Patología del exhibicionismo
08/09/2003
- Opinión
Hay adultos que no superan nunca la fase de exhibicionismo propia
de la infancia y quieren hacer siempre de la mirada ajena un espejo
de su autoimagen
Todos saben que el colmo del exhibicionismo es un caso de policía:
mostrar, de modo agresivo, los órganos genitales en público. Es
como una forma de decir: "Yo existo y poseo el objeto permanente
del deseo ajeno". La sicología experimental considera, según los
estudios de Dollard, Miller y Sears, que toda forma de agresión
presupone una frustración. Según eso, la tendencia al
exhibicionismo es un síntoma de inmadurez.
El exhibicionista no se soporta, se cree inferiorizado y por lo
tanto necesita transformar la mirada ajena en lente de aumento
capaz de ampliar su propia imagen. Él sólo se ve en la mirada del
otro, pues ante sus propios ojos se siente emocionalmente castrado.
De ahí su miedo a la soledad, no sólo a la soledad física, sino
sobre todo a la soledad simbólica, de quien se siente como una
llama apagada. El exhibicionista necesita sentirse siempre
encendido, con su luz proyectada sobre los ojos ajenos.
En la formación de la personalidad, la fase del exhibicionismo
señala el corte del cordón umbilical; es cuando el niño toma
conciencia de la alteridad de las relaciones humanas. Quiere verse
como ser independiente, dotado de voluntad propia y, al mismo
tiempo, centralizando sus atenciones. Al darse cuenta de que no
todas las miradas imitan a la de su madre, que se centra en él, el
niño exige, por medio del exhibicionismo, que su presencia sea
notada. Como alerta Piaget, el niño se vuelve objeto de su propia
atención y reacciona como si no soportase la idea de que el mundo
mira en otras direcciones. Se podría decir que se trata de un
momento de cambio copernicano en la formación de la personalidad,
en el que la autoimagen ptolemaica -la de quien se considera el
centro del universo- se rompe ante el sorprendente descubrimiento
de que hay incontables centros mirando en diferentes direcciones.
Aunque no todos logran ingresar a la fase galileana; algunos se
hacen adultos sin poder superar el universo emocional ptolemaico.
En el niño se manifiesta el exhibicionismo por la desobediencia,
necedad, travesuras, gusto en desafiar normas y costumbres,
exposición al peligro físico. En su grito de independencia y vida,
él suplica, inconscientemente, atenciones que compensen la pérdida
inconsolable del cuidado materno, que hasta hace poco era
permanente y protector. Trata de arrancar aplausos o indignación a
quienes se le acercan, transformando el medio social -esa piscina
en la que fue tirado contra su voluntad- en su escenario. En la
escuela desafía a los profesores y hace lo indecible por conquistar
la admiración de sus compañeros. En la calle se mete en líos y
peleas y enfrenta desafíos -roba frutas en el predio del vecino,
besa por la fuerza a su amiga, fuma, adopta modas extravagantes-
como reivindicando para sí el estatus de héroe que hasta entonces
fue monopolizado por las figuras materna y paterna.
Extensiones y frustraciones
En la edad adulta el exhibicionismo se caracteriza por la búsqueda
incansable de bienes compensatorios a la castración emocional. La
mansión, las joyas, el auto de lujo, las funciones profesionales o
políticas... todos ellos son adornos para tratar de encubrir una
personalidad enana que no consiguió afirmarse ante sí misma y que
por tanto siempre se mide por la opinión ajena. En la esfera
afectiva el exhibicionista da más valor a los atributos físicos que
al compromiso objetivo y a la intensidad del encuentro subjetivo
con el otro. Su contraparte es alguien que le mire, tratando de
suscitar envidia ajena, como el niño que va a la escuela con reloj
nuevo, no para saber la hora sino para que todos queden admirados
de su objeto de ostentación.
En el ejercicio de un cargo de dirección, el exhibicionista siente
una necesidad compulsiva de comprobar siempre su poder,
destacándose por la arbitrariedad y transformando a sus subalternos
en meros instrumentos de su soberbia. Se complace en exhibirse
incluso cuando hace algún gesto magnánimo.
El exhibicionista no se confunde con el vanidoso, aquel que se
reviste de cualidades imaginarias y se juzga íntimamente como el
centro de las atenciones. Ni con el orgulloso, que se considera
intelectual o socialmente superior, aún cuando asume la postura de
parecer un buen oyente. El exhibicionista es, por desvío de
carácter, un extrovertido, en el sentido etimológico y etiológico
del término (inversión extroyectada). Él exporta hacia los otros su
propia imagen, como si todos se sintieran más honrados al
revestirse de ella.
