Brevísima historia del muralismo ecuatoriano:

Un arte para la historia

09/02/2015
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La pintura mural ha sido un fenómeno de gran importancia en la historia de las artes visuales de América Latina. Se inició en nuestro continente con las altas culturas mesoamericanas, como lo muestran los espectaculares murales mayas de Bonampak y, en general, los frisos de las pirámides aztecas y mayas, que recrearon la vida de esos pueblos y dejaron un imborrable testimonio para el futuro.
 
Ya en el siglo XX, este tipo de arte fue retomado por un grupo de grandes artistas mexicanos, que lo convirtieron en un arte de espacio público y en un espectacular medio de educación de masas, mediante la recreación de la historia de México y sus luchas sociales. Los murales de Diego Rivera en el Palacio Nacional iniciaron un movimiento artístico que luego fue continuado por José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, Jorge González Camarena y otros, y que quedó consignado en el notable edificio de la Biblioteca de la UNAM y otros sitios públicos mexicanos.
 
En su ‘Manifiesto’ de 1922, esos creadores expresaron su voluntad de socializar el arte y destruir el individualismo, repudiando la pintura de caballete y cualquier otra forma de arte surgido en los círculos aristocráticos, y produciendo obras monumentales que fueran de dominio público, que se alimentaran de las luchas populares y también las impulsaran. Por otra parte, usaron el clásico fresco y ensayaron también nuevas técnicas, usando aerógrafos, cámaras fotográficas y proyectores, y reemplazando el óleo por los silicatos y las pinturas de piroxilina.
 
Luego el muralismo mexicano se proyectó vigorosamente hacia el resto de América Latina, generando un movimiento artístico de alcance continental. Papel importante tuvieron en ello los viajes de Siqueiros y Orozco a otros países del continente. Siqueiros fue a Chile y Argentina, donde pintó murales y animó una escuela muralista. Igual lo hizo luego González Camarena, también en Chile. 
 
Así, otros artistas plásticos del continente tomaron la pintura muralista para recrear la historia, luchas y anhelos de sus pueblos. Recordamos al brasileño Cándido Portinari, a los argentinos Alfredo Guido, Antonio Berni, Juan Carlos Castagnino y Ricardo Carpani, a los colombianos Pedro Nel Gómez, Santiago Martínez Delgado e Ignacio Gómez Jaramillo, a los uruguayos Demetrio Urruchúa, Felipe Seade y Joaquín Torres García, a los chilenos Arturo Gordón, Laureano Guevara, Fernando Marcos y Fernando Daza, todos ellos nombres simbólicos de un movimiento que tuvo en cada país muchos otros cultores y diversas etapas.
 
En tiempos más recientes, el muralismo ha mantenido su vocación combatiente y liberadora. Un gran ejemplo de ello fue, a fines del siglo XX, el de los muralistas chilenos de la Brigada Ramona Parra, que con sus pinceles e imágenes coloridas se enfrentaron a la dictadura de Pinochet.
 
Singular importancia alcanzó el movimiento muralista en Ecuador, donde una brillante generación de artistas plásticos, nucleada alrededor de la joven Casa de la Cultura Ecuatoriana, hizo del muralismo una nueva y extraordinaria forma de creación pictórica y recreación histórica.
 
Testimonios de ese movimiento quedaron plasmados en el vestíbulo del mismo edificio de la CCE, con un conjunto mural de Diógenes Paredes, Jaime Valencia y José Enrique Guerrero, y en las salas norte y sur, con bellos murales al fresco de Oswaldo Guayasamín sobre ‘La Conquista’ y de Galo Galecio sobre los grandes personajes de nuestra historia. En el frontal del edificio, Jaime Valencia esculpió unos significativos relieves.
 
Aproximadamente una década más tarde, la construcción de los edificios del Seguro Social en Quito y Guayaquil fue una nueva oportunidad para el muralismo ecuatoriano. Galo Galecio hizo un alto y bello mural sobre la ‘Protección a los Trabajadores’ en el vestíbulo de la Caja del Seguro, de Quito, y Jaime Andrade Moscoso un mural pétreo exterior, sobre el trabajo colectivo, y un segundo mural, interior este, de madera y cobre. A su vez, Segundo Espinel trabajó el gran mural exterior del edificio del Seguro Social, en Guayaquil.
 
