuperación
económica. Sin duda que Chile logra, a partir de 1985, salir de la
fenomenal crisis en que había caído cuando adoptó con la fé de los
conversos las nefastas enseñanzas de la Escuela de Chicago. Pero la
acentuada recuperación económica de aquellos años no era sino la
contrapartida del descenso a los abismos producido en 1982. En todo
caso, ya en los años posteriores esta tendencia se reafirmó para
reflejar un nuevo dinamismo nacido de las renovadas condiciones en
que se desenvolvía la economía chilena.
El caso de Bolivia, en cambio, otro "pionero", es bien diferente.
Este país fue durante un cierto tiempo monitoreado y gestionado casi
personalmente por uno de los máximos gurúes del neoliberalismo
contemporáneo, el economista de Harvard Jeffrey Sachs. Fiel a su
convicción de que cualquier actividad que emprenda el estado en la
vida económica es contraproducente, deficitaria en términos de
costos y una permanente tentación para la corrupción, Sachs no
ahorró consejos para lograr que el gobierno pusiera en marcha un
programa económico que respondiera puntualmente a cada uno de los
mandamientos del catecismo neoliberal. No obstante ello la tasa de
crecimiento del PIB per cápita en el país andino fue de apenas el
0.7 porciento anual para el período 1987-1992 (Edwards, p. 18), al
paso que datos más recientes de la CEPAL y que abarcan el decenio
1991-2000 reflejan que dicha tasa para todo este período fue del 1.3
porciento por año, muy inferior a la registrada por uno de los
países que Edwards califica como "no reformador", la República
Dominicana, cuya tasa de crecimiento del PIB per cápita para la
década fue del 4.0 anual. (CEPAL, Anuario Estadístico 2002 ,
Cuadro A-8)
Comentario similar podría hacerse en relación a México, uno de los
primeros reformadores y, en cierto sentido, uno de los ejemplos que
permanentemente exhiben los economistas vinculados al Banco Mundial
y al Fondo Monetario Internacional. El país azteca sale de la gran
crisis de la deuda de 1982, gatillada precisamente por el default
mexicano de agosto de ese año, con una tasa de crecimiento del PIB
per cápita para el período 1987-1992 del 1.0 porciento anual. Pese a
las optimistas expectativas de Edwards, durante el resto del decenio
el comportamiento de la economía mexicana hizo bien poco para avalar
la presunta sensatez de las recetas neoliberales. Si en el período
1987-1992 el crecimiento mexicano fue sensiblemente inferior al
experimentado por dos países hasta entonces refractarios al
reformismo, como Colombia y Venezuela (con tasas del 2.0 y 1.6
porciento por año), las cifras del período 1991-2000 ilustran de
forma aún más contundente las dimensiones de esta decepción. En
efecto, el desempeño de la economía mexicana alcanza apenas a una
tasa del 1.8 porciento por año, que contrasta desfavorablemente con
la de otros países mucho más refractarios a las prédicas del
pensamiento único, como la República Dominicana, que crece en ese
mismo período a una tasa del 4.0 porciento; Panamá, con el 2.7
porciento, y Uruguay, en donde un plebiscito popular puso coto a las
política de privatizaciones, con una tasa del 2.2 porciento.
b) el holocausto social provocado por las políticas neoliberales
En relación a este tema, la evidencia histórica ofrece un veredicto
no menos contundente. Lejos de ser portadoras del progreso social,
las políticas neoliberales precipitaron un holocausto social sin
precedentes en la historia de la América Latina contemporánea. Esto
se tradujo en un aumento dramático de la exclusión social, la
pobreza y la vulnerabilidad de amplios sectores de las sociedades
latinoamericanas.[8] Veamos lo que resulta de un breve examen de la
experiencia en algunos de los países de la región.[9]
i) Chile.
Cabe recordar en este sentido que durante un tiempo tanto el Banco
Mundial como el Fondo Monetario Internacional se habían empeñado en
señalar que México y Chile eran los países "modelo", cuyas políticas
debían ser imitadas por quienes aspirasen a recoger los mismos
éxitos que aquellos. La irrupción de la guerrilla en Chiapas, el
asesinato de Colosio, la crisis del Tequila y la irrupción del
zapatismo hicieron que las imágenes sonrientes y confiadas del
presidente Salinas de Gortari y su Secretario de Hacienda Pedro Azpe
desaparecieran abruptamente de de las tapas de los principales
diarios y revistas de la "comunidad financiera internacional". Con
mayor discreción, las publicaciones del Banco Mundial y del FMI
sacaron furtivamente de la vitrina al caso mexicano, convertido de
la noche a la mañana en una experiencia impresentable al paso que
redoblaban sus alabanzas al ejemplo chileno. Éste, liberado ya de
la incómoda presencia del dictador Pinochet, fue explícitamente
consagrado como el "modelo" a imitar.
Pero retomemos el hilo de nuestra argumentación: en el caso
particular de Chile las tendencias hacia una concentración regresiva
del ingreso y, consecuentemente, hacia la exclusión social, han sido
sumamente acentuadas. No es por casualidad que la expresión "deuda
social" haya sido puesta en circulación en ese país, precisamente
con el advenimiento del régimen democrático en 1990. Esta frase
ponía de relieve los enormes costos sociales incurridos por la
aplicación de las políticas "orientadas hacia el mercado" que tantos
elogios despertara en las instituciones monetarias internacionales.
Es que en la ideología neoliberal el tema social –y por ende, el
carácter excluyente de los procesos de acumulación– constituyen
apenas "factores endógenos" o, para utilizar una terminología bélica
que, sin embargo, parece bien apropiada, meros "daños colaterales"
de un proceso que dogmáticamente se presenta como la segura ruta
hacia la prosperidad general.
Para formarse una idea clara de lo acontecido en Chile bastaría con
recordar que en 1988, es decir, quince años después de haberse
iniciado la restructuración económica de la mano del régimen de
Pinochet, el ingreso per cápita y los salarios reales eran apenas
levemente superiores a los de 1973, a pesar de los altos niveles de
desocupación padecidos por los trabajadores –15 % como promedio
entre 1975 y 1985, con un pico de 30 % en 1983– supuestamente como
el necesario trago amargo para el posterior disfrute de los
beneficios del progreso económico. Al comienzo del reciente boom de
la economía chilena, en el bienio 1985-86, la participación de los
asalariados en el ingreso nacional era del 34.8 %. Sin embargo,
cuando el auge maduró, en 1992-93, momento que Edwards celebra como
la consolidación definitiva del reformismo neoliberal, dicha
participación no sólo no aumentó sino que declinó levemente, al
33.4%. (Bermúdez, 1996, p. 2) Otras mediciones arrojan resultados
similares: entre 1970 y 1987 la proporción de hogares con ingresos
por debajo de la línea de pobreza creció del 17 al 38 %, y en 1990
el consumo per cápita de los chilenos era todavía inferior al que
habían accedido en 1980. (Meller, 1992) Informes oficiales indican
que en el primer turno del gobierno democrático la pobreza descendió
al 27 %, cifra que se presenta como indicativa de los logros
oficiales en materia de políticas sociales. No obstante, aún siendo
así no puede ignorarse que ese guarismo representa casi el doble del
que existía en los comienzos del gobierno de Salvador Allende en
1970. Una investigación independiente de la anterior, comentada en
un excelente libro del sociólogo chileno Tomás Moulián, demuestra
que dentro de una muestra de 62 países ordenados por un indicador
de equidad a comienzos de los años 90 el Chile del "milagro" ocupa
el lugar 54. Tan sólo Sudáfrica, Lesotho, Honduras, Tanzania, Guinea
Ecuatorial, Panamá, Guatemala y Brasil presentan una distribución
del ingreso más injusta que la chilena. Moulián también observó que
pese al aumento del gasto social efectuado por los gobiernos de la
Concertación la tendencia de la distribución de ingresos per cápita
continuó su marcha polarizante, llegando a una diferencia de casi 40
veces entre el primer y el último decil.(Moulián, 1997: pp. 93-96)
Un estudio del propio Banco Mundial demuestra que en la década de
los ochentas, cuando se afianza el "milagro chileno", la desigualdad
económica medida a partir del coeficiente de Gini se incrementó en
Chile desde un valor de 0.52 a 0.57, sólo superado por Brasil (que
registró un índice igual a 0.63) y Guatemala y Honduras, cuyos
índices fueron de 0.59, mientras que los restantes 14 países
latinoamericanos incluídos en el estudio exhibieron índices de
desigualdad económica menores que los de Chile. (World Bank, 1993:
pp. 16 y 23) Seguramente habrá sido a causa de este penoso
desempeño en materia social que pocos años atrás un documento de la
CEPAL haya expresado su beneplácito ante las "importantes mejoras"
experimentadas por los salarios mínimos urbanos en Chile entre 1990
y 1992, al haber recuperado en este último año el poder de compra
que habían alcanzado ... ¡en 1980! (CEPAL, 1994, p. 10 )
En pocas palabras: después de más de un cuarto de siglo de políticas
neoliberales la experiencia chilena comprueba la impotencia de éstas
para resolver el problema de la pobreza y para lograr algún avance,
por mínimo que sea, en el terreno de la equidad. Haciendo un
análisis de esta evolución en el largo plazo, entre 1969 y 1999, el
economista de la CEPAL Ricardo Ffrench Davis concluye, en
consonancia con lo que decíamos más arriba, que
"(E)n todo caso, cualquier informe -incluso el más favorable- dice
que estamos peor que entre el 69 y el 70. Treinta años después no
estamos mejor, y lo normal en un mundo que se moderniza es que la
equidad aumente, que la distribución sea más igualitaria." (Ffrench
Davis, p. 20)
Recapitulando: puede ser que, como lo pregonan los partidarios del
ajuste neoliberal, en el Chile actual los pobres sean menos pobres
que antes. Pero ante esto pueden formularse tres objeciones
fundamentales. Primero, que siendo la pobreza un fenómeno relativo a
su necesaria contraparte dialéctica, la riqueza, el hecho de que las
clases populares tengan acceso a bienes que antes les estaban
vedados no necesariamente significa que sean "menos pobres" que
antes. Marx decía que sólo una vez que el señor feudal edificaba su
chateaux junto a la modesta vivienda del campesino ésta se
convertía, ante los ojos de sus moradores, en una choza miserable.
