La primera piedra

02/08/2017
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“El país tuvo siempre una visión precaria de sus instituciones porque, en el fondo, Venezuela es un país provisional.”

José Ignacio Cabrujas

 

Escribo con las campanadas de la Catedral de Caracas de fondo, llegan con el viento mezcladas con el fragor de la Plaza Bolívar. Pienso en cuantas cosas han pasado por estas calles desde que eran poco más que una decena. Pienso en cuál sería la primera vía, subiendo o bajando, que correría Simón Bolívar. Sé que por aquí han pasado un poco más de doscientos años de una República.

 

Miro al frente y si borro la remodelación de la Francia y esquivo los carros amontonados en la Alcaldía, olvidándome de la esquina caliente y de la tarimita en la puerta del Capitolio, veo un edificio. Allí queda el Palacio Federal Legislativo que fue inaugurado el 19 de febrero de 1873. El inmueble tiene varias fachadas y en ellas todavía se leen las inscripciones doradas que reflejan cuál parte del Estado debía funcionar allí según lo pensó Guzmán Blanco y su principal arquitecto, que, como capricho de la historia, era el hijo de Rafael Urdaneta.

 

Así de simple es mi idea del día de hoy cuando de pronto, tras tanto ruido, me parece que el Estado es un edificio y que un país, no es mucho más que un par de cuadras, donde pasó su pasado, pisa el presente y debería proyectar el futuro.

 

Si un país fuese tan sólo un par de cuadras, no cualquiera sino las nuestras, las que cruzamos para llegar al trabajo o la cuadra donde quedaba nuestra escuela, tendríamos que valorar nuestra ciudadanía críticamente, en este y todos los tiempos, en la cordialidad y en la civilidad con la que convivimos.

 

Tendríamos que sentir, cuando cruzamos la avenida 20 de Maracaibo que son esos cadáveres de árboles, todas las selvas que tiene este trópico. Tendríamos que ver que todas las casas quemadas son en cierto modo, nuestras casas y que odiar al otro, es tan ridículo como las guerras que se declaran los vecinos.

 

En estos tiempos, donde pasan más cosas que horas, estamos sometidos a tanta rabia y cansancio que creo que estamos padeciendo una epidemia de miopía. Somos incapaces de ver que somos los mismos, con franelas de distintos colores, por eso nos acusamos unos a otros de idénticas fechorías.

 

¿Cuántos venezolanos somos? ¿Quién conforma el pueblo venezolano? ¿Hay una barricada permanente entre cada chavista y cada opositor? ¿Qué país queremos? ¿Qué presión sobrellevamos? ¿Quién no se da cuenta, con la infame firmeza con la que pujan el dólar, que esto no es un proceso económico normal?

 

¿Realmente, existe un opositor convencido que no existe un chavista? ¿Entonces para qué los candados, las quemas de centros, las barricadas, el sargento asesinado? ¿Por qué cuando caminaba la cuadra, detrás del Club Inavi, sorteaba junto con una lluvia de gente, apostamientos con cámaras incrédulos de ver personas llegar a un centro electoral? ¿Por qué en la puerta, vestida de blanco y con rosario, una muchacha gritaba todas las maldiciones que se le ocurrían contra quienes iban al centro?

 

La oposición decidió no ir a elecciones y con ello, evidentemente, la afluencia electoral tiene que ser brutalmente menor a los procesos donde todos participan. Es un elemento lógico que si hasta aquí, han asistido quince o dieciséis millones de personas que sólo participen siete u ocho millones, nos dará la sensación de la fiesta a la que faltaron la mitad de los invitados.

 

La oposición decidió ir a una figura atípica en la democracia venezolana donde reunió un universo de personas, sin requisitos electorales, sin registros históricos, sin autoridad legítima, que también llegó a ser un gentío.

 

Entonces todos estos días hemos estado en un fuego cruzado de declaraciones donde todos, como en un patio de escuela, se acusan de tramposos. La verdad, a título personal, es que pienso que tenemos ante nosotros, el deber de reconocer la existencia del otro y el riesgo de no hacerlo. Pues, la barricada fundamental a derrumbar es la negación de la existencia del distinto porque tan sólo en la sumatoria de los pocos y de los muchos, de los iguales y de los distintos, puede vivirse en democracia.

 

Pienso que un país de treinta millones de personas no podrá construirse con ocho millones halando para un lado y ocho millones halando para el otro. No con fuerzas que apuestan en vez de avanzar a destruirse. La oposición no se dio en su simulacro ocho millones sino siete pero pongo en esta hoja una igualdad numérica porque realmente el debate de si fueron tantos exactamente aquí y tantos exactamente allá, es absolutamente estéril en tanto ninguno de los dos procesos se ganaba porque votara mucha ni poca gente.

 

Mientras tanto, las tareas siguen sobre la mesa.

 

El país necesita justicia y no revanchas. La actitud revanchista nos pone a un pie del despeñadero. La justicia no es sinónimo de castigo. La justicia que se requiere no se agota a responsabilizar a quince o a cien del show del terror de estos tiempos. El país necesita una manera que deje el hampa de comerse la paz. El país necesita un sistema que detenga que las páginas webs se coman el salario. El país necesita una educación que haga debates de los grandes temas para que los post-millenials entiendan, lo que nosotros no entendimos, que es el derecho a la diferencia y el deber de la tolerancia.

 

Cuando fui a votar, un señor de noventa y seis años me decía que nunca había visto un momento político como este y yo sentí una vergüenza generacional que quiero compartir. Somos una generación que oscila entre la locura, la complicidad y la insolidaridad. No tenemos cara para mirar a quienes hicieron este país y estamos a punto de no tener qué legar a nuestros hijos.

 

¿Somos realmente así?

 

AGOSTO 2, 2017

 

https://www.alainet.org/es/articulo/187276?language=en
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