El “triple destino” negado a Jerusalén
La población palestina desalojada de Jerusalén ha vivido allí durante décadas y hasta siglos, aunque los poderes fácticos hayan decidido que esas tierras con judías “por mandato divino”.
- Opinión
Jerusalén es una ciudad histórica, a la que sucintamente se la suele vincular con el nacimiento o el florecimiento de “las tres religiones monoteístas; judeidad, cristiandad, Islam”, ha mantenido a lo largo de sus siglos una diversidad cultural y religiosa ligada con aquella heterogeneidad histórica.
Lo de “tres religiones” es una arbitrariedad o una simplificación, porque si nos referimos a los libros de cabecera de dichas religiones, el deslinde difiere del tradicional y se ajusta mucho más políticamente a lo que es nuestro presente largo, el del último siglo y medio, con un enfrentamiento más directo de dos contendientes: un Occidente colonizador y una sociedad local refractaria a una homogeneización intrusiva.
Pero refiriéndonos a los términos religiosos que enunciamos primeramente, tendríamos, esquemáticamente, que hablar de la Torah, el libro sagrado judío que es, precisamente, el Antiguo Testamento de la Biblia (el judaísmo tiene otros libros sagrados, como el Talmud).
El cristianismo renueva radicalmente la religión judía y el Nuevo Testamento (NT) expresa esos cambios, vehiculizados por las enseñanzas de Jesucristo. El NT significó a su vez una nueva relación de la humanidad con lo divino.
Eso caracterizó al cristianismo incluso después del cisma del siglo X, en que surgieron por los menos dos cristianismos: el católico y el ortodoxo, occidental y oriental, ambos pivoteados sobre Jerusalén (se fueron configurando otros, sobre todo en el oriente euroasiático, como el de coptos, sirios cristianos, armenios).
La reforma, en tiempos ya modernos –una suerte de nuevo cisma en el seno de la Iglesia Católica–, generó una multitud de corrientes, mencionadas genéricamente como protestantes, calificadas todas ellas como cristianas. Pero con una peculiaridad, porque si analizamos estas nuevas expresiones en términos de “fidelidad bíblica” la cuestión es más intrincada. Gran parte del protestantismo “vuelve” al Antiguo Testamento (AT). Y en ese sentido, pone otros acentos que los característicos del cristianismo católico.
Las creencias cristianas pueden definirse por su cercanía ideológica ya sea con el AT o con el NT. El acento protestante en “las verdades” del AT gesta una confluencia entre protestantismo y judaísmo.
Esto que se empezó a dar en el siglo XVI, con Lutero primero y Calvino poco después, ha generado una situación que al menos hace arbitrario, ilusorio y confuso referirnos a tres versiones cristianas; catolicismo, cristianismo ortodoxo y protestantismo, como si fueran apenas matices de un único cristianismo.
En términos contemporáneos aquella coincidencia de lecturas judías y protestantes se expresa en la abundante y significativa presencia de los llamados “cristianos sionistas”, tan gravitantes en la sociedad y sobre todo en el aparato político de EE.UU.
Esta identificación tiene mucho que ver con la formación de EE.UU. como entidad política, y el sionismo, forjador del Estado de Israel, ha procurado en sus planes de implantación seguir lo que ellos ven como su modelo fundacional, es decir, la gestación de EE.UU.
La reconquista “hormiga” desde 1967
Cuando el sionismo decide, hace ya décadas, que era hora de unificar Jerusalén en su favor, iniciando un proceso de judaización, empiezan a expulsar, al mejor estilo de mafia barrial, a familias palestinas de determinadas zonas, de determinadas viviendas. Por ejemplo, una veintena de fundamentalistas sionistas, previo estudio de la casa-objeto y de las costumbres de sus moradores, invaden literalmente esa vivienda alegando una necesidad bíblica o blandiendo algún documento histórico, arrojan muebles y enseres de la familia que la habita a la calle y toman posesión física. La familia así desalojada suele contar con menos gente que la patota organizada. Pero el punto no es ése, porque en una sociedad que no esté dominada por el terror, semejantes manotazos no tienen viabilidad ni política ni psíquica. La cuestión es que los piadosos judíos ocupantes cuentan con el visto bueno policial. Si alguno de los palestinos así despojados reaccionara violentamente, allí sí tendrá que vérselas con el ejército de ocupación o con la policía judía armada.