Los pobres del neoliberalismo chileno son tales no por relación a un
parámetro absoluto y supra histórico; ni por comparación con los
indigentes de Calcuta. Lo son por su relación con la ostentosa
riqueza de la nueva oligarquía chilena. Segundo, que aún cuando los
pobres pudieran ser "menos pobres" que antes lo cierto es que su
proporción en relación al conjunto de la población es más del doble
de la que se registraba a finales de 1971, al cabo de un año de
gobierno de Salvador Allende, situación ésta tanto más inadmisible
en cuanto se verifica dentro de un acentuado proceso de crecimiento
económico que, además, contó con el beneplácito y el apoyo de las
clases y grupos más poderosos del capitalismo internacional. Por
último, la tercera objeción se refiere al hecho de que la inequidad
distributiva, esto es, la desigualdad entre ricos y pobres, se
agigantó hasta niveles sin precedentes en la historia chilena. De
ser uno de los países más igualitarios de América Latina Chile se ha
convertido en uno de los más desiguales.
En un país cuyas clases dominantes y sus perros guardianes no le
otorgaron a Salvador Allende ni siquiera un año para superar la
pesada herencia que dejaba, en palabras de Aníbal Pinto, "un caso de
desarrollo frustrado" como el de Chile, las casi tres décadas de
politicas neoliberales parecen ser un período más que suficiente
como para suponer que la situación de pobreza, exclusión y
desigualdad sociales unánimemente percibida deberían haber sido
considerablemente atenuadas. Sin embargo, nada de ésto ha ocurrido,
pese a la rapidez experimentada por el crecimiento económico desde
mediados de los ochentas. Peor aún: lo que la experiencia enseña una
y otra vez es que las políticas neoliberales no sólo son incapaces
de combatir la pobreza sino que, antes bien, son uno de los factores
más dinámicos en su creación y en el aumento de la inequidad y la
exclusión social. Lo anterior vale no sólo en la periferia del
capitalismo sino que también, como lo ha demostrado contundentemente
Paul Krugman, en el corazón mismo del sistema, en los Estados Unidos
y el Reino Unido. (Krugman, 1994)
ii) Argentina
En el caso argentino las cosas distan de ser más edificantes o
promisorias que del otro lado de la cordillera. Según Edwards, la
Argentina era junto con Chile y México uno de los tres casos más
exitosos de reformisno neoliberal. (Edwards, p. 21) ¿Por qué era la
Argentina tan atractiva? Muy simple. De los tres campeones de la
reforma neoliberal, la Argentina era en esos momentos, mediados de
los años noventas, la única que podía exhibir impecables
credenciales democráticos. El "modelo chileno", tan exaltado en la
obra de Edwards, originario él mismo de una de las más tradicionales
familias de la oligarquía de ese país, cargaba con un "pecado
original" difícil de ocultar y más difícil todavía de expiar: era
obra del más abominable régimen político de la historia chilena. Por
lo tanto, era un modelo que exigía moderación en los discursos que
lo postulaban como un ejemplo a imitar, porque contenía muchas cosas
que eran inimitables y otras que no debían ser imitadas. México, a
su vez, tampoco reunía los requisitos de "ejemplaridad" que
necesitaban los teóricos del Banco Mundial y a los intelectuales
orgánicos del capital financiero. Si bien no se presentaba al mundo
chorreando sangre de la cabeza a los pies, como Pinochet, los
gobiernos del PRI distaban mucho de ser reconocidos mundialmente por
la honestidad de su gestión o por la pulcritud de sus procedimientos
democráticos. Mario Vargas Llosa calificó al estado mexicano como
"la dictadura perfecta", aludiendo precisamente a esta peculiar
combinación de libertad aparente y despotismo real. A mediados de la
década de los noventas la Argentina, en cambio, si bien estaba lejos
ella misma de constituir un modelo, tenía ciertas ventajas sobre los
otros países. A diferencia de Chile y México tenía una gobierno
acerca de cuya legitimidad de origen no cabía duda alguna puesto que
había surgido de un impecable proceso electoral. Por otra parte, y
como si lo anterior no fuera suficiente, el menemismo aparecía ante
los ojos de Edwards y sus colegas con un bonus adicional: su
ratificación plebiscitaria en las elecciones de 1991 y 1993 y por el
logro de su objetivo político de máxima: la re-elección en las
elecciones presidenciales de 1995. En otras latitudes el "ajuste
estructural" había sido realizado por una dictadura militar como la
de Pinochet en Chile, o por gobiernos liberales como los del PRI en
su fase de final descomposición. En cambio, la Argentina de Menem
sobresalía por ser el único caso de un país que "hizo todos los
deberes" tal cual lo manda la ortodoxia del Consenso de Washington –
privatizando casi todo lo que podía privatizarse; desregulando y
liberalizando hasta llegar a constituir "mercados salvajes";
destruyendo al estado; achicando el gasto público; abriendo
irresponsablemente la economía; facilitando la especulación
financiera; favoreciendo la concentración del ingreso, etc.– y
además todo ésto lo hizo en democracia. Esta combinación entre un
desorbitado celo neoliberal e instituciones democráticas –que
lamentablemente avalaron con su voto un ensayo de este tipo– es lo
que se encuentra en la base de lo incesantes elogios que el
experimento menemista recibe de los voceros del FMI, el BM y la
prensa y grupos de interés asociados a la "comunidad financiera
internacional". Fue a causa de ello que en la asamblea conjunta del
Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional celebrada en
Washington en Septiembre de 1998 Michel Camdessus, Director Gerente
del FMI, eligiera a "dos grandes estadistas de las Américas", según
sus propias palabras, para pronunciar los discursos principales ante
tan magna asamblea. Por un lado, Bill Clinton; por el otro, Carlos
S. Menem. Este fue presentado por Camdessus como el gran estadista
que supo poner fin a medio siglo de extravíos populistas y
socializantes, y el hombre de cuya firme mano la Argentina había
entrado por el sendero del progreso indefinido que garantizaba la
libertad de los mercados.
Dejando de lado estas notas introductorias vayamos al grano: las
gravísimas limitaciones del Plan de Convertibilidad de Menem/Cavallo
y su carácter ilusorio y suicida se tornaron más que evidentes hacia
finales del menemismo y estallaron por completo durante la
increíblemente inepta gestión de la Alianza. Es cierto que durante
gran parte del período 1991-2001 la inflación había sido abatida y
las cuentas públicas registraban un cierto equilibrio, pero ello no
obedecía a factores genuinos sino a, parafraseando a Alan
Greenspan, la "exhuberancia irracional de los mercados financieros"
que durante todos esos años continuaron ingresando a la Argentina
atraídos por las posibilidades de realizar fenomenales ganancias en
operaciones especulativas y de muy corto plazo, toda ellas teñidas
por fuertes sospechas de corrupción. El resultado fue la total
enajenación del patrimonio público y el alucinante aumento de la
deuda externa, pese a que cuando el país firmó el ingreso al Plan
Brady tanto el Ministro Domingo Cavallo como el Presidente Carlos S.
Menem aseguraron urbi et orbi que el problema ya estaba controlado.
En esos momentos la Argentina debía a sus acreedores externos 62.000
millones de dólares. A pesar de haber cumplido puntualmente con
todos los compromisos acordados hasta el año 2001 el monto de la
deuda asciendo, según estimaciones varias, a unos 130.000 millones
de dólares.
Por otra parte, la recesión que afecta a la Argentina a partir de
1998, la más profunda y prolongada de su historia, le permitió
mantener la paridad cambiaria hasta el estrepitoso colapso de la
convertibilidad, a finales del 2001. Pese a que los índices
macroeconómicos demostraban que a comienzos de los noventas se había
recuperado el sendero de un vigoroso crecimiento, los frutos del
mismo se concentraron cada vez con mayor intensidad en el bloque
dominante hegemonizado por el capital financiero internacional y sus
socios locales. Mientras tanto, había indicios inequívocos que
hablaban del dramático empeoramiento de la situación económica y
social: la desocupación, cuyas tasas actuales ...¡ son diez veces
superiores al promedio histórico de la Argentina!; el incontenible
aumento de la pobreza y la exclusión social, llegando a afectar en
la actualidad a más de la mitad de la población; y la pauperización
de las clases medias, evidentes no sólo entre los desocupados sino
aún entre quienes tienen empleo pero cuyos salarios son
insuficientes para sobrevivir.