Carente de sí mismo, siempre quiere sorprender, ocupar todos los
espacios, contemplarse a sí mismo en el altar erigido por sus
gestos espectaculares. No quiere ser sólo contemplado y adorado por
los otros. Insiste en ser simultáneamente objeto venerado por la
mirada ajena y por la suya propia. En ese sentido, en el centro de
sus sueños no están los ideales que profesa o el amor que jura,
sino su figura misma. Todas sus motivaciones "altruistas" comienzan
y terminan en su ego.
Teniéndose como autorreferente, el exhibicionista es un eterno
insatisfecho consigo mismo y, por tanto, un perfeccionista. Como si
le faltase un miembro esencial de su cuerpo y fuera necesario
recurrir a continuas artimañas para encubrir y compensar el
defecto. Por eso, está siempre tratando de completarse, en el
sentido mcluhiano del término, o sea, dotándose de aparatos -
veloces, potentes, avanzados- que ensanchen la extensión de su
cuerpo. De tal modo el exhibicionista se complace en suscitar la
envidia de todos cuantos se le acercan y no soporta convivir con
quien se muestra más capaz que él. Ni admite la indiferencia. En su
universo hay lugar para un único sol, rodeado de satélites sin luz
propia.
El ostracismo es la muerte del exhibicionista. Todo, menos el
anonimato. Su infierno es la clausura, la carencia de bienes
ostentosos, la reducción de estatus o la pérdida de poder. No actúa
movido por principios. Su palabra vale hasta caer el pedestal que
lo sustenta. Entre la autoimagen y la palabra, él salva la primera,
pues su relación con el mundo es preponderantemente estética y no
ética, como un actor que sólo cree en la fuerza del personaje si la
escenografía causa impacto.
El exhibicionista nunca demuestra señales de debilidad,
condescendencia o tolerancia. Revestido de supuesta omnipotencia,
se desculpabiliza de toda acción inescrupulosa, como si le
incumbiese la misión histórica de innovar los patrones morales. Por
lo mismo, no se avergüenza de sus errores ni se duele del
sufrimiento ajeno, pues está convencido de que los demás no merecen
la suerte de poseer, como él, la estrella de la exhuberancia
ilimitada.
En la vida diaria el exhibicionista no dialoga, se impone. Cuando
escucha es con la mente centrada en sí mismo y no en los argumentos
del interlocutor. Cuando habla, cree más en la fuerza simbólica del
sonido de su voz que en la lógica de su argumentación.
Lo que más teme el exhibicionista es enfrentar las situaciones-
límite de la vida. Para él el dolor, el fracaso, la necesidad y la
muerte son insoportables y, con miedo al sufrimiento derivado de la
decisión de asumirlas, se escabulle, como si el lado trágico de la
vida no le mereciera respeto. Huye sicológicamente cuando surge en
su camino alguna forma de limitación o de necesidad. Es lo que el
sicoanálisis freudiano califica como negación. Imita al avestruz,
ocultando la cabeza en su propio ego, como si la vida fuera siempre
fiesta, y nunca féretro. Pero como en la vida la culpa que se
contrae por omisión es incomparablemente mayor que la cometida por
trasgresión, el exhibicionista lucha con sus eventuales
sentimientos de culpa accionando el mecanismo de proyección de su
autoimagen.
Ante la miseria ostenta riqueza; frente a la corrupción se
constituye en paradigma moral; entre tantos hambrientos malgasta
salud; en una situación de debilidad arremete como fiera. Se ofrece
como referencia catártica a todos los que viven en necesidad. En él
todo es completo y los necesitados lo miran como el niño al
Superhombre que encarna sus fantasías omnipotentes.
Karen Horney mostró que tales proyecciones alucinatorias, en las
que se pierden los límites entre sueño y realidad, son típicas de
situaciones sociales conflictivas en las que el individuo sólo
reencuentra su equilibrio síquico alienándose. Por eso, el sistema
capitalista manipula esa alineación colocando a las personas en
condiciones de perpetua frustración -riquezas inaccesibles, etc.-
y, al mismo tiempo, ofreciéndoles satisfacciones ficticias, como en
la publicidad y en las telenovelas.
El exhibicionista es, por carácter, detallista. Desde la hebra de
pelo fuera de lugar hasta el cuadro torcido en la pared, todo le
irrita cuando no corresponde a su gusto, pues él quiere verse en el
orden circundante. El mundo es extensión de su figura. Y el caos es
su infierno, porque estropea el escenario cuyo centro ocupa él.
En suma, el exhibicionista no se admite como uno entre los demás.
Todos, quiéranlo o no, están obligados a contemplar su venerable
figura -fuente de vida y de placer... de él-, corriente
aprisionadora para quienes se dejan subyugar, espada mortal para
quienes se atreven a mirar en otras direcciones.
https://www.alainet.org/pt/node/108381
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