Ante los sucesos trágicos de Altamira
11/12/2002
- Opinión
Caracas.- Ante la creciente pérdida de racionalidad que vive el país
de modo cada vez más acelerado, me siento personalmente obligado,
como académico, a llamar la atención sobre los gravísimos peligros
que para todos los venezolanos representa esta galopante
irracionalidad. Creo que los académicos, y en particular los
investigadores sociales, tienen la obligación perentoria, de primer
orden, no sólo de explicar científicamente qué es lo que está
ocurriendo sino también de llamar a la razón y de participar en la
formación de la opinión pública. Desafortunadamente, no parece ser
precisamente la voz de la academia la que más se levanta ni, por
tanto, la que más se oye. Al contrario, da más bien la impresión de
que aun los académicos han llegado a ser víctimas (y, a veces,
promotores) de esta irracionalidad creciente.
Quiero, además, hacer esta advertencia fuera de toda posición
partidista, de la manera más imparcial y responsable, pensando
exclusivamente en los sanos intereses de todos, bajo la convicción de
que, con la pérdida de la racionalidad, se pierde también
absolutamente cualquier posible bienestar que hayamos ganado o al que
podamos aspirar en el futuro. Esto se aplica a cualquier ciudadano
sin ninguna distinción, tanto si está ubicado en un bando político u
otro, como si pertenece a terceras opciones o, incluso, si es
totalmente ajeno a las disensiones.
Dado que carezco de las condiciones y de la capacidad para considerar
en este mensaje todas las facetas y los factores de esta crisis, sólo
me limito a puntualizar la responsabilidad que en esta grave
situación tienen los medios de comunicación social, muy especialmente
los canales de TV (tanto los privados como los del estado).
Hemos llegado a un punto en que hemos perdido uno de nuestros más
sagrados derechos ciudadanos: el derecho a la información
referencial, aquella que nos pone al tanto de los hechos relevantes
sin pretender manejar interesadamente nuestras emociones y nuestras
conductas.
Al contrario de eso, las organizaciones de comunicación masiva se han
empeñado en castrarnos toda capacidad de contrastación y de crítica
racional, intentando dirigir nuestros pensamientos y nuestras
adhesiones personales de un modo francamente abusivo y salvaje,
excluyendo de sus perspectivas prácticamente cualquier otra
estrategia que no sea la de ponernos a unos contra otros y
descartando groseramente cualquier otro fin que no sea el de sus
propias visiones y conveniencias socio-políticas.
Lamentablemente, desde muchísimo tiempo antes de la actual coyuntura
política venezolana, ya una gran parte de nuestras organizaciones de
comunicación masiva venían históricamente moviéndose dentro de dos
grandes tradiciones nefastas de gestión comunicacional: la tradición
amarillista y la tradición mercenaria.
Bajo la gestión amarillista, el derecho ciudadano a la información
estuvo siempre supeditado a la explotación de la desgracia y el dolor
humanos en función del impacto emocional (irracional) potencialmente
generador de grandes dividendos. En Latinoamérica, tal vez el caso
más patético de amarillismo es, durante la conocida tragedia de
Armero, en Colombia, aquella niña, Omayra Sánchez, hundiéndose en una
masa de barro, sin que nadie la ayudara, y el grupo de reporteros a
su alrededor, entrevistándola "en vivo" acerca de cómo se sentía
muriendo de ese modo (véase la foto, aquí mismo).
Aparte de ese caso, son ya consuetudinarios los programa del tipo
"Ocurrió así", "Cristina", etc. Además, todos estamos enterados de
las graves críticas que psicólogos, sociólogos y filósofos, desde
hace muchos años, han dirigido contra la TV en lo que toca a
telenovelas, violencia, publicidad nociva, etc. Los educadores de
todas las épocas (excepto muchos educadores venezolanos ahora, justo
en este momento de conflicto) han sido paladines en la lucha por un
redimensionamiento de la función social de los medios masivos. Hay
muchos estudios que evidencian el fracaso de la Educación formal a
manos de los medios masivos.
En el rubro de la comunicación mercenaria, la información a la cual
tiene derecho el ciudadano se administra en función de las
negociaciones de poder, llevadas a cabo en la penumbra de ciertos
escenarios políticos y empresariales, por vía de toda una maraña de
chantajes, de sicariato mediático, de alianzas y traiciones. Dentro
de esa lúgubre tradición mercenaria se han fabricado héroes y líderes
de papel, así como también demonios y cadáveres políticos y
empresariales. El periodismo mercenario es que el interviene con la
información en el medio de una lucha, poniéndose al lado del mejor
postor.