El estrepitoso y sangriento colapso del gobierno de Fernando de la
Rúa no hizo otra cosa que rubricar con una especie de "final
wagneriano" la corrupta huída hacia el abismo iniciada por
Menem/Cavallo y concluída por de la Rúa/Cavallo en diciembre del
2001, generando un hecho político de colosales dimensiones: una
verdadera epopeya popular que amalgamó en las principales plazas de
la república al heteróclito universo popular –desocupados,
trabajadores "precarizados", informales, jubilados, jóvenes
impedidos siquiera de ingresar al mercado de trabajo–condenados a
una silenciosa eutanasia por las políticas neoliberales con los
sectores medios cuyos ahorros fueron confiscados sin miramiento
alguno. Los acontecimientos del 19 y 20 de Diciembre del 2001 marcan
por eso mismo un hito en la democracia argentina, porque al menos
por un momento se superó la trampa mortal de la así llamada
"democracia representativa" que, en un orden político carcomido por
el cáncer del neoliberalismo ya no es democracia ni representa a
nadie, y el pueblo, en cuyo nombre existe el régimen democrático, se
hizo por una vez dueño de su propio destino.
Un análisis centrado en las transformaciones de mediano plazo
ocurridas en este ámbito demuestra de manera irrefutable la gravedad
de los procesos de constitución de un verdadero apartheid social en
donde la exclusión de grandes sectores se constituyó en el rasgo más
distintivo de la época. Así observamos que, en el Gran Buenos
Aires, entre 1974 y 2002 la participación del 10 % más pobre de la
población sobre el total de los ingresos de la región disminuyó
desde un ya negligible 2.3 porciento al 1.1 porciento. Es decir, que
los más pobres del país perdieron gracias a las virtudes de las
políticas neoliberales aproximadamente el 52 porciento de sus
ingresos, mienbras que el decil superior que en 1974 se apropiaba
del 28.2 porciento del ingreso a finales del ciclo neoliberal se
adueñaba del 37.6 porciento, con lo cual su participación en el
festín distributivo se acrecentó en un 33.3 porciento, y todo ésto
en un prolongado período histórico en el cual sólo por excepción y
en algunos años la economía argentina dió muestras de algún
crecimiento. [10] Se entienden las razones por las cuales el
establishment puso a disposición de Menem y sus cómplices parte de
sus inmensos recursos e influencias para ayudarlo a cumplir tan
magna labor; y las que tuvo esa misma clase social para dominar a su
antojo al inepto gobierno aliancista, cuyo servilismo y genuflexión
ante los grupos dominantes superó inclusive al propio menemismo. Es
interesante anotar en este respecto que la disminución más acusada
en la participación de los sectores de menores ingresos se produce
durante el gobierno de la Alianza. No sorprende por eso mismo
comprobar que la ratio entre los más ricos y los más pobres se haya
agrandado en la corta experiencia aliancista y su catastrófico
desenlace, saltando de una razón de 24 a 1 en 1999 a casi 34 a 1 en
el 2002. [11]
Una perspectiva también de más largo aliento permite apreciar la
radicalidad de las transformaciones regresivas operadas en la
sociedad argentina como ominoso telón de fondo de nuestra
recuperación democrática. Pese a lo que diga en contrario la
retórica neoliberal, los sectores populares no perciben beneficios,
intereses o rentas sino salarios, y la evolución de éstos –o, mejor
dicho, su dramática involución para los que aún están empleados, y
su ausencia en el caso del vasto ejército de desocupados– muestra
signos claros de una escandalosa regresividad. Por otra parte, la
crisis fiscal del estado producida como consecuencia de esas
políticas y de su indignante tolerancia ante el "veto contributivo"
que imponen unas clases dominantes que desde tiempos de la Colonia
nunca tuvieron que molestarse en pagar impuestos precipitó un
impresionante desplome en la calidad y cantidad de las prestaciones
sociales efectuadas por el estado. El resultado de esta trágica
aberración que es el neoliberalismo queda sintetizado en dos
informaciones. Una, producto de una investigación realizada a
mediados del 2002 y que comprueba que en los distritos más pobres
del Gran Buenos Aires la edad promedio de las mujeres fallecidas en
clínicas disminuyó entre 1992 y 2001 de 75.2 años a 71.3 al paso que
las que lo hicieron en sus hogares, seguramente humildes y con
escasa o nula atención médica, descendió de 74.1 a 68.8 años; entre
los hombres, aquellos que murieron en sus casas descendieron la edad
promedio de 66.5 a 62.7 años en el mismo lapso. (Bär, p. 12) Otra,
y última: un informe oficial del Ministerio de Economía publicado en
los momentos de auge del proyecto neoliberal, en la primera mitad de
los noventas, estimaba que unos 15.000 niños morían cada año a
consecuencia de enfermedades curables que no podían ser
efectivamente controladas debido a los recortes presupuestarios
aplicados al sector salud. Una buena medida del carácter letal del
neoliberalismo lo da la siguiente comparación: ¡sólo en dos años
dichas políticas "desaparecen", en la población infantil, al mismo
número de víctimas que el "terrorismo de Estado" exterminó en siete!
(Secretaría de Programación Económica, p. 18) La exclusión social
resultante de la aplicación de las políticas del Consenso de
Washington aparece en toda su desnudez. Una exclusión que significa
menos ingresos, más hambre, menos atención médica, menos salud,
menos información y, en el fondo, menos libertad. Los excluídos
viven sumidos en un mundo de necesidades insatisfechas que les
impide acceder a los beneficios de la libertad. La contundencia de
estos datos nos exime de mayores comentarios.
iii) México.
Es un hecho que luego de Chiapas, el asesinato de Colosio, las
escandalosas revelaciones sobre los alcances de la corrupción en el
gobierno, el desplome del peso mexicano y la crisis del "tequila"
los famosos "éxitos" de la restructuración ortodoxa en México se
desvanecieron como por arte de magia. (Moffet, 1996: p. 18)
La involución económica y social experimentada luego de casi veinte
años de ajustes ortodoxos es inocultable. La distinguida economista
mexicana Ifigenia Martínez Hernández, abre un documento relativo a
la coyuntura económica de finales de los noventas con estas
palabras: "(A)l iniciarse 1996 el producto por habitante en México
tenía un valor real equivalente al de 1976 y un rezago de 15 % con
respecto al máximo histórico logrado en 1981." (Martínez Hernández,
1996: p. 5) Pese a la profusa retórica reformista utilizada por
distintos gobiernos del PRI para "vender" su conversión al
neoliberalismo, los datos oficiales son incapaces de abonar
conclusiones diferentes: mediciones alternativas muestran que entre
1980 y 1990 el ingreso per capita de los mexicanos declinó en un
12.4 %. (Altimir, 1992) En esos años la pobreza aumentó
significativamente mientras que los salarios reales cayeron en un 40
%. Al igual que en el caso argentino dicha caída estuvo bien lejos
de ser un traspié pasajero sino que, en realidad, se trató de una
modificación estructural en la distribución del ingreso cuyas
consecuencias perduran, agravadas por el "efecto tequila", hasta
nuestros días. Ya en 1990 el consumo per capita se ubicaba en un 7 %
por debajo de 1990. (Bresser Pereira: 1993) Según anota Jorge
Castañeda, actual Secretario de Relaciones Exteriores del gobierno
del Presidente Vicente Fox, cuando en 1992 el gobierno mexicano se
decidió a publicar los primeros registros estadísticos sobre la
distribución del ingreso en los quince años precedentes los datos
fueron espeluznantes: "en 1984 ... el 40 % más pobre de la población
recibía el 14.4 % del ingreso total. Para 1989, el mismo 40 % sólo
recibía el 12.8 %. Pero el 10 % de los más ricos disfrutaron de un
salto en su participación de 32.4 % a 37.9 %." (Castañeda, pp.
283-284). Sin embargo, el optimismo oficial no fue perturbado por
tales hallazgos. Fue necesaria la insurrección de Chiapas y el
colapso del peso mexicano, en diciembre de 1994, para que las elites
locales, su corte de asesores, expertos y "técnicos" y sus mentores
internacionales –el FMI, el Banco Mundial y varias agencias del
gobierno de los Estados Unidos– despertaran ante la amarga
constatación de que la situación estaba fuera de control. Si el
terremoto de 1985 había puesto al desnudo la corrupción generalizada
del estado priísta y su imperdonable deserción de sus
responsabilidades esenciales, la crisis del 1994 fue la gota que
rebalsó el vaso.
