Estados Unidos no es una democracia y nunca lo ha sido (I)
Quienes fundaron la unión de los trece estados originales no veían a la democracia como un objeto de veneración, sino como un peligro a ser conjurado.
- Análisis
El título que encabeza este artículo pudiera sorprender a algunos: ¿El país que tanto se vanagloria de ser el bastión de la democracia, la libertad y los derechos humanos y que dicta lecciones a otros países sobre mecanismos electorales, no tiene una verdadera democracia?
Es cierto que en Estados Unidos se han realizado puntualmente elecciones presidenciales cada cuatro años durante dos siglos, desde los días en que los propios “padres fundadores” de la nación expresaban reservas sobre el rol de la democracia y el estorbo que significaba en el país que entonces se diseñaba. Pero, la mera celebración de elecciones ¿es sinónimo de democracia sin importar el alto grado en que estas se ven desnaturalizadas y manipuladas?
Las extendidas confusiones sobre el concepto de democracia y la vaguedad de algunas de sus acepciones no deben confundir a los pueblos. En el caso de Estados Unidos vale la pena reflexionar sobre las bases conceptuales y políticas en que se asienta la retórica acerca de la democracia.
Como se concibió el sistema político de Estados Unidos
La Constitución de Estados Unidos fue aprobada en 1787 y esa Carta Magna está todavía vigente. La casi totalidad de los 55 integrantes de la asamblea constituyente eran terratenientes, propietarios de esclavos o de manufacturas, y especuladores de tierras. En un país que entonces era bastante inestable, la principal preocupación fue establecer un gobierno fuerte para preservar los bienes públicos y servir a las crecientes necesidades de los propietarios y las clases pudientes y, a su vez, mantenerse firme ante las demandas igualitaristas de las que consideraban “clases bajas”.
En palabras de James Madison -cuarto Presidente de la Unión (1809-1817) y uno de los principales arquitectos en el diseño de la nueva república-, “la democracia es la forma más vil de gobierno. Las democracias siempre han sido espectáculos de turbulencias y disputas incompatibles con la seguridad personal y los derechos de propiedad”. A las mayorías desposeídas, decía, no se les debe permitir concertarse o hacer causa común contra el orden social establecido. Por otra parte agregaba que se requería “al mismo tiempo preservar el espíritu y la formas de un gobierno popular”.
Mucho después, hacia el final de su larga vida, Thomas Jefferson, quien precediera durante ocho años a Madison en la Presidencia, concluía: “La democracia no es nada más que el dominio por el populacho y la turba, donde el 51% de las personas pueden arrebatar los derechos del otro 49%”.
Otro prestigioso fundador de la nación, Alexander Hamilton, decía: “Todas las comunidades se dividen entre los pocos y las mayorías. Los primeros son los ricos y bien nacidos; los otros la masa del pueblo. El común de la gente es turbulenta y cambiante; ellos pocas veces dan muestra de juicio o de determinaciones correctas”.
Lo cierto es que quienes fundaron la unión de los trece estados originales no veían la democracia como objeto de veneración, sino como un peligro que se debería evitar.
No obstante, la adopción y existencia misma de la Constitución representaba entonces un avance respecto a otras formas más autocráticas de gobierno en esa época. Explícitamente repudiaba la monarquía y la autocracia. También fue positivo el hecho de que se establecieran límites de tiempo al ejercicio de la Presidencia y de otros cargos.
La respetada historiadora estadounidense Ellen Meiksins Wood, profesora de ciencias políticas de la Universidad de York (Toronto, Canada) aseguraba que para los Federalistas - quienes diseñaron el sistema político estadounidense -, “la representación no era un modo de establecer, sino de evitar, o al menos evitar parcialmente, la democracia”. Por su parte Robert Dahl, uno de los más destacados politólogos estadounidenses contemporáneos, descarnadamente destacó que la elección indirecta mediante el ‘Colegio Electoral’ es una manera de evitar que el presidente sea elegido por una mayoría popular.