El resultado de tal “operación despojo” es que la familia queda en la calle, con sus pertenencias averiadas, a pocos metros de lo que fuera la puerta de su hogar, y procurará acomodar los cuerpos y el mobiliario en la vivienda de algún hermano o primo.
El festejo sionista por la “recuperación” huele a impunidad. A menudo invocan la “redención” de ese suelo, es decir, su retorno a la condición de sagrado. Respecto de los atributos, estos religiosos no se van con chiquitas. Consideran que hay antecedentes bíblicos que legitiman el manoseo y la brutalidad; la redención todo lo justifica.
Esta “reconquista” de Jerusalén se inició con estos casos individuales desde 1967, cuando el ejército sionista se adueña de toda la Palestina histórica. Y ha contado con un tácito aliado poderoso, amén de los expresos del gobierno de EE.UU. y de la derecha europea encaramada en diversos gobiernos: la prensa y los medios de masivos de incomunicación han sido, durante todas estas décadas, como los tres monos sabios.
Bases racistas de todo colonialismo de asentamientos
Una toma simbólica de la mezquita Al-Aqsa, tercer sitio de oración principal del Islam, fue protagonizada por “El Carnicero de Beirut”, Ariel Sharón, cuando el 28 de setiembre de 2.000 desalojó violentamente a fieles musulmanes y se adueñó del espacio con unos mil policías israelíes.[1] Aunque luego retrocedieron, varios informes salidos a la luz entonces mostraron a sionistas trabajando en túneles debajo de la mezquita y en los alrededores.
La mezquita Al Aqsa, asentada con su cúpula de oro en pleno barrio judío al lado del Muro de los Lamentos (pared que habría quedado en pie cuando la destrucción del Templo de Salomón en el año 70 de nuestra era) es uno de los puntos de fricción y violencia desde que los fieles judíos entendieron que podían empezar a reclamar la reconstrucción del templo judío destruido por los romanos hace dos milenios; una reconstrucción que hace inevitable la destrucción de Al-Aqsa.[2]
A lo largo de todo el siglo XXI la presión judeosionista sobre Jerusalén no ha hecho sino aumentar, angostando y hasta inviabilizando diversos barrios históricos de la ciudad.[3]
Buscando liquidar la cuestión palestina
Durante la presidencia de Donald Trump, con los buenos oficios del hombre de la seguridad israelí dentro de la dirección de EE.UU. -el yerno presidencial Jared Kushner- la entente sionista entendió que se podía, finalmente, liquidar “el problema” palestino, metamorfoseando todo el antiguo territorio palestino en una entidad judía plena. Para lo cual se convocó una “conferencia de las partes” a la que ni siquiera se invitó a palestinos. “Las partes” eran, “naturalmente” EE.UU., Israel y Reino Unido. A los palestinos, todavía vivos, en rigor sobrevivientes, se les ofreció unas chirolas.
La liquidación, empero, contó con ciertos contratiempos. No toda Europa obedeció. Algunos recordaron la existencia de palestinos y promesas territoriales. Los palestinos, por último, aun como convidados de piedra, mostraron su rechazo.
Israel comenzó así a incrementar el proceso de judaización de Jerusalén, blandiendo ahora planes de erradicación (palestinos) y asentamientos (judíos) masivos.
Sheikh Jarrah y un segundo vecindario, Batan al-Hawa, ocupados militarmente por el Estado de Israel desde 1967 luego de apropiaciones “hormiga” como las que rememorábamos, han quedado ahora bajo el foco militar para su desalojo masivo.