Los sucesivos programas de ajuste lanzados por el gobierno de
Ernesto Zedillo y continuados después por el gobierno del PAN no
hicieron sino confirmar las más sombrías predicciones acerca del
curso de los acontecimientos. Ya desde el inicio algunos
funcionarios del área económica del gobierno de Zedillo hicieron
saber a la población que sería necesario adoptar "duras medidas" de
austeridad y restricción del consumo –¡como si lo ocurrido hasta
entonces hubiese sido una orgía consumista en donde los sectores
populares daban rienda suelta a sus ambiciones más extravagantes!–
que seguramente reducirían aún más el poder adquisitivo de los
salarios, ocasionando renovadas deprivaciones y padecimientos a la
gran mayoría de las clases y capas populares de México. (DePalma,
1995: A 1/10)
Un dato, producido por una reciente investigación sintetiza la
miseria del neoliberalismo en el ocaso de la gestión priísta: un
estudio médico-social a nivel nacional efectuado sobre los
adolescentes mexicanos comprueba que la estatura promedio de los
mismos disminuyó en 1.7 centímetros entre 1982, año de comienzo del
"ajuste neoliberal" y 1997. Tal como lo observa Asa Cristina Laurell
para que una involución de este tipo sea posible en apenas quince
años se requiere someter a la población a penurias económicas y
privaciones nutricionales extraordinarias y persistentes,
demostrativas del verdadero significado de las políticas "amistosas
hacia el mercado" y sus perniciosas consecuencias en términos de
exclusión social. (Laurell, p. 7 ) En España, Japón y Corea, para
mencionar sino sólo algunos casos, la altura promedio de los
adolescentes no ha dejado de aumentar. El reverso de este fenomenal
castigo a los pobres ha sido, como bien lo ha notado Carlos Fuentes,
la creación de un puñado de multimillonarios mexicanos, que compiten
con alemanes, japoneses y norteamericanos en la lista de las más
grandes fortunas del planeta. Esta irritante inequidad es también
demostrada por Julio Boltvinik, desde otra perspectiva, cuando
concluye que "la proporción de mortalidad rural promedio es ... más
del triple que la de la clase alta urbana. ... Estos datos
significan que dos terceras partes de las muertes rurales –muertes
de pobres, básicamente– son evitables." (Boltvinik, 1999: p. 23)
Conviene recordar que, según surge de los datos recogidos por el
Censo de 1990, en los municipios rurales con predominio de población
indígena el 43 % de la población percibe ingresos inferiores a un
salario mínimo (es decir, unos U$S 4.- por día), la tasa de
analfabetismo asciende al 43 %, más de la mitad de los hogares
carecen de agua y electricidad y un 82 % tampoco tienen drenajes
cloacales. (Ramírez Magaña, 1999, p. 17)
El contraste entre los sucesivos "paquetes" que el gobierno mexicano
instrumentó para asegurar el salvataje de los bancos insolventes y
el presupuesto de su principal programa de "combate a la pobreza",
el Progresa , es escandaloso: mientras que los primeros
contemplaban una asignación inicial de 65,000 millones de dólares el
segundo apenas ascendía, en 1997, a los 187 millones de la misma
moneda. Según estima Laurell, los recursos canalizados a través del
Progresa equivalían a unos tres dólares por persona pobre o siete
dólares por cada uno viviendo en condición de indigencia, una cifra
ridícula por sí sóla e indignante si se la compara con el esfuerzo
realizado para preservar la rentabilidad del capital financiero.
(Laurell, p. 12) La cifra destinada al salvataje de los bancos
equivale, conviene anotarlo, al presupuesto de la UNAM durante 70
años, precisamente en el momento en que el gobierno de Zedillo está
tratando de introducir el arancelamiento universitario.
Lamentablemente, el curso de los acontecimientos no ha variado en
México con el advenimiento del "recambio democrático." En realidad
las bases esenciales sobre las cuales se asentaba el estado
mexicano: la alianza de la dirigencia política con lo que el
Subcomandante Marcos llama "los señores del dinero" permanece
incólume. Sólo se produjeron modificaciones en la ornamentación
externa del estado, sustituyendo el rostro de los herederos de la
vieja "familia revolucionaria" por el de los resplandecientes
gerentes de la iniciativa privada. Las rebuscadas ficciones
hayekianas –kosmos , "orden espontáneo" de la sociedad,
constructivismo, etc.– se disuelven sin dejar rastros en medio de la
barbarie capitalista en América Latina.
iv) Tendencias latinoamericanas.
No es necesario ser un crítico empecinado de los capitalismos
latinoamericanos para comprobar que la misión de las políticas
neoliberales aplicadas a rajatabla en esta parte del planeta parece
haber sido la de potenciar las exhorbitantes ganancias de las
minorías adineradas de América Latina a cualquier precio. Este
incluía, como necesaria contrapartida, la escandalosa exclusión de
crecientes sectores de la población de los beneficios del progreso
económico. Por eso es que nuestra región sigue siendo la de peor
distribución de ingresos del mundo. Hay multitudes más pobres que
las nuestras en el Sur de Asia y en el Africa Sub-sahariana, pero
nadie tiene tantos super millonarios como nosotros en el Tercer
Mundo. De ahí que la brecha que separe a unos y otros en esta parte
del mundo no tiene parangón en el plano internacional.
La aberrante polarización y exclusión social que prevalece en
América Latina en su conjunto se grafica nítidamente cuando se
observa, por ejemplo, que el ingreso medio de los ejecutivos de las
grandes empresas después del pago de impuestos es en Brasil 93 veces
superior al ingreso per cápita de su país, 49 veces en Venezuela, 45
veces en México y 39 veces en la Argentina. Por contraposición, en
los capitalismos avanzados, con sociedades inclusivas en vez de
excluyentes, este diferencial es muchísimo menos pronunciado: en
Canadá, Francia, Alemania y Holanda es de 7 veces, en Bélgica y
Japón 5 y en Suecia 4. (Vilas, p. 124) Una medición complementaria
de la anterior, como la relación entre el ingreso de los gerentes
generales y el salario medio del trabajador del sector industrial,
confirma los rasgos extravagantes del capitalisno latinoamericano:
en Venezuela los CEOs (chief executives officers) obtienen ingresos
84 veces superiores a los de sus empleados, en Brasil 48, en México
43 y 30 en la Argentina, mientras que en Canadá es de 13 veces, 11
en Alemania y Suecia, 10 en Japón y 8 en Corea del Sur. (Jackson, p.
7) Jackson extrae dos conclusiones principales de estos datos:
primero, que la tendencia en los últimos años ha sido hacia una
profundización de la grieta que separa los ingresos de los
ejecutivos de los de sus empleados. En el caso de la British
Petroleum, por ejemplo, esta relación saltó de 16 veces en 1985 a 53
en 1990 y a 60 en 1997, pese a la crisis de la industria del
petróleo, la caída en la rentabilidad media del sector y el desplome
del precio del crudo en los mercados internacionales. Es cierto que
se trata de una empresa perteneciente al Reino Unido, un país que
gracias a las politicas neoliberales de Margaret Thatcher y John
Major se ha "latinoamericanizado" notablemente, a punto tal que hoy
ostenta el triste título de contar con la estructura de distribución
de ingresos más inequitativa y desigual de la Unión Europea. Pero lo
ocurrido en British Petroleum se ha reiterado en las empresas
norteamericanas y, de modo mucho más acentuado, en los países
latinoamericanos. La segunda conclusión es que las exhorbitantes
diferencias de remuneraciones que se observan en América Latina se
corresponden íntimamente con los extraordinarios niveles de pobreza
y exclusión social que prevalecen en esta región, mientras que la
relativa igualdad existente en el otro extremo de la escala "se
asocia con la riqueza pero también con un alto nivel de
involucramiento del estado en la economía," una observación que
adquiere renovado relieve al ser publicada por un medio tan
ideológicamente comprometido con el neoliberalismo como el Financial
Times. (Jackson, p. 7)
Otros indicadores se mueven en la misma dirección. Una medida que
examina las disparidades existentes entre los extremos de la
distribución de ingresos de la región demuestra conclusivamente el
sostenido avance de la polarización social en América Latina y la
enorme magnitud del hiato que separa a los más pobres de los más
ricos en esta parte del mundo.
Polarización del Ingreso en América Latina, 1980- 95
___________________________________________________
------------------ / 1980 / 1985 / 1990 / 1995
A) 1 % más pobre-- / $184 / $193 / $180 / $159
B) 1 % más rico--- / $43,685 / $ 54.929 / $ 64.948 / $ 66.363
Ratio B/A-------- / 237 / 285 / 361 / 417
___________________________________________________
Fuente: Londoño, Juan Luis y Miguel Szekely, "Sorpresas
distributivas después de una década de reformas" , en Pensamiento
Iberoamericano. Revista de Economía Política. (Número Especial,
1998)
En conclusión: en el marco de las "reformas amistosas del mercado"
el 1 % más pobre de las sociedades latinoamericanas perdió casi el
14 % de sus miserables ingresos mientras que los super-ricos
acrecentaron los suyos en un 52 %, aumentando extraordinariamente la
distancia que los separa de los primeros. El famoso "efecto derrame"
(trickle down ) tan propagandizado por los ideólogos y publicistas
del neoliberalismo demostró ser apenas un dispositivo retórico que
la experiencia histórica refuta impiadosamente y destinado a
alimentar la resignación y el conformismo de las víctimas del
capitalismo. La inmoralidad de las cifras precedentes se torna aún
más escandalosa si se recuerda que los ochentas han sido
considerados como la "década perdida" y que la siguiente no corrió
micha mejor suerte. Es decir, que el desorbitado crecimiento de la
riqueza del segmento más rico de nuestros países se produjo en un
contexto tipo "suma cero" en donde, tal cual demuestran las cifras,
el enriquecimiento de unos pocos ha ignificado la pauperización de
muchos y la exclusión social de grandes masas de nuestras
poblaciones. La torta se ha achicado pero la plutocracia se las
ingenió para acrecentar en más de la mitad el tamaño de su ración,
contanto para ello con el apoyo del coro de economistas ortodoxos
que apelan a toda clase de sofismas y pseudo-demostraciones
estadísticas para justificar el saqueo de los pobres. Esta fractura
entre ricos y pobres reaparece, va de suyo, en otros índices y los
datos recientemente producidos por la Organización Panamericana de
la Salud no son más reconfortantes que los ya examinados: la
esperanza de vida del 10 % más rico de la sociedad venezolana es de
72 años, mientras que la que le aguarda a quienes tienen el
infortunio de nacer en el 40 % más pobre es de apenas 58 años. Y en
Chile, país considerado el paradigma de una exitosa reforma
económica, la tasa de mortalidad infantil en las comunas más pobres
triplica a la que se observa en las comunas más ricas: 26.9 por mil
contra 7.5 por mil nacidos vivos. Nacer en una comuna pobre es una
operación tres veces más riesgosa que hacerlo en Providencia o Las
Condes. (Vilas, p. 124)
c) el ataque a la democracia
El tercer y último aspecto que quisiéramos examinar en estas páginas
es el relativo al debilitamiento sufrido por nuestros países a causa
del efecto corrosivo de las políticas del Consenso de Washington.