Es importante no perder de vista que los fundadores de Estados Unidos insertaron en las prácticas políticas que desarrollaron una serie “precauciones auxiliares” diseñadas para fragmentar el poder sin democratizarlo. De ahí la separación entre las funciones ejecutiva, legislativa y judicial, las elecciones escalonadas, los vetos del ejecutivo y la legislatura bilateral, con lo cual esperaban diluir el impacto de los sentimientos e intereses populares. A la vez se estableció un proceso muy difícil para introducir enmiendas a la Constitución , con el requerimiento de mayorías de dos tercios en ambas cámaras para poder aprobarlas, y el requisito de ratificación por parte de las tres cuartas partes de los estados.
El principio de la mayoría fue fuertemente atenazado mediante un sistema de vetos de la minoría, y de un laberinto de comités del Congreso que echan a un lado o diluyen las iniciativas legislativas y hacen menos probable las acciones populares de un mayor alcance.
¿Gobierno del pueblo o de la plutocracia capitalista?
Como cuestión esencial, no se debe considerar la democracia como limitada al ejercicio electoral, el cual, por otra parte, no atañe ni tiene capacidad de alterar esas precauciones constitucionales y sistémicas sustantivas, así como operacionales, que insertaron los constituyentes y que acabamos de mencionar.
Cierto es que Abraham Lincoln definió la democracia como el “gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo”, pero en la práctica de ese país, en ningún ámbito del sistema político eso se concreta. A su vez, el valor de las elecciones resulta relativo y queda crecientemente en entredicho.
Con la leyenda sobre la excepcionalidad de la nación estadounidense, supuestamente predestinada por la Providencia para liderar al mundo, no transcurrió mucho tiempo para que también comenzaran a montar el mito según el cual su sistema político era expresión suprema de ese modelo de gobierno democrático y libre por excelencia.
¿En Estados Unidos hay un gobierno del pueblo y por verdaderos representantes del pueblo? ¿Se gobierna allá para el pueblo?
Según Noam Chomsky, muchos y muy serios estudios académicos acerca de la relación entre las actitudes de la gente y las políticas públicas demuestran que “para la formulación de éstas importa bien poco lo que la población piensa”. El 70% de las personas de más bajos ingresos en alto grado “están carentes de la capacidad de ser tomados en cuenta. Sus actitudes no tienen influjo sobre las políticas y posiciones de sus propios representantes”. La influencia aumenta según la escala de ingresos. Por tanto, cuando usted llega a lo más alto, a “una fracción del 1%”, la política se conforma y se manifiesta de tal modo que realmente ha devenido en “un tipo de plutocracia con formas democráticas”.1
Un bien fundamentado estudio, por ejemplo, es el desarrollado por los reconocidos científicos Martin Gilens (Princeton University) y Benjamin Page (Northwestern University). De acuerdo con sus conclusiones “los ciudadanos ordinarios virtualmente carecen de ascendiente alguno sobre lo que hace el gobierno de Estados Unidos”. Luego de examinar datos relacionados con más de 1.800 iniciativas políticas de finales del siglo XX y principios del XXI, Gilens y Page llegaron a la conclusión de que las élites adineradas y bien conectadas "siempre salen mejor paradas respecto a la clase media en la toma de decisiones políticas" y consistentemente dirigen el rumbo del país al margen de, y en contra de, los deseos de la mayoría, sin importar cuál de los dos principales partidos (el Demócrata o el Republicano) tenga el control de la Casa Blanca o del Congreso.2
En una entrevista para un medio local estadounidense ambos estudiosos afirman que "si la democracia significa la respuesta del gobierno a lo que quieren las mayorías de ciudadanos, presentamos pruebas contundentes según las cuales en los últimos años, Estados Unidos no ha sido muy democrático en absoluto".
Hay muchas razones para legítimamente preguntarnos hasta qué punto lo que hay en Estados Unidos es realmente una democracia, y no una oligarquía, o sea, un sistema fundado en el gobierno de los ricos, en el cual los grandes grupos económicos y financieros y el dinero hacen la gran diferencia respecto a la elección de los integrantes de los órganos legislativos y la conformación del ejecutivo y de las estructuras judiciales. Lo cierto es que son esos grupos los que tienen el control y los medios para predeterminar el espíritu y la letra de las leyes, así como el curso de las políticas de gobierno.
¿Hasta qué punto la ciudadanía y muchos analistas políticos, al describir como democrática esa sociedad, no están condicionados por décadas de propaganda y y de reiterada sobrevaloración por los propios voceros y gobernantes de Estados Unidos quienes, desde sus posiciones de preeminencia global, dan por sentado que ese país es el modelo de democracia por excelencia?
