Maestros espirituales

01/06/2003
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¿Por qué el Dalai Lama ejerce tanta fascinación? Como tantos maestros espirituales, él parece encarnar todo aquello que nosotros no somos y que desearíamos ser. Nos transmite una imagen de paz, en un mundo lleno de conflictos; de coherencia, en una sociedad en que no predomina la ética; de profundidad espiritual, en una civilización que se deja hipnotizar por la superficialidad del consumismo. No somos capaces de imaginar al Dalai Lama gritándole a uno de sus monjes; y nosotros levantamos la voz irritados con familiares y subalternos. No imaginamos al maestro espiritual del Tibet regateándole el salario a su cocinera; pero a nosotros nos cuesta pagar a los empleados aquello que, por fin, les permita dejar de vivir en función de la sobrevivencia inmediata. Imposible suponer que el Dalai Lama se muestre airado por una crítica personal; y nosotros sentimos herida nuestra autoestima cuando tenemos la certeza de que nuestras debilidades son advertidas por los demás. ¿Por qué esa fascinación que los maestros espirituales ejercen sobre nosotros? La respuesta no está en ellos sino en nosotros. Los admiramos tanto más cuanto más conciencia tenemos de nuestras dificultades para abrazar sus mismas sendas. Lo que nos atrae de Jesús, de Buda o de Francisco de Asís es que fueron capaces de una opción radical por la felicidad. He ahí un bien que todos buscamos. Sin embargo, ellos nos enseñan que la felicidad es una laguna paradisíaca escondida dentro de un bosque, al cual se accede por caminos inhóspitos. Es la tercera margen del río, a la que se refiere el cuento de Guimarães Rosa. Soñamos con la laguna, pero tememos emprender el camino. No queremos perder de vista la primera margen del río. El resultado es ese intento sisifista de buscar conciliar lo inconciliable: el apego a los bienes materiales y el desprendimiento espiritual; el horror a los pobres y el amor al prójimo; el miedo a los cambios y la seducción de la utopía. Los caminos del neoliberalismo son contrarios a los de los maestros espirituales. Éstos creen que la felicidad se encuentra en lo más íntimo de nosotros, en los bienes infinitos, en la experiencia incondicional del amor. El sistema, en cambio, pregona que la felicidad reside en los bienes finitos, en el poder y en la acumulación, y es el resultado de la suma de placeres. Eso es lo que sugiere la publicidad: vista esta ropa, coma en aquel restaurante, movilícese en tal vehículo, use esta tarjeta de crédito… ¡y usted será feliz! El valor de los maestros espirituales emana de la vida interior. Son personas que no se preocupan por mirar hacia fuera. Poco les importan la fama y la fortuna. Prefieren una hora de meditación a tres horas de aplausos. Son capaces de tener empatía con personas desconocidas. Sedientos de justicia, no se conforman con el mundo tal como se nos presenta. Emanan compasión, tolerancia y esperanza. Son militantes de causas aparentemente imposibles, por las que dan la vida. No dialogan con la tentación, ni se esfuerzan por mantener el precario equilibrio de quien insiste en tener una pierna en la vanidad y otra en el desprendimiento, una en la sensualidad y otra en la interioridad, una en la indiferencia a la desigualdad social y otra en la utopía. La cultura consumista adopta como mandamientos los siete pecados capitales: la gula, la lujuria, la avaricia, la envidia, la ira, la pereza, el orgullo. La vida espiritual navega por el camino inverso: desapego de los apetitos, pudor, respeto al otro, recato, servicio, gratuidad. En un mundo en que la competitividad es exaltada como valor supremo, ¿cómo vamos a esperar que las personas practiquen la solidaridad? Los maestros espirituales sólo le interesan al consumismo en la medida en que sirven de pretexto para vender algún producto, sea la oposición al régimen chino o las mercancías producidas por las casas que patrocinan el espacio televisivo. La vida espiritual no es un juego de emociones que nos hace experimentar el vértigo de lo trascendente, sino una actitud concreta y efectiva ante el prójimo, de modo que podamos vencer el individualismo para crear vínculos de comunión. El egoísmo es una tendencia natural en todos nosotros. El altruismo es una cultura. El criterio evangélico para saber quién está o no en el camino enseñado por Jesús es sencillo: los que son capaces de identificarlo en la cara de los excluidos y luchan para que todos tengan vida y vida en abundancia. La vida espiritual no es un lujo narcisista; es el reflejo, en nosotros, del amor que somos capaces de dar a los demás. * Frei Betto es autor de la novela sobre Jesús "Entre todos los hombres" y otros libros. Traducción de José Luis Burguet.
https://www.alainet.org/pt/node/107659
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