Estas, lejos de haber consolidado nuestras nacientes democracias
operó en un sentido exactamente inverso, y las consecuencias las
estamos pagando hoy. Es por eso que luego de un período de casi dos
décadas los logros de los capitalismos democráticos latinoamericanos
no lucen como demasiado excitantes ni atractivos. La sociedad actual
es más desigual e injusta que la que le precediera. Si entre 1945 y
1980 los países latinoamericanos experimentaron un módico progreso
en dirección de una cierta mayor igualdad social; si en ese mismo
período experiencias de distinto tipo, desde variantes del populismo
hasta algunas modalidades del desarrollismo, se las ingeniaron para
sentar las bases de una política que, en algunos países, fue
agresivamente "inclusionista" y tendiente a "ciudadanizar" a grandes
sectores de nuestras sociedades, el período que se inicia a partir
de la crisis de la deuda tiene un signo manifiestamente contrario.
En él viejos derechos se convirtieron en inalcanzables mercancías;
las precarias redes de solidaridad social fueron demolidas al compás
de la fragmentación social ocasionada por las políticas económicas
ortodoxas y el individualismo promovido por los nuevos valores
dominantes; los actores y las fuerzas sociales que en el pasado
canalizaron las aspiraciones y las demandas de las clases y capas
populares -los sindicatos, los partidos populistas y de izquierda,
las asociaciones populares, etc.- se debilitaron o simplemente
fueron barridos de la escena. De este modo los ciudadanos de
nuestras democracias se vieron atrapados por una situación
paradojal: mientras que en el "cielo" ideológico del nuevo
capitalismo democrático se los exhaltaba como soberanos y
depositarios últimos de un amplio repertorio de derechos y
habilitaciones, en la prosaica "tierra" del mercado y la sociedad
civil eran despojados prolijamente de esos derechos por medio de
crueles y acelerados procesos de "desciudadanización" que los
marginaban y excluían de los beneficios del progreso económico y la
democracia.
No debiera sorprendernos, en consecuencia, encontrar que los
resultados de las encuestas de opinión pública en América Latina
demuestran altos niveles de insatisfacción con el desempeño de
nuestros regímenes democráticos. Mediciones recientes hechas por
Latinobarómetro han arrojado resultados sumamente preocupantes: sólo
el 32 porciento de la población de la región se declara satisfecho
con la democracia. Este guarismo es más elevado en Costa Rica, donde
quienes así piensan ascienden a un 75 porciento. Pero en Chile sólo
un 27 porciento expresa el mismo sentimiento, 21 porciento en
Brasil, 18 porciento en México, 8 porciento en Argentina y 7
porciento en Paraguay. (Ventura, p. 7) En el caso de Chile los
datos sobre el ausentismo electoral son contundentes: 3 millones de
jóvenes rehusaron inscribirse en los registros electorales que los
facultaban para votar en las elecciones parlamentarias de 1997,
mientras que un 41 % de los ciudadanos no acudió a las urnas.
(Relea, p. 23) Si estas son las cifras en el país considerado el
"modelo exitoso" de las reformas neoliberales cabría preguntarse qué
queda para los otros.
En términos más generales podría decirse que lo que ocurre es que,
en el nuevo contexto ideológico signado por el primado del
neoliberalismo, la participación ciudadana en la cosa publica fue
sistemática y sutilmente desalentada. En primer lugar por la
satanización experimentada por el estado y, junto a él, todo lo que
sea concebido como una esfera publica. Este proceso contrastó con la
simétrica exaltación de las virtudes del mercado y, posteriormente,
de la "sociedad civil", concebida ésta sin ninguna de las
diferenciaciones clasistas, sexistas y racistas que la marcan
indeleblemente en los capitalismos contemporáneos. En segundo
término, porque las estrategias colectivistas de intervención
política cayeron igualmente en desgracia, en favor del acérrimo
individualismo que prevalece en los mercados. En tercer lugar,
porque la banalización de la política y de las instancias
participativas de la ciudadanía –ejemplificadas en la dictadura de
los mercados y en el hecho de que éstos, como lo recordaba George
Soros, "votan todos los días"– ahuyentó a los ciudadanos y promovió
la "privatización" de sus actividades. Si todos los partidos
elaboran un mismo discurso, si todos pretenden captar un supuesto
"centro" político e ideológico, si nadie quiere diferenciarse, ergo,
¿para qué molestarse en buscar información, registrarse e ir a
votar?
En suma: difícilmente podría sostenerse que un "paraíso neoliberal"
de las características que conocemos en nuestra región sea demasiado
propenso al desarrollo de una sociedad integrada y sin exclusiones,
o al sostenimiento de la democracia politica y la participación
ciudadana en la vida pública. Más bien parecería ser el escenario
propicio para el resurgimiento de nuevas formas de despotismo
político. En consecuencia, las "farsescas" democracias de América
Latina están sufriendo los embates no ya de las "reformas orientadas
al mercado", como eufemísticamente se las llama, sino de una
auténtica contrarreforma social dispuestas a llegar a cualquier
extremo con tal de preservar y reproducir las estructuras de la
desigualdad social y económica en nuestra región. Esta
contrarreforma tiene por objetivo declarado hacer que los rigores
del mercado actúen como incentivos para motivar conductas más
racionales de los agentes económicos. Esta es la línea fundamental
de los razonamientos de F. von Hayek, y su intransigente prédica en
contra del igualitarismo y el colectivisno. Por eso no cabe la menor
duda de que, tal como lo ha observado Gosta Esping-Andersen en
repetidas ocasiones, un buen indicador de la mayor o menor justicia
social existente en un país está dado por el grado de
"desmercantilización" de la oferta de bienes y servicios básicos
requeridos para satisfacer las necesidades de los hombres y mujeres
concretos que constituyen una comunidad. La "desmercantilización"
significa que una persona puede sobrevivir sin depender de los
caprichosos movimientos del mercado. "Fortalece al trabajador y
debilita la autoridad absoluta de los empleadores. Esta es,
exactamente, la razón por la cual los empleadores siempre se
opusieron a ella". (Esping-Andersen, p. 22) Allí donde la
provisión de la educación, la salud, la vivienda, la recreación y la
seguridad social –para citar las instancias más corrientes– se
encuentre liberada de los sesgos clasistas y excluyentes
introducidos por el mercado será posible contemplar los contornos de
una sociedad más justa. La otra cara de la mercantilización es la
exclusión, porque ella significa que sólo quienes tienen dinero
suficiente podrán adquirir bienes y servicios que, en otras
sociedades, son inherentes a la condición ciudadana. Por el
contrario, allí donde aquellos dependan del desigual acceso de sus
habitantes en función de sus recursos económicos –es decir, ya no
más concebidos como derechos ciudadanos de universal adjudicación–
tropezaremos con la injusticia y todo el repertorio de sus
aberrantes manifestaciones: indigencia y pobreza, desintegración
social y anomia, ignorancia, enfermedad, las múltiples formas de la
opresión y sus deplorables secuelas. Los países escandinavos y
América Latina muestran los contrastantes alcances de esta
dicotomía: por una parte, una ciudadanía política efectiva que se
asienta sobre la universalidad del acceso a bienes y servicios
básicos concebidos como una suerte de innegociable "salario del
ciudadano" ya incorporado al "contrato social" de los países
nórdicos y, de manera un tanto más diluída, al de las formaciones
sociales europeas en general. El "salario del ciudadano" significa,
en buenas cuentas, un certificado en contra de la exclusión social
porque garantiza por la vía política e institucional el disfrute de
ciertos bienes y servicios que, ante la ausencia de tal instituto,
deben adquirirlo en el mercado aquellos sectores cuyos ingresos los
facultan a ello. (Bowles y Gintis, pp. 70-78) Por el contrario, las
"nuevas democracias latinoamericanas", con su mezcla farsesca de
inconsecuentes procesos de ciudadanización política cabalgando sobre
una creciente "desciudadanización económica y social", todo lo cual
culmina en una ciudadanía formal y fetichizada, vaciada de contenido
sustantivo y segura fuente de futuros despotismos. De ahí que, al
cabo de tantos años de transiciones democráticas tengamos
democracias sin ciudadanos, o democracias de libre mercado, cuyo
objetivo supremo es la ganancia de las clases dominantes y no el
bienestar de la ciudadanía.
