Las lágrimas enfermas de Netzarin
23/08/2005
- Opinión
Viendo las imágenes de hombres y mujeres judías llorando su salida de
la colonia de Netzarin, en Gaza, en estado de desesperación y
enfundados en camisetas que anuncian la llegada inminente del Mesías
al que invocan para argumentar sus derechos sobre tierras palestinas,
me he sentido más pesimista que nunca. He visto en ellas la fotografía
del absurdo llevado al borde del precipicio. ¿Hasta dónde podemos
llegar los seres humanos, empujados por creencias irracionales e
injustas, impropias del siglo XXI, que alimentan el fanatismo hasta el
punto de hacer que quienes en realidad son verdugos se perciban y se
manifiesten como víctimas? De los 8.000 colonos sacados de Gaza, una
buena parte son judíos franceses que nunca antes de su viaje bíblico
habían pisado la Franja hasta que tras el triunfo israelí en la guerra
de los Seis Días de 1967, se sintieron llamados por la misma voz
divina que prometió a Moisés la conquista de la tierra, y portando los
rollos de la Torá y el candelabro judío (Menorá) se apropiaron de
tierras que tenían otros dueños. Allí han vivido durante años,
defendiendo a tiro limpio su tierra prometida. Al salir de Netzarin
empujados amablemente por los soldados, entre gritos y frustraciones
los colonos no han dejado de repetir que lo ordenado por Ariel Sharon
es inmoral, injusto, y que juran volver. Y, probablemente, así lo
piensan y lo sienten. Al oírlos me pregunto ¿quién ha alimentado este
monstruo que ha hecho de lo religioso una herramienta de conquista,
una promesa permanente de guerra y odio, hasta el punto de considerar
inmoral e injusto la devolución de la tierra a sus legítimos dueños?
¿Es cada vez más, el mundo, un manicomio?
¿Cómo la comunidad internacional y en particular las grandes potencias
permanecen mudas, cómplices, de la política de Israel, que ha
construido por toda Cisjordania decenas de Netzarin? ¿Cómo es que se
consiente que la explotación del sufrimiento judío durante el
holocausto nazi se convierta en un arma ideológica para justificar la
ocupación y colonización de tierras palestinas? ¿Qué ha pasado para
que la memoria del holocausto nazi se haya convertido en una industria
del Holocausto –con mayúscula- al servicio del oportunismo político
del Estado de Israel, de sus gobiernos y de los sionistas? No podemos
olvidar que las 21 colonias de Gaza fueron el fruto del afán sionista
fusionado con la promesa del Antiguo Testamento de construir el Gran
Eretz bíblico, contando con todo el apoyo del ejército y del Estado.
Si ahora se abandonan no es para nada por razones morales y de
justicia, por rectificación de un error. Es simplemente porque la
demografía de un millón y medio de palestinos frente ocho mil colonos
en un espacio minúsculo hace imposible la continuidad por razones
económicas y de seguridad. Sharon abandona Gaza para ahondar aún más
la presencia israelí en Cisjordania: concentrar las fuerzas en el
territorio que verdaderamente importa. De modo que el fin de la
colonización de Gaza lejos de tener que ver con un proceso de paz,
está vinculado a la convicción de Sharon de que la paz es imposible. Y
puesto que es imposible, trata de preparar las condiciones para otros
cincuenta años de conflicto en los que Israel seguirá anexionando
tierras y clavando estacas sobre el corazón de Palestina. Esta es la
realidad, a pesar de que el movimiento de colonos lo tache de traidor.
Me interesa volver a la pregunta ¿cómo es posible que ya en el siglo
XXI los organismos internacionales y las grandes potencias consientan
que un Estado siga practicando la colonización conjugada con el
racismo? Un Estado que se ha declarado en rebelión contra el derecho
internacional, contra la Convención de Ginebra, contra Naciones Unidas
y que goza, a pesar de ello, de la protección de las grandes potencias
que dicen velar por la libertad y la democracia en el mundo. ¿Será que
las relaciones internacionales están bajo el predominio del cinismo y
de la hipocresía? Será.
Israel es una sociedad enferma pero se la trata como si fuera un sano
faro democrático en oriente. Es verdad que la mayor parte de su
ciudadanía quiere paz o al menos normalizar las relaciones con los
países vecinos e incluso con los palestinos. Pero no está en
disposición de hacer una paz justa que contemple la retirada de las
colonias de Cisjordania y la proclamación de un estado palestino
plenamente soberano. Quiere la paz, pero perpetuando una posición de
dominio, tal es su soberbia emanada de la promesa divina. Quiere la
paz pero negando la dimensión humana del adversario que es visto
colectivamente como un pueblo terrorista. Quiere la paz pero
encerrando a los palestinos tras un muro, tal es su paranoia. Quiere
la paz pero a la vez consiente que los colonos y su discurso brutal,
deshumanizado, contamine sus propios comportamientos de ciudadanos.
