La individualización de la política
19/06/2005
- Opinión
Uno de los más perniciosos sofismas del pensamiento burgués es la idea
de que las cosas dependen de las voluntades individuales. Así, la
política no funciona bien por culpa de los corruptos; el medio
ambiente está degradado porque las personas no respetan la naturaleza;
el gobierno va mal porque el gobernante no tiene coraje de disgustar a
las élites.
Esa visión distorsionada de la realidad sirve para encubrir los
mecanismos escondidos de las relaciones personales. Los mecanismos
sociales hacen el encaje del engranaje estructural de la dominación de
la élite y la sumisión y exclusión de aquellos que son despojados de
la renta y, por lo tanto, de la ciudadanía.
Al delegar a la esfera individual los males sociales, el sistema
preserva su naturaleza cruel: la “inevitabilidad” de la desigualdad
social. Y pregona que tanto la política como las cuestiones sociales
deben ser monitoreadas por las leyes del mercado. En otras palabras,
el lucro de los bancos y de las empresas privadas, nacionales y
extranjeras, es la prioridad. Son ellos quienes prestan dinero al
gobierno; mueven la importación y la exportación; inyectan recursos
para el crecimiento económico del país.
Hasta la Revolución Francesa, en 1789, había desigualdad social, pero
no la idea de que alguien debe estar fuera de los beneficios sociales
básicos. Aún los esclavos habían asegurada su alimentación diaria. El
sistema englobaba a toda la sociedad, aunque manteniendo las
diferencias de rangos y de clases.
Fue con lo ascenso de la burguesía que la exacerbación del
individualismo inauguró la práctica de la exclusión social. Adam Smith
valoraba el egoísmo como virtud capitalista. Así, la culpa de la
miseria y de la violencia es de los individuos que se niegan a
obedecer las leyes del mercado y se dedican a negocios ilícitos
dispuestos la transgredir la legislación vigente. De hecho,
legislación que no prohíbe y que más bien incentiva, la violencia de
los oligopolios y de los que promueven la concentración de la renta,
diseminando la miseria.
El derecho burgués se consolidó como Estado de Derecho, eufemismo para
asegurar la defensa del interés individual, como el derecho a la
propiedad, al libre comercio etc. Ese interés particular de una clase
pasó a ser considerado como universal. En la democracia burguesa, el
Estado es una obra de ingeniería puesto al servicio de ese interés.
Los principios de la Revolución Francesa – libertad, igualdad y
fraternidad – valen formalmente para la estructura jurídica y política
del Estado burgués. Hasta un obrero sin instrucción superior puede
llegar a la presidencia de la República. Pero no se aplican a la
esfera económica, donde prevalece, por fuerza de ley, la falta de
libertad para quien no dispone de renta y el liberalismo para quien
dispone; la desigualdad social antagónica sobre el principio de la
igualdad; y la total ausencia de fraternidad o solidaridad, pues
aunque haya superabundancia de pan mueren de hambre los que no pueden
pagar por él.
Adam Smith no nació en un barranco, no tenía un padre alcohólico y
madre prostituta. Por lo tanto, nunca se dio cuenta de que el sistema
que él canonizaba producía tanta desgracia. Pues nadie escoge ser
pobre. La pobreza es una consecuencia de la contradicción de este
sistema capitalista que, como dice el nombre, prioriza el capital en
detrimento del trabajador.
Mientras la democracia sea meramente representativa, y no
participativa, nosotros continuaremos dando nuestro voto a quien, una
vez elegido, sigue sus propios intereses, sin sintonizar con los de
sus electores. Anular el voto no es solución, pues favorece a los
malos políticos. El desafío es unir al candidato a los movimientos
populares, de modo que él entienda que elegirse no es llegar al poder,
es llegar al servicio. Y hacer de los movimientos factor de
movilización social.
No niego que el individuo tenga importancia en el proceso histórico.
Si tuviese Gorbachov una formación stalinista, la Unión Soviética no
se habría fragmentado en democracia. Sin embargo, el individuo cuenta
donde la colectividad no cuenta. Mientras más centralizada una
estructura de poder, más depende ella de quién la ocupa, dejando al
margen el poder popular.
No hay alternativa: o reforzamos los movimientos populares o adulamos
a los líderes carismáticos. Pero es bueno recordar que, a lo largo de
la historia, los individuos cometen errores y aciertos. Sin embargo,
yerran menos cuando sus ambiciones personales son contenidas por las
reglas del juego democrático. La tarea es transformar el juego en
verdaderamente democrático, y no mera legitimación de la impetuosidad
arrivista de líderes más preocupados con el éxito personal que con las
causas sociales. (Traducción ALAI)
- Frei Betto es escritor, autor, en asociación con Paulo Freire y
Ricardo Kotscho, de “Esa Escuela Llamada Vida” (Ática), entre otros
libros.
https://www.alainet.org/es/articulo/112256?language=es
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