La "cruzada antiestatista"
El cambio en el clima intelectual y político de Occidente en los
años ochentas puede sintetizarse en un doble movimiento. Por una
parte, la exhaltación y el endiosamiento del mercado, cerrando los
ojos a los resultados catastróficos que su incontrolado
funcionamiento había producido en el pasado –hasta desembocar, por
ejemplo, en la Gran Depresión de 1929 y su más tenebrosa secuela: la
Segunda Guerra Mundial. Por la otra, una recíproca "satanización"
del estado, señalado como el culpable de los principales problemas
que afectan a las sociedades contemporáneas. Bajo estas
circunstancias, el auge de los planteamientos conocidos como el
Consenso de Washington ha convertido al estado en la bete noire a
combatir. [12]
Una de las consecuencias derivadas de la crisis del keynesianismo y
de la fenomenal mutación sufrida por las ideas económicas dominantes
fue la profundización del debilitamiento del estado. En el caso
argentino, la crisis estructural que padecía era inocultable: su
raquitismo presupuestario, la irracionalidad e ineficiencia del
gasto público, el bajo nivel de calificación profesional de su
funcionariado, su regresividad tributaria, la sangría de la deuda
externa, y su exasperante burocratismo lo habían carcomido hasta sus
entrañas. Este proceso era visible para casi todos, salvo los
populistas y la izquierda dogmática que se empeñaron de manera
suicida en desconocerlo, con lo cual la posibilidad de orquestar una
defensa adecuada y realista del estado como un espacio público apto
para defender los intereses populares y los derechos ciudadanos se
evaporó irremisiblemente. A esta deplorable realidad se le superpuso
el discurso ideológico autoincriminatorio del neoliberalismo, que
iguala todo lo estatal con la ineficiencia, la corrupción y el
despilfarro, mientras que la "iniciativa privada" es sublimada como
la esfera de la eficiencia, la probidad y la austeridad. Pese a su
elocuencia retórica, las imágenes maniqueas que proyecta el credo
neoliberal: estado= ineficiencia versus mercados= racionalidad y
eficiencia, son sólo producto del dogmatismo e insostenibles a la
luz de la evidencia empírica. La ineficiencia no es patrimonio
exclusivo del sector público, puesto que abundan las historias de
empresas privadas ineficientes y no-competitivas que sobreviven
gracias a subsidios oficiales abiertos o encubiertos. Por otra
parte, ¿cómo negar que, cuando existen, la cara oculta de la
corrupción y la ineficiencia del "estatismo" es el empresario -o el
usuario- que corrompe al funcionario estatal y que torna la
ineficiencia del sector público una de sus más pródigas fuentes de
ganancia? En todo caso, lo cierto es que la amalgama de la crisis
estructural del estado con un discurso que lo sataniza ha disminuído
aún más su capacidad para formular y ejecutar políticas públicas, y
sin éstas no hay mercados que funcionen. Después de la oleada de
privatizaciones, desregulaciones, liberalizaciones, aperturas
comerciales y financieras indiscriminadas -casi siempre realizadas
sin tomar en cuenta la necesidad de resguardar el bien común y el
bienestar general de la comunidad- tenemos en América Latina mucho
menos estado y mucho más mercado. El péndulo se ha movido
abruptamente en la dirección de los mercados incontrolados: si antes
había, supuestamente, un exceso de "intervencionismo estatal", ahora
el peligro es exactamente el contrario, la patológica debilidad de
los estados para regular y encauzar lo que en la postguerra un
célebre economista de Harvard, Joseph Schumpeter, denominara la
"destrucción creativa" del capitalismo, es decir, las ciegas
fuerzas del mercado. De hecho, los estados latinoamericanos se han
convertido en inermes rehenes de las clases dominantes. En lugar de
ser aquellos quienes regulan los mercados son éstos quienes fijan
límites a las actividades de los primeros.
Por lo tanto, y en consonancia con las ideas económicas
predominantes, las graves distorsiones que evidenciaba el estado
latinoamericano fueron atacadas mediante procesos de "reforma" que,
en realidad, se limitaron a recortar a mansalva los presupuestos
públicos, cancelar servicios y prestaciones sociales indispensables
-sobre todo para los sectores de menores ingresos- y ordenar
despidos masivos que, en muchos casos, sólo sirvieron para que la
administración pública se desprendiera de algunos de sus mejores
servidores. Claro está que, en tiempos de ajuste fiscal y de deudas
renegociadas en el marco del Plan Brady, las reformas en cuestión se
convirtieron en un oportuno pretexto para que el estado y los
gobiernos se desentiendieran de lo que en los capitalismos avanzados
se consideran sus esenciales e indelegables responsabilidades. El
problema con que tropiezan los empecinados "reformistas" es que no
hay mercados que funcionen si no existe un estado fuerte, eficiente
y honesto, que garantice un cierto grado de equidad distributiva, el
respeto a reglas de juego consensualmente acordadas y la eficaz
administración de la justicia. Los mercados sin estado rematan en
la sobrevivencia del más fuerte y condena a la sociedad a su propia
ruina: consagran la primacía del "mercado negro" o, como en Rusia,
sucumben ante la dictadura de la mafia.
La abrumadora hegemonía del neoliberalismo económico hizo que las
iniciativas tendientes a reformar el estado asumieran la forma de
una irracional cruzada purificadora. Ofuscados por su afán de ser
"más papistas que el papa" y deseosos de probar en los hechos su
intensa adhesión a los dogmas del Consenso de Washington -olvidando
que, como lo recuerda el mismo John Williamson, "Washington no
siempre practica lo que predica"- en lugar de erradicar al
"estatismo" como deformación viciosa de una institución tan
necesaria como el estado varios gobiernos de la región se dieron
alegremente a la tarea de destruirlo.[13] Así se privatizaron las
empresas públicas, pero transfiriendo -muchas veces con
procedimientos poco claros y lindantes en el escándalo, a precios
irrisorios y sin los más elementales recaudos para proteger a los
futuros usuarios, como los que en el Reino Unido, por ejemplo,
tomara el gobierno de Margaret Thatcher– el patrimonio acumulado a
lo largo de varias generaciones a voraces conglomerados económicos
nacionales o internacionales, no pocas veces asociados a
ineficientes monopolios estatales del extranjero. También se
desregularon y liberalizaron muchas actividades económicas -pero
preservando ciertos "cotos de caza" para oligopolios regenteados por
"influyentes" allegados a los círculos gobernantes- y en detrimento
de la colectividad se amputaron innecesariamente cruciales funciones
de fiscalización y contralor -en el caso argentino, por ejemplo, en
la industria farmacéutica, de bebidas o de la alimentación- que el
estado desempeñaba con razonable eficacia desde hacía más de medio
siglo. Por último -y en gran medida gracias a los no-renovables
ingresos producidos por las privatizaciones- se redujo el déficit
fiscal, pero privando al estado de los recursos más elementales para
garantizar la oferta de bienes públicos esenciales y para intervenir
eficazmente en la vida económica y social, con los naturales
perjuicios y costos sociales que ésto trajo aparejado.
Toda esta insensatez fue justificada por una ideología crudamente
"privatista" que aún, producto de su fundamentalismo ideológico, hoy
es incapaz de distinguir en el plano teórico entre el mediocre
desempeño de algunas empresas privadas de aviación -como US Air,
Valuejet, o las difuntas Pan American o Eastern- del que exhiben
algunas empresas estatales (o con amplia mayoría accionaria estatal)
como Swissair, Japan Air Lines, Lufthansa o Air France. O de
reconocer que los ferrocarriles estatales de Francia, Suiza y
Alemania son infinitamente superiores en calidad, eficiencia y
precio a la norteamericana Amtrak; o que la empresa estatal
telefónica de Francia es incomparablemente superior a cualquiera de
las privadas de los Estados Unidos y que, a pesar de su crisis, el
Royal Mail británico es muchísimo mejor que los "correos privados"
que han florecido por toda América Latina. Ante esta evidencia,
¿cómo es posible aducir la "superioridad" –en términos de
eficiencia, racionalidad, precio, calidad y servicio– de las fuerzas
del mercado en todo tiempo, lugar y circunstancia? Hay que
abandonar estos dogmas y retornar a la sensatez, refundando al
estado antes de que sea demasiado tarde.
Reconstruyendo al estado
La importancia de la problemática del estado adquiere una renovada
y dramática trascendencia ante la rápida propagación de la pobreza y
la resultante exclusión social en todo el continente. En efecto, un
reciente estudio de la CEPAL concluye que
"la pobreza es el mayor desafío para las economías de América Latina
y el Caribe. Entre 1980 y 1990 la pobreza empeoró como resultado de
la crisis y de las políticas de ajuste, eliminando gran parte del
progreso alcanzado en la reducción de la pobreza en los años
sesentas y setentas." [14]
Ante una situación como ésta, el estado -cualquiera que sea su
estructura, tamaño y orientación- deberá diseñar un conjunto de
políticas sociales que neutralicen y corrijan las desquiciantes
consecuencias de lo que los economistas ortodoxos denominan, con
llamativa benevolencia, las "fallas del mercado". Esta
responsabilidad de los poderes públicos, de la cual ni siquiera los
gobiernos más conservadores de Europa y los Estados Unidos han
abdicado, constituye sin embargo tema de arduo debate en América
Latina, pese a que en estas latidudes los mercados han demostrado
una colosal ineptitud para resolver los nuevos desafíos planteados
por la educación, la vivienda, la salud, la seguridad social, el
medio ambiente y el crecimiento económico, para no citar sino los
ejemplos más corrientes.
El costo de la inacción oficial –pagando tributo al dogma reinante–
será inmenso, no sólo en términos morales y sociales sino también de
desempeño económico, competitividad internacional y de estabilidad
democrática. Según diversos trabajos elaborados por la misma CEPAL,
en 1960 un 51 porciento de la población de América Latina vivía por
debajo de la línea de pobreza. En 1970 esta proporcion había
descendido a un 40 porciento. En la década de los setentas la
tendencia positiva se estanca, registrando un ligero aumento hasta
llegar a un 41 porciento en 1980. Luego del estallido de la crisis
de la deuda y la puesta en marcha de las políticas de ajuste y
estabilización la regresión social cobra más fuerza: la proporción
de pobres salta al 43 porciento en 1986 y a un 46 porciento en 1990,
esto es 196 millones de latinoamericanos. Las estimaciones
alternativas sobre lo que nos espera están lejos de ser
tranquilizadoras. Adoptando una metodología más refinada el
Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo llega a
conclusiones bastante más sombrías: en un escenario "optimista", es
decir, suponiendo que el PBI per cápita crece a un ritmo promedio
anual del 1.3 %, en el año 2000 se supone que habían en nuestra
región 296 millones de pobres, o sea, un 56.3 % de la población de
América Latina; en cambio, el escenario "pesimista" –que implica que
el PBI per cápita permanece estancado– postula que hacia fines de
siglo podría haber 312 millones de pobres en América Latina, un 59.3
% del total de la población. Todavia no hay cifras definitivas para
aquilatar el mérito de ambas hipótesis. [15]
Podemos concluir pues que si se persiste en la orientación de la
política económica adoptada en los años recientes los países de la
región corren serios riesgos de que las modificaciones regresivas
que tuvieron lugar en el pasado inmediato se profundicen y
consoliden definitivamente. De este modo, las que fueran
desaprensivamente consideradas como meras reversiones coyunturales -
fácilmente controlables y solucionables- podrían coagular en un
nuevo tipo de estructura social caracterizada por marcados niveles
de polarización y heterogeneidad social, con extremos de pobreza e
indigencia que conviven –con niveles crecientes de violencia ,
criminalidad, anomia y desorganización social– con otros de riqueza
y opulencia.