Todos en Venezuela reconocemos a algunos de estos personajes de los
medios de comunicación social, cuya notoriedad descansa sobre la base
de una trayectoria periodística mercenaria, vinculada a la historia
política venezolana.
Sin embargo estas dos tradiciones suelen unirse indisolublemente, ya
que a menudo el amarillismo se aprovecha también de conflictos
políticos económicamente rentables. De hecho, la historia
norteamericana reconoce en el Sr. Hearst al gran maestro del
periodismo amarillista y mercenario, como sólida fusión de
estrategias que, actuando sistemáticamente en contra del derecho a la
información, genera grandes dividendos de poder, influencia y
riqueza. Por cierto, da toda la impresión de que nuestros medios
masivos venezolanos se han orientado por las enseñanzas de ese
maestro norteamericano, tristemente grande.
Dentro de esa doble línea de tradición periodística se ha montado
ahora el comportamiento de todos los medios masivos venezolanos ante
el actual conflicto político venezolano, trayendo varias
consecuencias realmente tristes.
Una de estas consecuencias es el enorme estrés colectivo e individual
que todos los venezolanos estamos sufriendo de manera cada vez más
aguda e insoportable. Se trata de un estrés que comienza a rayar en
angustia, terror y en una significativa merma de nuestras capacidades
intelectuales y laborales.
Otra consecuencia, sumamente grave, es que una enorme parte de los
venezolanos, en especial aquéllos que han tomado partido de modo
relativamente fanático en alguno de los sectores enfrentados, han
llegado a un estado en el que prefieren que los medios les mientan,
siempre y cuando esa información falsa los complazca o les convenga
y, a la inversa, han llegado a preferir que les oculten aquellas
verdades que les resultan desagradables o inconvenientes a su propio
fanatismo. Una evidencia de esto está en que muchos o casi todos
saben que cada canal de TV minimiza unas cosas y maximiza otras,
oculta unas cosas e inventa otras. Sin embargo, las personas
continúan siendo fieles a su canal de TV y lo defienden
vehementemente en contra de los canales del otro bando. Lo más
racional sería protestar contra ese canal, emisora o periódico que
nos informa mal (al menos bajo el supuesto de que cada quien valora
su propio derecho a estar informado). Pero esto está muy lejos de
ocurrir. El venezolano, en general, ha renunciado a su derecho a la
información, a cambio de sus propios intereses políticos.
Por supuesto, todo esto lo saben los gestores de los medios y lo
aprovechan decididamente. No podría haber una pérdida más estrepitosa
y más trágica del derecho a la información, un derecho que va mucho
más allá de los personajes políticos y mucho más allá de esta
situación histórica que estamos viviendo. Dicha situación pasará
alguna vez y pasarán también los años, pero será ya muy difícil que
en un futuro podamos revalorizar y reconquistar nuestro derecho a
estar responsablemente informados.
El ejemplo más reciente es el caso actual de los tristes sucesos de
la Plaza Altamira, frente a otros sucesos igualmente lamentables,
como, por ejemplo, la gran tragedia de los 50 muertos en un sitio
nocturno de la Avenida Baralt. Nadie con un mínimo de seriedad podría
negar la abismal diferencia en el tratamiento que hicieron los medios
de esos dos casos, hasta el punto de que hay algunos que todavía no
se han enterado del segundo. Resulta muy llamativo cómo varios
medios, a los escasos dos minutos de haber comenzado los sucesos de
Altamira, ya habían concluido su labor de investigadores, de abogados
y de jueces, ofreciéndole al público no sólo los resultados
concluyentes del suceso, sino además toda una edición de imágenes
orientadas no a informar, sino a impactar y, por tanto, a promover
ciertas conductas masivas. De allí en adelante, una leyenda fija en
la parte inferior de la pantalla, peligrosamente sugerente, orientaba
cualquier detalle noticioso al respecto: "la masacre de Altamira".
Por otro lado, ni siquiera nos aproximamos medianamente al dolor que
también debe estar todavía embargando a los familiares de los 50
muertos de la discoteca de la Baralt.
Alguien podría decir que el segundo caso es un accidente y el primero
un crimen. Pero no. Toda muerte es dolorosa y sólo una mente muy
ingenua supondría que fue esa la razón de la diferencia en la
cobertura mediática. Algo sumamente importante es que el segundo
suceso no genera dividendos noticiosos, mientras que el primero es
toda una mina.
En EUA, por ejemplo, ha habido crímenes mucho más espeluznantes, como
los asesinatos en colegios, las masacres en sitios públicos, etc.