Quiere la paz pero ama a sus soldados, que son en una buena parte
vociferantes y degenerados. Esos soldados que también han llorado en
Gaza son los mismos que arrasaron el campo de refugiados palestinos de
Jenin en la primavera de 2002. Tal vez uno de los que más han llorado
sea Moshé Nissin, el mismo que declaró en el semanal Yediot Aharonot:
“Durante tres días destruí y destruí el campo de Jenin. Se les
advertía por el altavoz que salieran de la casa antes de que yo
llegara, pero no le di a nadie la oportunidad de salir. No esperaba.
Mucha gente estaba dentro de las casas cuando comenzamos a demolerlas.
No vi caer casas sobre gente viva, pero si ocurrió no me importa.
Sentía placer al ver derrumbarse sus casas. Si algo lamento es no
haber destruido todo el campo. Experimenté un gran placer en Jenin.
Mis compañeros soldados vinieron a verme y me dieron efusivamente las
gracias”. En este campo de refugiados fueron asesinadas 60 personas.
Como dice el intelectual judío, hijo de rabino, Michel Warschawski,
Moshé Nissin no es un caso aparte sino el resultado de la
descomposición moral de un ejército de conquista. Pero la sociedad
israelí adora a sus soldados.
Para hacer la paz Israel, su mayoría social, necesita vencer su
enfermedad que habita en el corazón y la cabeza. El recurrente regreso
perverso al Holocausto no es sino un modo chantajista de practicar la
permanente tentación a la inocencia; la manera de justificar las
mayores brutalidades contra los palestinos en nombre de la
supervivencia. En Netzarin, los colonos expulsados han vuelto a
comparar su desdicha con los campos de exterminio nazis, proyectando
el llamado “destino judío” como una guerra eterna por la sobrevivencia
en un mundo antisemita, hostil. Semejante exageración difícilmente
puede colar en las conciencias europeas, pero tiene eco en la
mentalidad judía merced al abusivo uso del Holocausto. Si toda
critica, incluso la más moderada, es percibida a través del prisma
deformante del antisemitismo, ¿cómo puede ser vista la decisión de
Sharon de arrancar de tierra bíblica a los pobladores ungidos por
Dios? La idea de que Sharon juega un papel de tonto útil a favor del
nuevo nazismo palestino es propio de un pensamiento imbécil pero pone
de relieve la imposibilidad de que el movimiento de colonos se
implique en un compromiso por la paz. En todo caso es el propio Sharon
con su política guerrera quien a lo largo de los años ayudó
decisivamente a crear el monstruo que ahora lo mataría si pudiera.
Norman G.Finkelstein, judío, hijo de padre y madre supervivientes del
gueto de Varsovia, denuncia lo que él llama la industria del
Holocausto, creada para desviar las críticas a Israel y a su propia
política, moralmente indefendible. En su calidad de hito de la
opresión y de la atrocidad es utilizado para restar importancia a
otros crímenes, incluidos los que Israel comete. El escritor Saramago
ha calificado a los sionistas como rentistas del holocausto. Tiene
toda la razón, mal que pese. Los sionistas disparan, ocupan,
colonizan, y después se quejan de su infortunio: nadie les comprende y
además dicen temer otro holocausto. La impunidad de la que gozan los
hace más y más cautivos de su propia enfermedad: una gran paranoia
armada de bombas nucleares, convencidos de que fuera de su mundo todo
es irremediablemente antisemita. El sionismo, como el hijo maltratado
que reproduce las locuras de su padre y se vuelve él también
maltratador vive su Holocausto no como la tragedia que jamás puede
volver a repetirse a ninguna escala, sino como el aviso de que su
lucha es contra todos y contra el mundo. Sólo así se explica algo tan
terrible como la que cuenta B.Michael, él mismo hijo de supervivientes
en su artículo “De marcado a marcador”, después que los medios de
comunicación publicaran que a los palestinos detenidos se les marcan
los brazos: “No hay duda de que el trayecto histórico del pueblo judío
en los últimos sesenta años que separan de 1942 de 2002 podrían servir
de material a apasionantes estudios históricos y sociológicos. En
sesenta cortos años pasó de marcado y numerado a marcador y numerador,
de encerrado en guetos a encerrador, de marchar en fila con las manos
en el aire a hacer marchar en fila con las manos en el aire (...)
Sesenta años y no hemos aprendido nada, interiorizado nada”. Y que
decir de ese oficial superior israelí -en valiente denuncia de Michel
Warschawski- que, en la víspera de la invasión de los campos
refugiados palestinos, explica a sus soldados que hay que aprender de
la experiencia ajena, incluida la forma en que los alemanes tomaron el
control del gueto de Varsovia. No debe extrañar que en la estación de
autobuses de Jerusalén luzca un graffiti que dice: ¡Holocausto para
los árabes!
- Iosu Perales es autor de “El perfume de Palestina” (2003)
https://www.alainet.org/es/articulo/112802
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