Por otro lado es bien sabido que no es con una fuerza de trabajo
pauperizada, hambrienta, cada vez menos educada, carente de una
adecuada atención sanitaria, mal vestida y peor alojada como
nuestros países podrán insertarse en la crecientemente competitiva
economía internacional. Las naciones que han sobresalido en este
empeño han hecho exactamente lo contrario: sus gobiernos diseñaron y
pusieron en práctica un amplio abanico de políticas públicas
encaminadas consistentemente a mejorar las condiciones de existencia
de grandes sectores de la población, y ésto les ha permitido contar
con una fuerza de trabajo mejor entrenada, mejor remunerada y más
productiva.
Conclusiones tentativas
En uno de los momentos más aciagos de la historia argentina se
popularizó un slogan que prometía "achicar el estado para agrandar a
la Nación." Formulaciones ligeramente diferentes se encuentran
también en otros países de la región. El estruendoso fracaso de
dicho experimento, asociado a la gestión del ministro José A.
Martínez de Hoz durante la última dictadura militar, provocó un
oportuno reflujo de esas ideas. Sin embargo, hacia finales de la
década de los ochentas –espoleadas por el estancamiento de la
economía y la hiperinflación– éstas renacieron con renovada
virulencia.
El argumento central de los "libremercadistas" es que las
propensiones deficitarias del estado son incontrolables y conducen
al caos económico. Sin embargo, omiten señalar que la deplorable
situación de las cuentas fiscales no se origina en la desmesura del
gasto sino en la crónica incapacidad de nuestros gobiernos para
asegurar ingresos suficientes por la vía de un régimen tributario
razonable y progresivo. Contrariamente a lo que predican algunos de
los más fervorosos exégetas neoliberales el "tamaño" del estado en
la Argentina -medido por la proporción del gasto público sobre el
PBI- es sustancialmente menor que el de los países
industrializados. Decir, por lo tanto, que el estado está en crisis
porque es demasiado "grande" y gasta más de lo que debe –ocultando
el hecho de que, proporcionalmente, la Argentina gasta mucho
menos que Francia, Alemania, Canadá, Estados Unidos y muchos otros
gigantes de la economía mundial– equivale a faltar gravemente a la
verdad. Más de la mitad de las economías industrializadas destinaron
en 1985 más del 50 % de su producto bruto al gasto público, y desde
entonces ésta proporción no ha descendido. A finales de los ochentas
el gasto público era de un 33 % en Argentina; pese a la acumulación
de problemas sociales que permanecen lastimosamente irresueltos, a
mediados de los noventas había descendido al 26 %. Ergo, el tamaño
de nuestro estado está bien lejos de constituir un dato aberrante en
la economía internacional. Un reciente estudio del Banco Mundial
revela que el gasto público en los países de "bajos ingresos" (entre
los cuales no se cuenta la Argentina sino las empobrecidas naciones
de Africa y Asia) oscila en torno al 23 %, mientras que en las
"economías industriales de mercado" -¿tal vez por su incontenible
adhesión al "populismo económico"?- aquél se sitúa alrededor del
40.0 %. [16] En América Latina el gasto público de Guatemala es
del 11.8 %; en Gabón esta cifra se derrumba hasta un abismal 3.2 %.
En Suecia, en cambio, llega al 55 %. Pese a que algunos aseguran que
por el camino del consistente achicamiento del estado nos estamos
dirigiendo hacia el Primer Mundo, ¿no estaremos en realidad
marchando a Guatemala, o a Gabón?
En consecuencia, pretender "ajustar" las cuentas públicas reduciendo
aún más el gasto fiscal es una política que marcha a contramano de
la experiencia práctica de los países desarrollados. En la Argentina
hace tiempo que no hay por donde ajustar gastos. Con salarios en el
sector público del orden de los $ 400 y con jubilaciones que oscilan
alrededor de los $ 150 ya no hay demasiado margen para recortar los
"excesos" del gasto público. ¿Es razonable pensar en nuevas
reducciones para los escuálidos presupuestos de seguridad social,
educación, ciencia y técnica, salud, vivienda, obras públicas,
defensa y justicia?
Conclusión: el talón de Aquiles de la crisis fiscal no radica en lo
desorbitado del gasto público sino en la debilidad de nuestros
estados, que se verifica en su incapacidad para desterrar una
funesta tradición política latinoamericana: el "veto contributivo"
que ejercen las clases dominantes desde tiempos inmemoriales, que
les exime de pagar los impuestos que abonan sus contrapartes en el
mundo desarrollado. Esta deplorable y antidemocrática complicidad
estatal con la riqueza queda en evidencia cuando se compara la
supuesta "alta presión tributaria" del estado latinoamericano con
otros casos nacionales. Los datos de la OECD demuestran que nuestra
presión impositiva es menos de la mitad de la que existe en los
países industrializados, y mucho más cercana a la que encontramos
como promedio en Africa o Asia. Mientras que en 1989 la presión
tributaria –medida como porcentaje de los impuestos sobre el PBI– de
los países más desarrollados de América Latina oscilaba en torno al
17 % (y la de Paraguay y Guatemala giraba alrededor del 8 %), en
Africa llegaba a 15.4 % y en Asia al 14.6 %. Por contraposición, en
el promedio de los países industrializados ascendía a un 37.5 %,
excluyendo en todos los casos las contribuciones por conceptos de
seguridad social. [17] Pero el ejemplo más elocuente lo provee el
análisis de las cifras del impuesto directo en relación al PIB :
mientras que el nivel promedio para los países de la OECD gira en
torno al 14 %, apenas si llega al 5 % en Mexico; 4 % en Brasil; 3 %
en Argentina; 2 % en Guatemala, y 1 % en Bolivia. Sorprende
comprobar como gobiernos -como el de Carlos S. Menem, por ejemplo-
que fueron lo suficientemente "fuertes" como para privatizar casi
todas las empresas y servicios públicos, desmantelar grandes
agencias y ministerios y recortar draconianamente presupuestos
fiscales y gastos sociales (sometiendo a oposiciones sociales y
políticas, a parlamentos díscolos y, a veces, a jueces
independientes) sean tan débiles a la hora de organizar un régimen
tributario mínimamente equitativo y que obligue a los sectores más
ricos de la sociedad a pagar impuestos en una proporción semejante a
la que prevalece en los países civilizados.
Como resultado, nuestra estructura impositiva es altamente regresiva
e injusta: mientras que en los países industrializados los impuestos
directos –que gravan al capital, las ganancias y las manifestaciones
de riqueza– representan las dos terceras partes de los ingresos
tributarios, en América Latina constituyen apenas una tercera parte.
Por consiguiente, el grueso de los ingresos fiscales provienen de
impuestos aplicados a los sectores asalariados y más pobres de la
sociedad y los estados son, consecuentemente, congénitamente
débiles a raíz de la anemia financiera que los caracteriza. Si las
autoridades tuviesen la voluntad política de reformar la legislación
tributaria estas graves distorsiones podrían ser suprimidas en un
plazo relativamente breve. En el caso argentino, la radicalidad del
cambio que necesitamos es proporcional a la perversa inequidad de
nuestro régimen impositivo, como lo demuestran estos datos: a
mediados de los ochentas el diez porciento más pobre de los
argentinos destinaba el 29.3 % del ingreso familiar al pago de
impuestos de todo tipo, mientras que el promedio nacional era del
26.1 % y el diez porciento más rico dedicaba a esos fines ... ¡
apenas el 27.0 % de sus ingresos! En síntesis: para sostener al
estado se exige más de los pobres que de los ricos.
Desgraciadamente, esta radical injusticia persiste hasta nuestros
días. [18]
Es evidente que un régimen tributario como éste, que se repite en
los más diversos países de la región, es insostenible a la luz de
las exigencias de la ética política, la justicia y la democracia;
también lo es desde el punto de vista de los imperativos de
racionalidad macro-económica derivados de las nuevas condiciones de
la economía mundial. Sin embargo, los ideólogos neoliberales
mantienen un conspicuo silencio en relación a este tema. Esto es
comprensible, pues la sóla observación de los datos más elementales
desbarata por completo sus sofismas y pone en evidencia que sus
supuestas recomendaciones técnicas son, en realidad, la
racionalización de un status quo que favorece a una elite y condena
a todos los demás. Los graves problemas sociales que agobian a la
Argentina -pobreza, desocupación, vivienda, salud pública,
educación, justicia y muchos más- no los resolverán los mercados.