Tal consideración está crecientemente en entredicho, aunque aún es aceptada por muchos académicos, políticos y profesionales de la prensa, e incluso observadores extranjeros. Y ello pese a que se critiquen y se condenen los asesinatos y la brutalidad policíaca, el racismo, la parcialidad de su sistema judicial, los abusos en la frontera con México, el aparataje dirigido a limitar y destruir las organizaciones sindicales, el alto costo de las campañas electorales, etcétera.
Veamos, sin embargo, lo que señala el Premio Nobel de Economía, Paul Krugman. Según él “la extrema concentración del ingreso existente es incompatible con una democracia real… ¿Puede alguien denegar que nuestro sistema político está siendo pervertido por la influencia de las grandes fortunas y que esa distorsión se hace más aguda cuando la riqueza de unos pocos aumenta cada vez más?”. “Estamos amenazados de convertirnos en una democracia solo de nombre”, agregó.
El impacto del quehacer gubernamental sobre la sociedad
El sistema capitalista y plutocrático genera condiciones en las cuales, de manera natural, se conforma un Estado subsidiario tendiente a conceder prerrogativas a la banca y a las gerencias corporativas para la búsqueda y obtención de todo tipo de beneficios. También se propicia la reducción de los costos de la mano de obra y se otorgan facilidades para colocar en el exterior sus inversiones, mientras que los ciudadanos y los trabajadores no tienen papel alguno ni capacidad para impedirlo.
En tales condiciones es muy común que los trabajadores que pretendan democráticamente levantar la voz por sus derechos, se vean casi imposibilitados para lograrlo por el chantaje de los patronos, quienes son respaldados por los medios de prensa predominantes y los tribunales parcializados, predispuestos ya contra los sindicatos. Todo esto en el marco de leyes anti-obreras emitidas en legislaturas “democráticamente electas” bajo el control del duopolio bipartidista oligárquico.
En fin, es el gobierno de una sociedad capitalista desarrollada y con grandes recursos pero que ha generado una notable y creciente desigualdad social y bolsones de pobreza junto con el enriquecimiento mayúsculo del 1% de su población. Un gobierno de la élite; un gobierno de los ricos, por los ricos y para beneficiar a los ricos.
En su artículo “La verdad sobre los Estados Unidos”, aparecido en 1894 en el periódico Patria, José Martí calificó a ese país como una “república autoritaria y codiciosa” donde, “en vez de robustecerse la democracia y salvarse del odio y miseria de las monarquías, se corrompe y aminora la democracia, y renacen amenazantes el odio y la miseria”. Es como una premonición de lo que ocurre ahora, 127 años después.
Analizar el sistema político de Estados Unidos requiere abordarlo en su dualidad, en sus fachadas y en sus trasfondos. Por una parte está el sistema político formal, en buena medida simbólico, el cual se describe en los libros y se enseña en las escuelas; lo relacionado con los tres poderes que supuestamente se equilibran; su carácter federal; la periodicidad de los procesos electorales; los conflictos y las promesas que se emiten en las campañas; la concurrencia a las urnas; las personalidades y las posturas políticas, el papel o desempeño de este o aquel hombre de Estado, del alcalde o de quienes actúan como representantes en la legislatura, etcétera.
Por otro lado está el sistema político en su parte sustantiva, donde se manifiesta el verdadero ejercicio del poder: los contratos y privilegios que otorga el gobierno a las corporaciones por decenas de millones de dólares; las exenciones de impuestos; las compensaciones, subsidios y dispensas de todo tipo; las prebendas en las entregas en arriendo y para la explotación privada de tierras, subsuelos y otras recursos públicos. También la corruptela en los pasillos del Congreso y en conjunto el vasto proceso para la conformación y asignación de los fondos del presupuesto; el redactar leyes y regulaciones o pasarlas por alto en favor de los poderosos, y mucho más. De estos intríngulis y lados oscuros del sistema y de su parte sustantiva, apenas se habla o se rinden cuentas.
Sin duda las políticas que se aplican reflejan los intereses y reclamos de los grupos de intereses empresariales y del establishment. Para ello, a la par de un “lógico” acomodo y rejuego de intereses, se desarrolla una continua cooperación entre las élites empresariales y gubernamentales, y un reciclaje de los políticos y funcionarios de gobierno hacia las juntas directivas de las grandes corporaciones y viceversa. En esos ámbitos el quehacer de gobierno se mantiene como una esfera que excluye la voluntad popular.