(sin mencionar el hecho de que una gran cantidad de presidentes y
dirigentes norteamericanos han sido asesinados por fanáticos o
desquiciados). Sin embargo, aparte de algunos ribetes amarillistas
menores, estas masacres criminales no han recibido un tratamiento tan
significativamente orientado ni nadie los ha asociado a la eventual
responsabilidad que podría tener el gobierno norteamericano en las
neurosis de Vietnam (como sostienen allá muchos críticos) ni a
ninguna otra responsabilidad de naturaleza política. Aquí, nuestros
medios, en cambio, nos lo presentan como algo único y
excepcionalmente significativo en todo escenario histórico. Creo que
cualquier persona con cierta criticidad estará de acuerdo en que una
cosa ha sido el suceso material, físico, de la tragedia de Altamira y
otra cosa ha sido la versión periodística del mismo. Me parece que no
son dos realidades idénticas.
Por supuesto que el caso Altamira no es el único ejemplo ni son los
medios privados los únicos responsables de la situación que critico.
Por parte de los medios masivos estatales podrían también citarse
muchos ejemplos análogos. Traigo a colación ese caso en particular
sólo porque es el de mayor impacto reciente y porque parece tener,
además, toda la carga de un peligroso detonante. En efecto, dentro de
este proceso de acumulación progresiva de irracionalidad mediática en
el cual los medios de uno y otro bando han sido en alguna medida
responsables, este caso particular de tratamiento noticioso está muy
cerca de la "gota que colma el vaso". Cuando menos, nadie puede negar
el inmenso poder estresante que está teniendo sobre la mayoría de los
venezolanos.
Así, pues, este comportamiento de los medios masivos es uno de los
factores más importantes dentro de la actual crisis de racionalidad
que estamos viviendo a partir del conflicto político. Estoy seguro de
que si los medios modificaran esa tendencia, si se dedicaran con
total honestidad a actuar en función de nuestro derecho a la
información, eliminando toda intención amarillista y mercenaria y
deslastrándose de todo interés particular en ciertas ganancias
políticas, el conflicto político venezolano podría resolverse con
mucha mayor rapidez, mucho más equilibradamente y con resultados más
justos para todos.
Pero como esto último parece totalmente utópico, entonces no nos
queda más salida que hacer cada uno un esfuerzo, como ciudadanos,
como individuos y como grupos familiares, por fortalecer nuestra
capacidad crítica, por incrementar nuestras habilidades de análisis e
interpretación y por ser cognitivamente menos superficiales y más
profundos ante el manejo de la información. Creo que este es el
único camino posible ante el hecho de no contar con medios de
comunicación social: ya no tenemos periodistas, sino instigadores
armados con una cámara o grabador; no tenemos medios de información,
sino medios políticos de manipulación; no tenemos narradores de
noticias, sino voceros de los dueños de la información...
Sé que estas líneas corren el riesgo de ser entendidas bajo la misma
óptica que estoy criticando, sobre todo si se leen en términos de esa
complicidad con aquellos medios que nos digan lo que queremos oír o
lo que quisiéramos que ocurriera y que, tal como dije antes, nos
lleva a defenderlos sólo porque están de parte de nuestro propio
bando político. Bajo esa óptica, es posible, por ejemplo, que todo el
que critique a los medios sea visto implícitamente como defensor del
gobierno, olvidando toda una larga historia de planteamientos
académicos alrededor del fenómeno de la comunicación social y del
discurso público.
No obstante ese riesgo, repito, estas líneas quieren ir desligadas de
todo interés político. No es en absoluto nada criticable el que cada
quien tenga sus propios puntos de vista y sus propias aspiraciones en
materia política. Lo que sí critico es que no nos permitan ubicar
esos puntos de vista dentro de un nivel de racionalidad política y de
argumentación, que no nos permitan intercambiar o debatir
racionalmente nuestras ideas y, sobre todo, que nos quiten el derecho
a ser reconocidos y valorados por las personas ubicadas en posiciones
políticamente divergentes, en especial si estas personas pertenecen
justamente al conjunto de nuestras amistades y seres queridos. Es
triste que hasta la amistad, el amor y los nexos familiares hayan
llegado a ser víctimas de la manipulación mediática y que estén
quedando cada vez más atrás ciertas nociones como las de
"reconocimiento del otro", "respeto a los demás", "razonamiento",
"análisis", etc.
Y es todavía más triste que esto ocurra dentro del sector de los
académicos e intelectuales, de quienes precisamente se espera que
cumplan con el liderazgo de la racionalidad y con su función
profesional de esclarecer los problemas y de arrojar luz sobre las
incógnitas. En la medida en que perdamos la racionalidad, en esa
medida habremos perdido todo.
https://www.alainet.org/pt/node/106727?language=en
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