Requieren, en cambio, de un estado más fuerte y activo, y no una
irracional mutilación de las ya menguadas capacidades estatales. No
necesitamos de un Yugo sino de un moderno, eficiente y eficaz
Jaguar. La crisis de las finanzas públicas se soluciona acrecentando
los ingresos del estado y no recortando, aún más, el raquítico
presupuesto de nuestros gobiernos; se soluciona jerarquizando la
función pública y no atacando sin piedad a los empleados estatales;
se soluciona implementando una auténtica reforma del estado, que
potencie sus capacidades y que perfeccione los instrumentos de
control democrático sobre la gestión de las autoridades. Es por eso
que el fundamento esencial del proceso de reconstrucción del estado
es la concreción de una reforma tributaria integral. Sin ella no
tendremos estado, y sin estado caeremos en la ley de la selva.
Post-scriptum: una reflexión en torno al "modelo chileno."
No quisiéramos terminar este trabajo sin plantear algunas cuestiones
en relación a la rotunda afirmación hecha por Edwards en el sentido
de que Chile es el "modelo" a imitar por aquellos países que quieren
asegurarse un futuro económico de prosperidad. (Edwards, pp. 74-77)
Ocurre que en la versión altamente idealizada de la experiencia
chilena Edwards pasa por alto, como si fueran detalles nimios, los
siguientes:
(a) se soslaya por completo que Chile ha violado sistemáticamente
uno de los "mandamientos sagrados" del Consenso de Washington, que
recomienda privatizar todas las empresas del estado. Contrariamente
a lo estipulado por la ortodoxia neoliberal, en Chile no se
privatizó lo esencial: la empresa estatal del cobre. Creada por el
gobierno socialista de Salvador Allende para explotar los
yacimientos de ese mineral la CODELCO ha seguido en manos del estado
hasta el día de hoy, lo que canaliza hacia las arcas del fisco casi
la mitad de los ingresos totales producidos por las exportaciones
chilenas. En consecuencia, si países como Argentina o Brasil
siguieran las recomendaciones del antiguo economista-jefe del Banco
Mundial el gobierno argentino deberia expropiar la totalidad de la
propiedad agropecuaria de la pampa húmeda al paso que Brasilia
debería hacer lo propio con la industria paulista;
(b) también se pasa por alto el hecho de que, a diferencia del resto
de América Latina, en Chile el tamaño del estado –medido como la
proporción del gasto público de todos los niveles del gobierno sobre
el PBI– ha venido creciendo de manera sistemática en las últimas dos
décadas, en buena parte debido al sostenido aumento del gasto
militar financiado con una parte de los ingresos producidos por el
cobre.. A tal punto esto es así que, en la actualidad, el estado
chileno se ha convertido, en términos relativos, en el segundo más
grande de América Latina, sólo superado por Cuba y dejando atrás a
otros países como Brasil y México, otrora mucho más "estatizados"
que Chile. En lugar de "achicar" al estado en Chile se hizo
exactamente lo contrario, lo que constituye otra flagrante violación
de otro de los preceptos centrales del Consenso de Washington.
(c) en lo concerniente a la desregulación financiera se observa una
situación análoga: si en la mayoría de América Latina el flujo
financiero se ha desregulado casi por completo, en Chile los
movimientos internacionales de capitales se encontraban sujetos a
importantes restricciones hasta hace poco más de dos años. Esta
norma fue abolida hacia finales del gobierno de Eduardo Frei hijo
como una prueba de buena voluntad necesaria para acelerar el famoso
"fast track" solicitado por el gobierno de George Bush Jr. al
Congreso de los Estados Unidos. En función de esa vieja disposición,
ahora derogada, una parte considerable del capital que ingresaba al
mercado chileno, el 30 porciento, quedaba inmovilizado en manos del
Banco Central sin producir ningún tipo de remuneración, y sólo el
resto podía invertirse en operaciones bursátiles. Además, y tal vez
lo más importante, dichas inversiones debían permanecer en el país
por lo menos un año. (Cufré, 1997: p. 14) Por lo tanto, no debe
sorprendernos el hecho que, a diferencia de los regímenes altamente
liberalizados y desregulados de Argentina, México y Brasil, el
llamado "efecto tequila" haya pasado desapercibido en Chile.
Lamentablemente, con las modificaciones introducidas recientemente
la economía chilena ha sufrido considerablemente el impacto de las
crisis financieras que sacudieron la economía mundial.
d) por último, tampoco parece haber reparado Edwards en un hecho
bien significativo: que gran parte del dinamismo exportador chileno
reposa sobre un proceso de modernización agrícola que dio origen a
una nueva capa de agresivos empresarios rurales, surgidos de la
reforma agraria iniciada por Eduardo Frei y completada, pese al
hostigamiento de la derecha chilena, por el presidente Salvador
Allende. Huelga aclarar que la reforma agraria no figura en ninguna
de las recomendaciones formuladas por los organismos financieros
internacionales como el FMI y el Banco Mundial a los gobiernos de la
región.
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-------------
[1] La frase está contenida en la contribución de Feinberg al libro
de John Williamson, ed., Latin American Adjustment: How Much Has
Happened? (Washington: DC, 1990) , p. 22. El Yugo, como se
recordará, era un auto muy rudimentario, que gozó de una cierta
popularidad en los países de la órbita soviética en la década de los
sesentas y setentas. Sobre el paradigma de las "reformas orientadas
al mercado" y su codificación en el llamado Consenso de Washington
ver el citado texto de Williamson.
[2] "Um governo de (contra-)reformas", en Emir Sader, comp. O
Brasil do Real (Río de Janeiro: EDUERJ, 1996) pp. 94-95.
[3] Atilio A. Boron, "A sociedade civil depois do dilúvio
neoliberal", en Emir Sader y Pablo Gentili, comp. , Pós-
Neoliberalismo. As Políticas Sociais e o Estado Democrático (Río
de Janeiro: Paz e Terra, 1995).
[4] Ver ……, Búho, …
[5] Hemos alterado en parte los nombres de cada una de esas
categorías a los efectos de reflejar con mayor nitidez sus
principales características. Cf. Edwards, op. cit., pp. 18-19.
[6] Incluído por nosotros, pues en la elaboración original de
Edwards este país figura como "no-reformista", ignorando la
significación que tuvo el proceso lanzado por el gobierno neoliberal
de León Febres Cordero a finales de los años ochenta y la
dolarización de la economía ecuatoriana a finales de la década de
los noventa.
[7] La primera versión del libro apareció bajo el título de América
Latina y el Caribe. Diez años después de la crisis de la deuda. Se
trataba de un trabajo publicado en Washington, D.C., por la Oficina
Regional de América Latina y el Caribe del Banco Mundial en
Diciembre de 1993. El mismo no tenía firma autoral alguna y, por lo
tanto, debe ser considerado como un documento oficial del Banco
Mundial. En la página viii del mismo una pequeña nota dice
textualmente que "Este informe ha sido preparado por Sebastián
Edwards, economista jefe de la Oficina Regional de América Latina y
el Caribe, del Banco Mundial." La cautela observada en relación al
caso mexicano en la versión de 1997, el libro publicado bajo la
expresa autoría de Edwards, estaba ausente en la versión anterior.
[8] En relación a este tema, cf. Alicia Ziccardi, compiladora,
Pobreza y Políticas Sociales en América Latina (Buenos Aires:
CLACSO, 2002)
[9] Esta sección re-elabora algunos de los materiales contenidos en
Tras el Búho de Minerva, op. cit, pp. ……….
[10] Datos basados en la Encuesta Permanente de Hogares del INDEC y
re-elaborados por la Consultora Equis.
[11] Con esto de ninguna manera queremos absolver al gobierno de
Eduardo Duhalde de su enorme responsabilidad en esta fenomenal
crisis que hoy agobia a la Argentina. Duhalde fue artifice
fundamental de las políticas económicas de la Argentina en su
condición de Vice-Presidente de la República en los tramos iniciales
del menemismo (y por eso mismo Presidente del Senado que elaboró los
instrumentos legislativos del saqueo y el pillaje puesto en práctica
durante esos años); como gobernador del principal estado de la
Argentina después, y como presidente desde el 1º de Enero del 2002,
cargo en el que puso de manifiesto su total falta de voluntad de
cambiar el rumbo apocalíptico que seguía la economía argentina.
[12] Los principios fundamentales del Consenso de Washington fueron
resumidos en la obra de John Williamson, "What Washington Means by
Policy Reform", en John Williamson, ed., Latin American Adjustment:
How Much Has Happened? (Washington: DC, 1990) , pp. 7-20.. Una
discusión de esas premisas y su aplicación práctica en los
capitalismos "realmente existentes" se encuentra en Emir Sader y
Pablo Gentili, comp. , Pós-Neoliberalismo. As Políticas Sociais e o
Estado Democrático (Río de Janeiro: Paz e Terra, 1995).
[13] Williamson, "What Washington ...", op. cit. , p. 17.
[14] CEPAL, Panorama Social de América Latina (Santiago: CEPAL,
1994), p. 1.
[15] PNUD, Desarrollo sin pobreza , (Santiago, 17-19 de Octubre,
1990), pg. 45 e.
[16] World Bank, World Development Report, 1991. The Challenge of
Development (Oxford: Oxford University Press,1991), p.139.
[17] CEPAL, Equidad y Transformación Productiva. Un Enfoque
Integrado (Santiago: CEPAL, 1992) p 92.
[18] Juan J. Santiere, Informe sobre la estructura tributaria
argentina (Buenos Aires: Banco Mundial, 1989)
http://www.cubadebate.cu/
https://www.alainet.org/pt/node/108732
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