Se trata de población que ha vivido en Jerusalén durante décadas y hasta siglos. Algunos jueces israelíes han decidido que esas tierras son judías por mandato seguramente divino. Curiosamente la divinidad les ha proporcionado esa información ahora, recientemente, y no desde el inicio de los tiempos.
Los colonos esgrimen documentos de propiedad que datan, por ejemplo, del siglo XIX. Curiosamente, alegan su ‘derecho al retorno’ a propiedades muy anteriores a la formación del Estado de Israel (1948), mientras sostienen muy sueltos de cuerpo que israelíes que “viven en propiedades palestinas, ocupadas con violencia en 1948, no pueden ser desalojados”, como bien explica la organización judía Paz Ahora. Pero los planes israelíes no se detienen por una prácticamente inexistente oposición interna.
Por ejemplo, el enclave Givat Hamatos, inicialmente proyectado con 1.200 viviendas, le permitirá a los israelíes aislar localidades palestinas entre sí, puesto que a los palestinos les está vedado trazar y construir caminos. Y varias localidades palestinas quedarán encerradas entre las nuevas y compactas edificaciones y el muro erigido por Israel en 2004 para retacear entonces el territorio palestino.[4]
Netanyahu espera asegurar su reelección y su sustracción a los estrados judiciales ampliando ahora Givat Hamatos a unas 3.000 viviendas. Solo Noruega e Irlanda, en la Union Europea, han objetado estos procederes, que acaban con toda posibilidad de una tierra palestina.
Pero esto de la doble vara es historia repetida y nos muestra únicamente en donde reside el poder. No la razón, ciertamente. Más allá del fascismo desnudo y[5]del supremacismo racista que caracteriza la actual “toma de Jerusalén”, llama la atención el continuado papel de los medios de incomunicación de masas en nuestras latitudes.
No pretendamos que hablen de historia: ni la conocen ni les interesa. Pero tampoco que atienda a un estilo de atropello de patota tipo rugbiers aristocráticos, como el que esgrimen estos energúmenos, aunque muy religiosos, que abusan de abuelas y prepotean adolescentes porque se sienten “guardados” por un Ser Superior.
Tal vez el periodismo adocenado sigue callándose la boca ante tales comportamientos porque temen ser confundidos con antisemitas (que es el espantajo que don Bibi Netanyahu siempre les ondea por delante). ¡Qué nivel tenemos entonces como periodistas, como seres racionales y como profesionales de la información! La “conspiración del silencio” sigue todavía, gozando de buena salud.
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[1] Dando lugar a la intifada Al Aqsa, reprimida muy sangrientamente.
[2] Hay que aclarar que Al Aqsa no se construyó sobre las ruinas del Templo de Salomón; la cronología muestra la total desvinculación de ambos hechos. En el año 70 no existía el Islam ni remotamente, puesto que sus primeras manifestaciones, con Mahoma, son en el siglo VII.
[3] La existencia tradicional, de los barrios armenio, judío, cristiano y musulmán, tan característicos de Jerusalén, prueba su pluralidad religiosa, que ahora se quiere estrangular.
[4] El Muro, levantado en 2004 por Israel para aislar a los palestinos de los israelíes, pero sobre todo a los palestinos entre sí, de 8 metros de altura y unos 600 o 700 km. de longitud, serpentea dentro del territorio palestino, cumpliendo esa función de encierro. Tiene algunos portones para que campesinos puedan ‘ir a los campos’ a atender sus cultivos… cuando los guardias quieran: la agricultura palestina fue así estrangulada. Los jueces de la CPI condenaron este proceder israelí. Sin resultado. Por todo eso se lo ha llamado “Muro de la infamia”.
[5] No se trata de una adjetivación política sino de una terminología rigurosamente histórica: el padre de Beniamin Netanyahu era orgullosamente fascista y su organización recibió de Benito Mussolini campos de entrenamiento cerca de Roma para sus brigadas terroristas.
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