En la década del sesenta hubo otro gran momento para el muralismo ecuatoriano. La preparación de la XI Conferencia Interamericana de Cancilleres motivó al gobierno de Camilo Ponce a construir y reconstruir algunos edificios simbólicos, en los que se incluyeron obras murales de grandes artistas nacionales.
 
Así, Guayasamín realizó en 1957 un mural de mosaico en el Palacio de Carondelet, sobre ‘El descubrimiento del río de las Amazonas’, Víctor Mideros hizo el mural pétreo exterior del Palacio Legislativo, Jaime Andrade y Galo Galecio elaboraron murales en el interior del nuevo edificio del aeropuerto de Quito, mientras que Jorge Swett y Segundo Espinel los hicieron en el aeropuerto de Guayaquil.
 
Del mismo tiempo fueron un mural en cerámica que elaboró Oswaldo Viteri para el Ministerio de Obras Públicas y otro de Jaime Andrade en el interior del hotel Quito.
 
Más tarde, cada uno de esos muralistas emprendió su propio vuelo creativo. Guayasamín pintó el bello mural del Salón de Honor de la Universidad de Guayaquil, y el futurista mural de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad Central titulado ‘Historia del hombre y de la cultura’, culminando con el mural del entrepiso del edificio del Consejo Provincial de Pichincha y, finalmente, con el gran mural del Salón Legislativo.
 
Kingman, a su vez, pintó un precioso conjunto de murales sobre las regiones y las estaciones climáticas del Ecuador en la Dirección de Movilización del Ejército, murales en mansiones privadas –como la de Benjamín Carrión– y luego el gran mural sobre la Independencia Nacional, en el monumento de la Cima de la Libertad.
 
Artistas nuestros que recibieron directa influencia de los muralistas mexicanos fueron Galo Galecio, Oswaldo Guayasamín y Carlos Rodríguez Torres. Galecio, un notable muralista y grabador nativo de Vinces, pintó también otro importante mural, con la antigua técnica del temple, en el edificio del Banco Central del Ecuador, en Tulcán. 
 
Por su parte, el quiteño Carlos Rodríguez pintó algunos murales en casas particulares, como la de la familia Zaldumbide, donde plasmó sus obras ‘El Cristianismo’ y ‘El Quijote’, más tarde puestas en riesgo por reformas al edificio y finalmente recuperadas por el Instituto Nacional de Patrimonio Cultural. Empero, su más importante mural fue el titulado ‘Historia de la Humanidad’, que engalana el Salón de Pasos Perdidos de la Gran Logia Equinoccial del Ecuador.
 
En cuanto a Oswaldo Guayasamín, su obra muralística alcanzó renombre universal cuando murales suyos pasaron a ornar el aeropuerto de Barajas, en Madrid, el edificio principal de la Unesco, en París, y el Memorial de América Latina, en Sao Paulo. Por otra parte, este creador, que nunca dejó la pintura de caballete, descubrió una suerte de arte intermedio entre esta y el muralismo, mediante sus colecciones pictóricas sobre temas de trascendencia universal, como ‘Huacayñán’ y ‘La Edad de la Ira’, que alcanzan un efecto visual masivo similar al del mural, pero aventajan a este en que pueden ser trasladadas de sitio.
 
También fue importante la obra posterior del guayaquileño Segundo Espinel Verdesoto, quien elaboró dos murales interiores en el Banco Pichincha, de Guayaquil, y dos amplios murales en la Universidad Laica Vicente Rocafuerte. Igual decimos del ambateño Oswaldo Viteri, quien hizo dos murales en mosaico de piedra: uno para el Museo Casa del Portal, en Ambato, y otro para la catedral de Riobamba, amén de otro en metales para Radio Internacional, de Quito.
 
Importantes muralistas ecuatorianos han sido también Manuel Rendón Seminario, un gran maestro del constructivismo, nacido y formado en Francia, y el pintor y escultor lojano Alfredo Palacio, formado en España y afincado en el puerto. 
 
Rendón hizo en 1970 el hermoso mural exterior del Banco Central del Ecuador, en Guayaquil, y otro mural que anduvo perdido y hoy está en el Centro Cultural Simón Bolívar. Palacio trabajó los bellos murales de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, del Banco Central y el Banco de Guayaquil, de la Superintendencia de Bancos y del Colegio de Bellas Artes.
 
