Derechos indígenas y políticas públicas
27/11/2014
- Opinión
Como comenté en artículo anterior (Políticas públicas y crisis de Estado), recientemente se realizó un inédito Foro sobre políticas públicas que implicó a diversas instituciones académicas de Chiapas y convocó a muy diversos personajes y a un público amplio y plural. Abordamos los derechos de los pueblos indígenas intentando debatir considerando el marco y el contexto en que nos desenvolvemos, pero también hacia el que nos queremos desplazar.
La política pública en México actualmente se realiza dentro del marco del Estado (Uni)Nacional. Siguiendo una lógica sistémica, cualquier esmero por los cauces institucionales dirigido a impactar en la política pública estaría destinado a fortalecer dicho marco. No obstante no necesariamente es así. Muestra de ello ha sido la tensión causada por la incorporación, aun como un esperpento, de derechos concernientes a los pueblos y comunidades indígenas, resultado de sus esfuerzos y sus luchas políticas, y que han quedado incrustados dentro del derecho positivo a sabiendas de que llevan, como principal intensión, el ir ganando espacios de reconocimiento y de autonomía. En otras palabras, en el corpus legal (uni)nacional hay elementos que reflejan tensiones y contradicciones.
A diferencia de los casos de Bolivia y Ecuador, que se han definido recientemente como Estados plurinacionales debido precisamente al reconocimiento del derecho que asiste a los pueblos indígenas, en México el Estado con todo su ejército continuamente renovado de personeros, sigue empecinado en discriminar y mantener en el sometimiento a los pueblos originarios, raíces históricas de nuestro país. La contradicción a que me refiero tiene sus orígenes en las diferencias existentes entre la normatividad de la sociedad nacional, basada en principios liberales, burgueses, capitalistas y desarrollistas, y los principios que dan sustento a las relaciones comunitarias, las relaciones con el territorio y la conformación de las estructuras de gobierno vigentes entre los pueblos indígenas.
Dicha contradicción incomoda profundamente a los puristas y leguleyos quienes se han manifestado en franca oposición e inconformidad ante los derechos indígenas reconocidos en la Carta magna, porque saben bien que se está erosionando por dentro su hegemonía, perdiendo coherencia y evidenciando las naturales inconformidades derivadas del mantenimiento de la existencia de ciudadanos de segunda (¡y eso cuando se llega al mínimo reconocimiento de ciudadanía alguna para la gente indígena!).
El Estado sabe bien esto y por lo mismo busca hacer adecuaciones, “desnaturalizando” el derecho que corresponde a los pueblos, para no minar más sus caducas estructuras. Así hizo con el vaciamiento de la potencia que contenían los Acuerdos de San Andrés, identificando a pueblos y comunidades indígenas como objeto y no como sujetos de interés público. Así lo sigue haciendo al mantener como letra muerta lo escrito en las leyes a favor de estos pueblos y sus culturas.
Así lo refrenda al prolongar lo que algunos consideran como un vacío entre la legislación y las prácticas políticas, administrativas y jurídicas en México, pero que para ser más atinados y realistas, se trata sobre todo de un quiebre de comprensión (porque el corazón de los operadores de la política no tiene el menor contacto y por lo tanto tampoco tiene entendimiento de la vida de los pueblos) y un quiebre de deseo (porque no están dispuestos a modificar la lógica de relaciones coloniales sustentada aún hoy sobre la base de aquella conquista que “justificó” toda forma de usurpación y explotación). Entre lo escrito y lo que se ejecuta hay un área de vacío que sirve para seguir excluyendo y despreciando.
Esto es tan claro como atestiguar la diferencia existente entre el derecho a una educación basada en las culturas particulares, que las respete y las fortalezca, así como a una educación intercultural y bilingüe, y el hecho real de una educación colonizadora, impositiva, sometedora y reproductora del desprecio. O constatar el abismo que hay entre el derecho a la consulta, previa e informada, expuesta en términos comprensivos, en el idioma propio junto con el consiguiente derecho a disentir y y lo que en realidad se da: el engaño, la mentira, la imposición y el despojo.
En nuestro caso sabemos –y así fue expresado en nuestro encuentro– que la fuerza de los derechos correspondientes a los pueblos y sus comunidades no es la que les da el quedar plasmados en algunos documentos, sino que su mayor potencia es aquella cuya fuente es la vida comunitaria, la memoria y la esperanza de la gente, sus organizaciones, la certidumbre que da el saberse poseedores de tales derechos y practicarlos con independencia de si están o no escritos, además de sus movimientos reivindicativos, revolucionarios, etcétera.
No adecuarse tan siquiera a lo escrito sigue envileciendo a quienes en el gobierno o fuera de él no respetan las autonomías de los pueblos, ni sus derechos (a la consulta, al disenso, a su idioma…). Igualmente ocurre con quienes, a sabiendas de los marcos legales que amparan a los pueblos, no hacen el mínimo esfuerzo por adecuar sus prácticas. La toma de conciencia de todo esto que ocurre hace crecer la deuda histórica que se tiene con los pueblos y lo impostergable de su atención. Los jóvenes de Ayotzinapa y de todas las Normales rurales del país están dando muestra de ello.
Fernando Limón Aguirre
Sociólogo. Investigador en El Colegio de la Frontera Sur
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