Redefiniciones en la relación deuda – mujeres
- Opinión
En la ya larga trayectoria de análisis económico y acción política contra la deuda externa, la relación deuda-mujeres aparecía en un segundo o tercer plano. No se visualizaban su especificidad y la pertinencia de abordarla, pese a que una generalizada feminización de las organizaciones ‘deudólogas’ y de su trabajo cotidiano daba cuenta de su importancia intrínseca. Esto ha cambiado en los últimos años, como resultado de varios procesos convergentes.
En primer término, la afirmación de las mujeres como actoras económicas, lo que desplaza hacia ese terreno una relación antes vista sólo como social. La deuda externa era usualmente tratada como neutral en términos de género. Las implicaciones concretas y diferenciadas para las mujeres eran ubicadas, en el mejor de los casos, en el campo de los impactos sociales, es decir como una externalidad y como un asunto no-económico.
Bajo la óptica de la deuda social -postulado de indudable utilidad para la denuncia y la reivindicación en términos generales- se pudo constatar cómo el pago de la deuda redunda en restricciones del gasto público que limitan rubros y coberturas en ámbitos como salud, educación, protección social, afectando de manera particular las condiciones de calidad y de acceso para mujeres, niñas y niños a estos servicios. Sin embargo, al no considerarse los aportes económicos de las mujeres -en buena medida no monetarios-, no era posible apreciar que tales gastos representaban una devolución, apenas parcial, de la riqueza que genera su trabajo y que resulta invisible y expropiada en la lógica perversa de la deuda.
Esta lectura se vio reforzada por el ejercicio neoliberal de separar, de manera bastante arbitraria, lo económico y lo social. Esta operación llevó a clasificar sistemáticamente los asuntos de pobreza, reproducción, mujeres y género como sociales, y aquellos de finanzas, inversiones, riqueza como económicos. Entre las varias consecuencias de esta arbitraria división, está la de ver estos fenómenos como independientes, o apenas relacionados vía impactos, y por tanto insistir en la búsqueda de políticas sociales que ‘alivien’ problemas así clasificados, sin tocar la esencia de las políticas económicas que los generan.
Ante esto surge la necesidad de expandir la visión hacia los aspectos productivos, reproductivos y distributivos implícitos en el modelo de endeudamiento, para ver los costos y beneficios que conlleva éste para varios actores económicos. Al ir más allá de lo estrictamente financiero y presupuestario, se puede captar mejor cómo se genera la deuda, cómo se gasta, quiénes la pagan, a quiénes beneficia, de manera directa e indirecta
Con este enfoque, una primera constatación general es que las mujeres resultamos acreedoras –a nivel nacional y global-. Hay una deuda acumulada por concepto de contribuciones económicas no retribuidas, especialmente trabajo no pagado, que hacen parte de los costos ocultos del modelo neoliberal de endeudamiento (y de modalidades anteriores). Por ejemplo, en Ecuador la producción de bienes y servicios realizada por mujeres y niñas en el espacio doméstico representa un 28% del PIB; sólo en la década de los 90, esto sumó unos 40.000 millones de dólares (sin considerar intereses). También en el mercado de trabajo hay una importante cuota de trabajo gratuito de las mujeres, pues entre los primeros grupos ocupacionales femeninos se registra el de “trabajadora familiar sin remuneración”. Estos aportes económicos, aunque no se contabilizan en las Cuentas Nacionales, hacen parte de la producción nacional y han sido clave para sostener la reproducción, apoyar la producción y la calidad de vida de la población, posibilitando así que la deuda siga siendo pagada.
La visibilidad y afirmación de las mujeres como actoras económicas también ha tenido un correlato en términos políticos, pues ahora es ya ineludible tener en cuenta la posición de las mujeres ante alternativas de tratamiento a la deuda. Por ejemplo, se ha subrayado la necesidad de incluir criterios de igualdad de género en la asignación de recursos provenientes de canjes y reestructuración de la deuda, de promover la participación de mujeres en las veedurías ciudadanas, auditorías o en instancias similares.
Un segundo proceso tiene que ver con la propia evolución interna de las perspectivas e instrumentos frente a la deuda, que reflejan hoy una complejidad, una integralidad que supera la dimensión financiera y la ‘social’, concebida ésta en términos del gasto. Desde varios actores y aspectos se han ido revelando implicaciones, interrelaciones específicas. Los pueblos originarios sacan cuentas de siglos de saqueo y se afirman como acreedores de una ‘deuda histórica’. Se configura la ‘deuda ecológica’, con evidencias, argumentos y métodos irrebatibles. Se plantea la tesis de la 'ilegitimidad' de la deuda, y la auditoría integral se consolida como el instrumento idóneo para demostrarla, es decir un examen no sólo de los aspectos contractuales, jurídicos y técnicos, sino del conjunto de implicaciones, costos e impactos en la vida económica, ecológica, política, social y cultural de los países y pueblos. Bajo esta perspectiva, se tornan relevantes todas y cada una de las relaciones y actores de la vida de un país, y se vuelve obligado mirar las ‘implicaciones de género’.
También somos acreedoras
Un tercer proceso tiene que ver con la búsqueda de una integración alternativa y, como parte de ella, de una nueva arquitectura financiera. La noción de soberanía, que se recupera y se resignifica en este marco, ahora tiene un sentido plural: nacional, regional, alimentaria, energética. Los principios de solidaridad, reciprocidad y cooperación aparecen al centro, con lo que se validan ‘viejos’ postulados feministas para la economía, y se abren nuevas posibilidades de reconocimiento a todas las relaciones y actividades que sustentan la reproducción y el cuidado de la vida, en sus variadas manifestaciones.
En el nuevo balance geopolítico que se disputa en el empeño de recuperar recursos y de controlarlos soberanamente, las mujeres no somos un número más entre los ‘pueblos acreedores’, somos, al mismo tiempo, quienes más hemos aportado para que la reproducción sea posible pese al saqueo, y quienes más perjudicadas hemos resultado con este modelo de endeudamiento. Las nuevas entidades y mecanismos, que se asientan en relaciones Sur-Sur, no podrán prescindir de criterios de paridad en la conducción y de igualdad en todas sus políticas.
Somos, entonces, acreedoras no por lo que no nos dan, sino por lo que damos, por lo que nos quitan, por lo que se destruye. Lo somos desde los aportes, no sólo desde las carencias o limitaciones. Desde los ingresos que plasman aportes e injusticias económicas, no sólo desde los gastos que no llegan o llegan recortados.
Desde esta realidad de acreedoras, es posible interpelar las formas siempre renovadas del fetichismo del dinero, y poner por delante la vida de la gente en su dimensión verdaderamente económica, es decir la que se funda en el trabajo y en el cuidado de la vida.
- Magdalena León T., economista ecuatoriana, es integrante de la Red Latinoamericana Mujeres Transformando la Economía -REMTE-.
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