Inmortalidad de Gabo
22/04/2014
- Opinión
Gabo en 1984. Foto: Wikimedia Commons |
Gabriel García Márquez ha empezado a ser un inmortal. Buen comienzo para el hombre que mejor ha puesto las letras del alfabeto para interpretar la patria grande de Bolívar en el siglo en que vivió, que en Colombia abrió sus puertas con la guerra de los mil días y las cerró con el conflicto armado más largo del siglo.
Él fue uno solo en cuerpo y mente, integró sus ideas con sus deseos, palabras y actuaciones. Sus ideas y escritos tienen la misma base ideológica, pertenecen al hombre político, que por cuenta propia tomó una opción por la vida, sin imparcialidad, sin desmayo. Habló de la condición humana y defendió una fórmula de justicia terrenal, por la cual fue perseguido y empujado al exilio, siempre fue un extranjero aun en su propio suelo, pero responsable ante los compromisos con su tiempo y con su gente, con la América Libre y sin imperio.
Con integridad ética y creatividad literaria supo volver universal una historia de realidad y ficción nacida en la franja de América llamada Colombia, la misma que aún no sale de su tragedia, ni comprende lo que ocurre, y que es conminada a negarse a hacer memoria.
Hasta en sus últimos momentos fue un ser humano generoso, silencioso, no entregó su cuerpo al morbo noticioso de la prensa oficial, ni se dejó seducir por las predecibles visitas ilustres, muchos de los cuales con precisión política intentarían llegar a la foto final. No hubo lágrimas para despedirlo, tampoco el flash relampagueante sobre el rostro quieto. Quizá como Úrsula no quiso darle a nadie el gusto llorar por él, la sobriedad y la prudencia fueron el verso acompañante de su entrada con honores a la inmortalidad.
Por una semana su muerte le arrebató los micrófonos a la prensa oficial, empeñada en insensibilizar y banalizar un dolor al que cada vez resulta más difícil ponerle límites sobre todo a la ficción por la crueldad. Gente destrozada por los ácidos de quienes quieren desaparecer el rastro y el rostro a sus víctimas, gentes cortadas en pedazos metidas entre maletas y tiradas en la calle, gentes picadas en pedazos por desquiciados al servicio de las mafias, gestos y vítores de muerte incrustados en el poder que celebran la muerte del otro y creen que algunos seres humanos deberían ir al infierno que ellos representan en la tierra para allí seguirlos picando.
La obra de García Márquez ha contribuido a completar la otra Colombia, de la misma manera que Aureliano encontró que Úrsula había sido la única capaz de desentrañar su miseria y pudo mirarla a la cara. A través de instantes le descubrió los arañazos, los verdugones, las mataduras, las ulceras y cicatrices de la vida cotidiana de más de medio siglo de existencia, y comprobó que esos estragos no suscitaban siquiera un sentimiento de piedad.
De similar modo García Márquez, descubrió esas mismas ulceras y laceraciones en el cuerpo de las gentes humildes de Colombia y las hizo universales, las puso en evidencia. Vivió, soñó y padeció la misma patria en la que un día vio pasar la interminable fila de vagones del tren más largo del mundo cargado con los muertos de la masacre de las bananeras que serían tirados al mar, sin piedad, sin clemencia, sin respuestas del poder que aún se mantiene en el poder.
Supo decir también de muchas formas que en otra época por lo menos los poderosos experimentaban un confuso sentimiento de vergüenza con lo que ocurría, como cuando Aureliano era sorprendido en su propia piel por el olor de Úrsula o cuando encontró que todo había sido arrasado por la guerra. Perdone, dijo Aureliano, esta guerra ha acabado con todo y en los días siguientes se dedicó a destruir todo rastro de su paso por el mundo, simplifico todo y enterró sus armas en el patio.
García Márquez, quizá quiso llegar a la muerte como llegó el coronel al armisticio según lo dispuesto, sin cohetes, ni campanas de júbilo, ni vítores, ni ninguna otra manifestación que pudiera alterar el carácter luctuoso del armisticio, tampoco hubo retratos de su cuerpo muerto. En torno a sus cenizas en el palacio de las Bellas artes, se sentaron los familiares, los delegados, los presidentes y no se perdió tiempo en formalismos, como lo señaló Aureliano cuando firmaba el armisticio, aquí firmaba su inmortalidad.
Con la voz de Aureliano se supo que macondo era un lugar próspero y bien encaminado hasta que lo desordenó y lo corrompió y lo exprimió la compañía bananera, cuyos ingenieros provocaron el diluvio como pretexto para eludir compromisos con los trabajadores. Enseñó con detalles precisos como el ejército ametralló a más de tres mil trabajadores acorralados en la estación y como cargaron los cadáveres en un tren de doscientos vagones y los arrojaron al mar, contradiciendo la verdad oficial de que no había pasado nada, y los expedientes que cerraban la historia indicando que la compañía bananera jamás había existido.
Como si fuera su vida misma, Gabriel dormía cuando llegaba la hora y esta vez había terminado de descifrar todos los pergaminos y terminado su tarea, en adelante su memoria se guarda en el seno de su pueblo, el de la gota fría, el de las flores amarillas, el que ve morir a sus muertos sin saber si es ficción o realidad. Su paso a la inmortalidad quizá contribuya a construir una Colombia en paz como la segunda oportunidad que no estaba prevista.
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