“El Regreso”: cine militante de la valentía o la voluntad suicida de deshacer opresiones
14/09/2013
- Opinión
Hace doce años no escribo sobre cine. Sólo lo hice en aquella oportunidad para criticar el racismo cruel de El Protegido, el fetichismo mercantilista de El Náufrago, y el machismo ridículo de Las Mujeres del Doctor T.
De hecho, odio tener que mencionar aquellos bodrios gringos, por demás asquerosos, como la mayoría de sus películas.
Si me atrevo a volver a opinar sobre un tema que no es de mi especialización, es porque la emoción de asistir al filme de Patricia Ortega “El Regreso”, me ha renovado las ganas de ir al cine.
Confieso que he visto últimamente varias películas venezolanas muy buenas. Algunas de un discurso tierno, nostálgico, como El Manzano Azul, utópica remembranza como toda melancolía que nos alimenta recuerdos por tiempos amados. “Samuel” es un clásico de ese cine venezolano que se esfuerza con honestidad intelectual en mostrarnos como somos. Muy buena, por cierto, de mis preferidas.
Me impactó mucho “Brecha en el Silencio”, qué tronco de actuación de la protagonista, y qué genial adaptación, sentí que esta gente se metió dentro de las personas con discapacidades auditivas de tal manera, que nos hicieron vivir esa realidad. Me pegó duro.
“La Casa del Fin de los Tiempos” ha superado expectativas taquilleras, consagró a nuestra Ruddy Rodríguez como gran actriz, y nos demostró que hay aún un mundo Hitchcock por descubrir. “Azul y no tan rosa”, discurre en el debate por los derechos de la sexodiversidad que en Venezuela está en plena ebullición. Felicito la irreverencia de tanto talento nuevo, fresco y profundo, como pude ver en “La Ley”.
“Diarios de Bucaramanga” y “Bolívar: el Hombre de las Dificultades”, son muy buenas y útiles en tiempos de saber quiénes somos como pueblo. Sus realizadores no escatimaron creatividad, rompieron esquemas y nos recordaron que se puede ser héroe con la espada, la pluma, el arado, o con la cámara.
Pero Patricia Ortega nos dio “en la madre” con “El Regreso”.
Tengo que tranquilizarme para poder escribir con calma la lluvia de elogios que me arrebata esta historia. Es como esas canciones raigales de Lila Downs que se pueden llorar y bailar a la vez.
El ritmo de “El Regreso” tiene algo de Calle 13. Me imagino a Patricia brincando en la tarima, andando hiperquinética entre tambores y turas ancestrales, mostrando los tatuajes que su película le dejó en la piel sangrante con dolorosos relieves de queloide.
Su visión de la estética la lleva a plantarse en lo alto. Gusta ver las andanzas de sus personajes desde algunos metros encima. No para sentirse tercera persona. Lo hace para verse a sí misma. Necesita mirarse de vez en cuando para no perderse. Su espíritu va en la niña nocturna, en el riesgo oscuro, en el tumulto traidor, en el perro perdido, en el zarpazo inesperado.
Ella –desconocida pasión- descubre lo obvio obviamente disimulado. Como antídoto de feroces infecciones sociales, hace brotar gusanos desde los suburbios de la conciencia.
Su poesía no comulga los domingos. Como María Calcaño se desata de las manos entrelazadas que simulan el amor escondiendo la esclavitud. Sus pausas son bocanadas de humo en un poema de Lydda Franco, nunca domesticadas.
Etnología, sociología y antropología en una sola cátedra nada aburrida, todo lo contrario; clase magistral donde el papelógrafo es el paisaje mismo, la presentación powerpoint transcurre de arenas marinas a azotes urbanos, el seminario comienza al terminar el filme.
¡Qué pequeñas se quedan las salas cinematográficas para una obra de arte!
El cine encarcelado es un desperdicio mayor que todas las frutas podridas en todos los mercados.
III
Es una película matrilineal: mujer que da familia, procrea mujeres, inventa mujeres, salva mujeres, mientras multiplica la existencia humana más allá de sus propias fuerzas, las únicas con que contamos para construir un mundo mejor (esta una cuña es mía y va de gratis).
La directora Ortega canta lamentos andinos en velorio de madres. Riega surcos resecos. Ansía ver volver las flores.
Sabe que ser mujer es ser noche cuando el dolor embosca, y que al amanecer la feminidad cuenta poco a los negocios.
La hombría del sistema avergüenza.
