La “sagrada hoja de coca”
27/10/2013
- Opinión
A más de veinticinco años de la promulgación de la “Ley del Régimen de la Coca y Sustancias Controladas” (Ley Nº 1008, de 19/07/1988) continuamos viviendo un conflicto permanente que de vez en cuando hace noticia, como lo que aconteció recientemente en Apolo. Éste es un conflicto que tuvo su fase intensiva en los años noventa, que permaneció latente en los últimos años y que vuelve al escenario público con costes de vidas humanas.
Evo Morales fue (y continúa siendo) protagonista del conflicto, fue en medio de este conflicto que armó su imagen pública y construyó su plataforma política, por lo tanto es mucho lo que le debe, a tal punto que no ha renunciado a la presidencia de la representación de las organizaciones sindicales de este gremio, ni siquiera al asumir la presidencia del gobierno nacional. Como era de esperarse, su gobierno logró apuntarse un triunfo al introducir en la nueva Constitución Política del Estado un artículo que establece: “El Estado protege a la coca originaria y ancestral como patrimonio cultural, recurso natural renovable de la biodiversidad de Bolivia, y como factor de cohesión social; en su estado natural no es estupefaciente. La revalorización, producción, comercialización e industrialización se regirá mediante la ley” (CPE, Artículo 384).
Sin embargo, hasta el día de hoy no ha sido capaz de realizar una tarea básica de su proyecto político: separar la norma en dos cuerpos: el “del régimen de la coca” (en concordancia con el mencionado artículo de la CPE) y el “del régimen de sustancias controladas”. Para hacerlo, había prometido hace varios años atrás emprender un estudio minucioso del uso tradicional de la hoja de coca, a objeto de determinar el volumen de producción requerido para este efecto. Al parecer, varios estudios emprendidos con recursos de la Unión Europea, no satisficieron las expectativas del partido gobernante, razón por la cual no se conocen resultados oficiales.
Si fuese cierto el trascendido de que apenas se requiere la mitad de la superficie establecida en la ley 1008 para el uso tradicional, el gobierno tendría que enfrentarse a un problema político de graves consecuencias: implicaría erradicar casi toda la coca existente en el país y con esta decisión, se caería el bastión más sólido del régimen: el de los productores de este cultivo, núcleo de su formación y base social.
Es por eso que, lo acontecido en Apolo, viene a ser como una granada que revienta en la propia cara del régimen, ya no puede seguir sosteniendo su discurso de diferenciación entre coca y cocaína sin desnudar sus propias contradicciones. Lo cierto es que sin coca no hay cocaína y que todas las políticas públicas emprendidas desde la promulgación de la ley 1008 han fracasado estrepitosamente, incluso las del propio gobierno de Morales.
A la publicitada reducción de cultivos de coca siempre ha sucedido su reposición casi inmediata y nada permite prever que esto no seguirá sucediendo en el futuro. Para comprender este fenómeno es preciso reconocer que es el valor de mercado del producto lo que determina este hecho económico y no otra cosa. En última instancia, lo que lo subyace es la lógica económica que lo sostiene y las contradicciones que lo caracterizan. Este valor de mercado se sustenta en su “triple valor agregado”, es decir: (1) al servir como materia prima para producir un estimulante ilegal que tiene alta demanda en el mercado, genera un alto valor agregado económico; (2) al constituir un elemento de intercambio para que los gobiernos inviertan recursos para el desarrollo de la zonas “de producción excedentaria en transición” adquirió un alto valor agregado “político”; y (3) al ser objeto de sacralización (“la sagrada hoja de coca”), adquirió un valor agregado “ideológico”, que hasta el día de hoy sustenta su defensa más allá de cualquier racionalidad.
De éstos, indudablemente, el primero es el valor agregado fundamental. El “desarrollo alternativo” ha perdido vigencia y con ello se ha restado a la coca su “valor agregado político” (como objeto de negociación e intercambio) e incluso el gobierno puede echar marcha en reversa para reducir el “valor agregado ideológico” (el presidente ya ha declarado que «ya no está de moda la arenga “causachun coca”»); pero, mientras la cocaína continúe siendo un producto ilegal de alta demanda en el mercado internacional, la coca se continuará expandiendo más allá de cualquier discurso.
Es por eso que coincido plenamente con quienes plantean la solución por otro lado: sólo la legalización de las drogas arrancaría paulatinamente el negocio de los mafiosos, permitirá una regulación internacional del mercado, reduciría su precio y contribuirá a superar este conflicto que ya lleva décadas sin solución.
No obstante, la fórmula parece demasiado simple para un problema por demás complejo. En la hipótesis de un sinceramiento interno que llevase a esta solución, ¿quién compraría la “cocaína legalmente producida en Bolivia”? Obviamente, nadie, salvo si se diese un impensable acuerdo internacional que lo permitiese. Por lo tanto, la solución no es factible en el corto o mediano plazo y es preciso hacerle frente ahora.
El gobierno no lo va a hacer porque, como ya lo anticipamos, se enfrentaría al riesgo de su derrocamiento. Sostener que la coca de los Yungas (y el Chapare) es “sagrada” y que el resto es ¿qué? ¿demoniaca? es absurdo. Sostener que existe un mercado interno de grandes proporciones que incluso podría ser expandible mediante su “induztrialización” (así rezaba un cartel colocado en las puertas de la Federación de Colonizadores de Chimoré hace muchos años atrás), tampoco es verosímil, porque hasta la fecha no se ha logrado pasar las mínimas pruebas requeridas para emprender este propósito. Entonces ¿qué van a hacer?
Lo que nosotros/as (ciudadanos/as de este país) opinásemos, propusiésemos o deseásemos, es lo de menos, porque el gobierno sólo se escucha a sí mismo y lo más probable es que en pleno año de campaña electoral no hará nada para minimizar, mucho menos para resolver el problema de raíz. En consecuencia, le seguirán reventando granadas en la cara, como en Apolo, y continuará con su retórica absurda hasta que el narcotráfico adquiera ribetes de violencia incontrolable (como en Colombia o México) a ver si entonces volvemos a escuchar la arenga “causachun coca”, aunque esté muy “pasada de moda”.
La Paz, 28 de septiembre de 2013
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