Y para completar esa generación de notables muralistas ecuatorianos hay que relievar la figura y obra creativa de los grandes artistas porteños Jorge Swett y Theo Constante. 
 
Swett se inició en 1961 con murales en Puerto Nuevo, en el aeropuerto Simón Bolívar y el Seguro Social, continuando con murales en la Biblioteca Municipal, en la Cámara de Comercio, en la Universidad de Guayaquil y en otras 80 instituciones del puerto, amén de otros en el resto del país.
 
Constante elaboró el gran mural exterior del Museo Antropológico del Banco Central, en Guayaquil, donde destaca la imagen de Rumiñahui, y el mural interior del vestíbulo del diario Expreso.
 
 
El arte mural tiene una vocación de masas y busca crear obras que entren en contacto con el gran público. Por eso tiene una dimensión social que la diferencia de otras manifestaciones pictóricas, puesto que es una obra asentada en el espacio público, que busca proyectarse hacia todos y llegar a ser de todos. 
 
En los últimos tiempos, Pavel Égüez, discípulo de Guayasamín y Kingman, ha retomado el arte mural latinoamericano con singular brío y expresividad. Ahí están sus estupendos murales en la Universidad Andina, titulados ‘Simón Bolívar’ y ‘Somos maíz’. O su formidable obra ‘La Patria naciendo de la ternura’, en la avenida Baralt, de Caracas, hecha en mosaico veneciano y que tiene como figuras centrales a Simón Bolívar y Manuela Sáenz. O su hermoso mural ‘Hombres de maíz’, en la plaza República del Ecuador, en Guatemala. O, en fin, su ‘Grito de los excluidos’, expuesto en Cotacachi, de vigorosa fuerza expresiva.
 
A esos y otros muchos trabajos, que le han dado justa fama internacional, ha venido a sumarse este bello y terrible mural llamado ‘El grito de la memoria’, fijado en la pared exterior de la Fiscalía General del Estado. Bello por su factura, su colorido y vigor creativo, y terrible por el tema que rememora, en nombre de las víctimas de la crueldad humana. 
 
Simbolizando a estas, ahí están Allende, la familia Restrepo, las Madres de Plaza de Mayo, Rigoberta Menchú y muchas otras. Y entre los victimarios asoman Pinochet, Videla, Febres-Cordero y otros. 
 
Buscando enriquecer su visión y rescatar para su obra la esencia de la memoria colectiva, el artista ha recogido previamente la opinión de las víctimas y de ahí nace la fuerza denunciadora de esta combativa obra, que revive las mejores tradiciones del muralismo latinoamericano.
 
El éxito social de este mural de denuncia ha sido inmediato. Víctimas de la barbarie política han levantado su voz para loarla y prestigiosos críticos de arte la han mostrado como ejemplo de arte liberador, que reivindica los valores humanos. 
 
Naturalmente, no han faltado los críticos que, desde el otro lado, han denunciado a este mural como una agresión a la imagen de otros, como “una propuesta gráfica con nítidas posiciones políticas y efecto propagandístico” y hasta como “un refrito de los lugares comunes más vetustos del repertorio visual estalinista, chapuza ideológica con lo peor de la iconografía caduca de Guayasamín, panfleto vociferante, violencia ejercida contra el peatón”. 
 
La sola lectura de esas palabras señala ya el nivel y orientación de tales críticas, que se explican en el caso de las hijas de Febres-Cordero, que quisieran que la única imagen de su padre para la historia fuese la que muestra el gran mural de la cúpula del Salón Municipal de Guayaquil, donde figura como una suerte de Padre Eterno, al que su hijo encarnado, Jaime Nebot, le exhibe un panorama de progreso urbano. 
 
Si Picasso eternizó en su ‘Guernica’ la denuncia de la masacre fascista en España, Égüez lo ha logrado en América Latina con este formidable mural.
 
 
- Jorge Núñez Sánchez es Director de la Academia Nacional de Historia del Ecuador. 
 
Foto: ‘El grito de la memoria’ de Pavel Égüez.  (ALAI)
 
 
https://www.alainet.org/fr/node/167399
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