En el devenir de la obra, Patricia vestida de Shuliwala, se esfuerza por bondades inexistentes. Trajeada de muchacho varón, a ratos esquiva prejuicios, para terminar desnuda ante la maldición que la lacera.
Es que la soledad no es una simple palabrita de canciones rockoleras.
¿Qué hace una niña sola en medio del tormento?
¿Dónde está la madre salvación, dónde las promesas que el culto trafica?
La mujer enfrenta estoica el fragor asoleado del mar. Busca proteínas en el desierto, que es como escribir loas a la muerte al pié del patíbulo. Saca sonrisas del hastío íntimo. Todo para amamantar la especie.
Ese carácter Hermafrodita que la fabla popular le otorga al mar se deshace cuando cuatro ojos silenciosos miran las olas alquitranadas para cerrar ciclos vencidos y declarar todo comienzo a partir de retornos imprecisos.
Retornos que asombran como Odiseas paisanas.
IV
Nunca antes la nación wayúu tuvo un trato tan sensible, inteligente y comprometido como en esta obra de Patricia Ortega, que tuvo por protagonistas a una desprevenida niña originaria, otra niña alíjuna requerida de raíces, y una muñeca de barro que en wayúunaiki se llama wayúu’nkeerra, la compañera de juegos infantiles, especie de Venus de Willendorf infanta que sortea arribos traumáticos al mundo adulto.
El universo wayúu sentipensante –como diría Bernal Pinilla- se muestra crudo, intenso, desesperado. Asirse a la tierra cuesta el alma. Jepunschi se lanza al mar con cánticos de pájaros fantasmales en medio de zoológicas incongruencias humanas. Woro’ona es la infancia perdida tras huellas invisibles del andar hacia el conocimiento universal. Huellas que siguió Ramón Paz Ipuana hasta el martirio.
Por algo será que el clan Jusayú aparece protagonizado por una wayúu sorprendente. Vaya estirpe que regala esta artista magnífica de manos de la Ortega. Jusayú que ya es sinónimo de la clarividencia impensable.
El “blanqueo”, ese salto existencial que la pubertad empuja a la niña indígena a los tortuosos caminos de la adultez, aparece tratado con el tacto especial que sólo una mujer culta sabría darle.
La ancestralidad de este filme es notoria. El ser wayúu viene de allende el mar salado que bordea la península desértica. Allá está Jepira, el asiento muelle que espera tras la muerte. Allá transcurren los sueños que habrán de anunciarnos la vida por venir.
El pueblo wayúu pertenece a esas arenas y cielos. La ciudad se entromete como pesadilla de yolujá, hechura del wanulú que acecha al cruzar las esquinas.
¡Ay la valentía, qué escasa virtud...!
Soy un comedor insaciable de gallitos. Su solo aroma me seduce patológicamente. Paso cerca de las entradas de los cines y ya quiero justificar mi adicción a estos maíces periclitantes. En “El Regreso” las cotufas sobraron.
Dicen que cuando Jesús fue colocado en medio de las solicitudes divinas pidió tener valor; no en el sentido que quisieran los mercaderes de toda vida, si no que el mesías suplicaba ser valiente para la multiplicidad de dificultades a que nos convoca la existencia.
Denunciar fronteras absurdas, autoridades corruptas, criminales transnacionales, injusticias vergonzantes, discriminaciones inaceptables, todo, a todo se atrevió Patricia Ortega, sin guardaespaldas, sin camionetas blindadas, sin siquiera un pasaporte de sueños invencibles, aunque fuese tan ilusorio como el árido espejismo que la sequía nos da por hidratación.
Bahía Portete es apenas un apunte en la extensa geografía de las masacres paramilitares. En Maracaibo viven cientos de miles de sobrevivientes de un siglo de violencia oligárquica colombiana.
También se han colado algunos victimarios, como ese odioso personaje que mata en Woumain y en los mercados populares del centro maracaibero.
Patricia alerta sobre esta presencia invisible e insolente.
El horizonte trae canciones para futuros fértiles. Mazorcas ocres nos alimentarán las verdades.
No puedo impedir una alusión al Cantor Alí Primera. Será que siempre en su canto hallamos la trinchera necesaria para renacer. Como aquél “Sangüeo para el regreso” con que anunció la resurrección de Bolívar.
“El Regreso” de Patricia Ortega traerá vientos esclarecedores como las áureas septentrionales y soles tajantes de la guajira profunda.
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