Orden y desorden del imperio
- Opinión
En París, el 11 de mayo de 2019, el movimiento de liberación de las fuerzas de ocupación de los neonazis disfrazados de liberales -un término más que profanan- ha perdido una batalla. París ha resistido, de momento, el embate colérico de las provincias y se dispone a escenificar un año más la comedia de un plebiscito que sólo tiene de democrático el nombre. Tras una primera y aguda señal de alarma, los oligarcas respiran. La feroz represión que encomendaron a las fuerzas del orden del imperio (orden rígido en el centro del mismo y desorden caótico en su periferia) fue el síntoma de su miedo y su zozobra, sobre sus cuellos se cernía y quizás se cierna aún la sombra de una guillotina real o metafórica.
Porque lo cierto es que el movimiento de los chalecos amarillos no se ha extinguido; pervive notablemente en las provincias, que es donde nació, y su desarrollo futuro es imprevisible. A mí no me parece preocupante que muestre síntomas de cansancio; es lógico y normal. Más preocupantes me parecen algunas declaraciones de sus líderes, como Jerome Rodriges, herido gravemente durante una de las protestas, que animaba a votar a los franceses en las elecciones europeas porque la abstención rimaba o rima con Macron según sus propias palabras. Macron rima con todo en la Unión Europea, es su adalid más destacado y uno de los que velan y se desvelan porque todos votemos lo mismo, lo único que hay; o sea: a él o a otro como él, en las elecciones de la UE, y así sancionemos el pucherazo periódico que los ultra ricos celebran con champán francés y caviar ruso cada equis tiempo. Fueron las fuerzas de la Unión Europea que nos ciega a todos las que le arrebataron la visión de un ojo a este heroico representante del pueblo que se fue a Lyon el pasado sábado a jalear los chalecos. Y lo perdió porque el resto de los ciudadanos de Europa tenían los dos cerrados a la opresión y la injusticia que la Unión Europea representa. También es preocupante que sigan recurriendo a Facebook, que no es más que el ojo del imperio, para lanzar sus convocatorias y para estructurarse.
Todos estamos esperando el estallido definitivo de la Revolución en Europa y algunos fuimos a Francia por ver si estallaba en la parisina Plaza de la República -uno de los lugares donde se dieron cita los chalecos amarillos y sus simpatizantes - como una bomba, no de uranio empobrecido que son las que arrojan los ejércitos de la OTAN, sino más bien de confeti con el que celebrar el fin de la nueva dictadura sancionada con el tratado de Lisboa. Algunos se desplazaron incluso desde América, como un chico puertorriqueño en silla de ruedas y su joven y bella acompañante, activista de Pensilvania, el cual utiliza su silla de ruedas como arma de resistencia en las protestas que encabeza contra las fuerzas del caos y el desorden disfrazado de orden mortuorio.
No fue así. Estallará otro día allí o en otra parte y otros serán los testigos y protagonistas. Cuando lo haga, todos los amantes de la libertad verdadera lo celebraremos con lo que tengamos más a mano, ya sea champán francés o vino de Jumilla. O quizás con absenta verde si nos pilla en París, por ejemplo. La absenta está de moda de nuevo desde hace algunos años en la capital francesa; nos la brinda la providencia quizás para que alucinemos todo lo posible y nos evadamos a lo bestia de la triste realidad que nos oprime.
No sé si será una coincidencia que el movimiento de los chalecos amarillos se haya replegado un tanto coincidiendo con la celebración de la farsa de las elecciones europeas. La Unión Europea es una superestructura asfixiante donde no cabe libertad ni democracia alguna. Una telaraña burocrática que nos inmoviliza y ahoga. Dictadura burocrática es el nombre que le cuadra y su realidad es kafkiana. Bruselas no es más que ese castillo inaccesible que da título a la novela de Joseph Kafka y contra el cual se estrella todo anhelo de racionalidad y justicia. La pesadilla del escritor bohemio se materializa por fin ante nuestros ojos y tiene el perfil siniestro del Parlamento Europeo.
Durante varios meses lo que se ha vivido en Francia ha sido un estallido espontáneo de libertad y de manifestación democrática de indignación ciudadana. La libertad, después de tanto tiempo de silencio, ha tomado las calles. Los ciudadanos de la República se quitaron la mordaza y se expresaron libremente en los parques y las plazas o en las rotondas que todavía custodian a pesar del cansancio. La guerra contra la tiranía de Bruselas no ha terminado ni puede terminar nunca porque su fin sería el nuestro. Los oligarcas de la UE quieren robarnos todo, hasta el último aliento. No pueden darnos tregua (ni nosotros a ellos) porque viven de nuestra muerte, de nuestra agonía diaria.
No tiene nada de extraño, de todas formas, que París no se rinda fácilmente a las justas reclamaciones de los manifestantes. Está llena de funcionarios del imperio. Es una de sus grandes capitales y está armada hasta los dientes. Allí se concentran sus tecnócratas, sus administradores y sus propagandistas, (es decir: los de la prensa prostituida), así como sus fuerzas armadas como las que custodiaban el aeropuerto de Orly con sus fusiles o sus metralletas. Pero en la periferia del hexágono francés pululan todavía los contestatarios. El orden y el desorden del imperio se manifiestan por otra parte en la misma capital francesa. Y si en los Campos Elíseos o en Notre-Dame, los ultra ricos, con su sonrisa de hiena, rígidos como momias, se toman, momentáneamente aliviados, con mucha calma y parsimonia, sus cafés a sorbitos como vampiros que liban la sangre de sus víctimas, en Montmartre o en otros barrios más alejados del centro, los desplazados (es decir los inmigrantes arrancados de su tierra por las guerras provocadas por la CIA y la clase media francesa empobrecida) corren y se empujan unos a otros, o se esconden y refugian en las cafeterías como conejos. De momento los únicos que enseñan los dientes son los matones. Dientes como los dientes de oro que les robaron a los judíos en los guetos y que ahora les robarían a los palestinos si los tuvieran. La gente se precipita y se apresura por las calles de París como las ratas que abandonan un barco que se hunde. Porque Europa es simplemente eso: un barco que se hunde y que sólo la revolución o el motín podrían mantener a flote.
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