La influencia de los sectores corporativos más poderosos se manifiesta a lo largo de todo el sistema de instituciones de gobierno. Estos sectores predominan ampliamente durante las maniobras y decisiones gubernamentales, o bien se producen acuerdos mutuamente satisfactorios, muchas veces a expensas del interés público en la forma de precios o impuestos más altos, desregulaciones ambientales y otras, mientras que las demandas de los desposeídos acaso si son escuchadas ocasionalmente.
Incluso la gestión de política exterior y lo más grueso y sustantivo de la política económica se desarrolla y debate de espaldas al pueblo. Salvo la manipulación para agitar o promover temores acerca de supuestos enemigos de la nación o para justificar intervenciones militares en otros países, así como los gastos armamentistas que benefician a buena parte de la elite económica.
El claro predominio plutocrático bipartidista
Casi todas las instituciones del país, junto con sus inmensos recursos materiales, están bajo control plutocrático, dirigidas por grupos de personas que representan corporaciones acaudaladas, quienes se auto perpetúan y no rinden cuenta sino a sí mismas. Las mayores entidades del mundo empresarial están entrelazadas y a menudo cuentan con directorios intercambiables con las instancias de gobierno que diseñan y administran el quehacer político.
El aparato legislativo, tanto el federal como el de los 50 estados, es totalmente bipartidista, compuesto casi por completo por abogados de bufetes corporativos, por no pocos ex ejecutivos de empresas y por millonarios (tal como ocurre también con los principales decisores de política en la rama ejecutiva). Por consiguiente, las leyes dejan de ser "expresión de la voluntad general" de la que hablaba el filósofo de la Ilustración Jean Jacques Rousseau. En Washington las leyes son escritas principalmente para promover los intereses de los poseedores de la riqueza y, en general, es usual que a muchas se las haga cumplir de manera discriminatoria.
Existe un claro predominio de la banca, las grandes corporaciones y el establishment militar. La cooptación de quienes son electos por la ciudadanía es cada vez más férrea y evidente. Los políticos, en su mayor parte, sobrellevan y se acomodan a las injusticias obligados por su dependencia respecto a los grupos económicos capitalistas y a posteriori, retórica aparte, dan la espalda a los pobres y a los trabajadores.
Por su parte, el poder judicial es anticuado, a menudo absurdo. Generalmente los tribunales han estado del lado de las minorías privilegiadas y de los propietarios de las corporaciones. En buena parte del sistema judicial a todos los niveles, ha imperado un claro predominio de juristas de derecha y de centroderecha, generalmente anglo-sajones procedentes de las clases altas y de importantes bufetes donde antes han servido a grandes empresas,
A través de su historia la generalidad de los integrantes de la Corte Suprema han desconocido y anulado el sentir de las mayorías y se han colocado de parte de los poderosos, los privilegiados y los acaudalados.
Sin embargo, el sistema no puede cumplir su rol de proteger a las clases ricas privilegiadas y legitimar las relaciones sociales de explotación existentes a menos que mantenga su propia legitimidad a los ojos de la población.
Mantener ciertas vestiduras y adornos democráticos tales como un sistema de partidos que ofrecen opciones limitadas, unas elecciones enfocadas en asuntos tangenciales y de poca importancia relativa, unos marcos de disentimiento tibios y circunscritos, impedidos de convertirse en una seria oposición organizada, un marco de actividad sindical mayormente domesticado, una diversidad de medios de difusión monopólicos con apariencia de diversidad pero que adhieren a las reglas de juego del sistema y que con profesionalismo lo defienden.
La clase dominante ha venido logrando muchos de sus fines detrás de una fachada democrática y haciendo pasar sus intereses como los “intereses de la nación”.
1Entrevista con Abby Martin, Institute for Public Accuracy, 9enero 2016.
2 Is America an Oligarchy? - The New Yorker. www.newyorker.com/news/john-cassidy/is-america-an-oligarchy. Verasimismoartículo online de Paul Street: “Majority US Public Opinion Is Mocked by the Ongoing Presidential Election”, teleSUR, Marzo 6, 2016).