El santo y la fiesta

17/03/2014
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En los últimos días los medios de comunicación abundaron en torno a un tópico imposible de eludir: el primer año de pontificado del papa Francisco. Raccontos de todo tipo, testimonios, balances provisorios. Y ciertos lugares que ya son comunes: referir, con mayor o menor énfasis, la “revolución” del papa Bergoglio, hecha de gestos de cercanía y humanidad, por un lado, y de decisiones administrativas y pastorales por el otro.
 
La primera sorpresa frente a este diagnóstico es que el mundo y la Iglesia católica estuvieran tan llenos de hombres y mujeres que anhelan revoluciones… Pero dejemos para otro momento el análisis de este hecho. Digamos algo, en cambio, de los dos elementos que constituyen la mentada revolución.
 
Con respecto a los gestos de cercanía y humanidad, sin lugar a dudas constituyen un mensaje –hacia adentro y hacia fuera– que muestran a una Iglesia que intenta recuperar el tiempo y el espacio perdido apelando a un bagaje propio y a un camino ya transitado en otros momentos, incluso por el propio papado. Y si de todo ello se sigue una mirada más compasiva frente a las innumerables situaciones de dolor que abundan en el mundo actual –especialmente aquellas que proceden de la pobreza y la exclusión–, entonces aquellos gestos deben ser valorados más que positivamente.
 
Con respecto a las decisiones administrativas y pastorales –expresadas en medidas financieras, creación de comisiones colegiadas, designaciones episcopales, cambios en la agenda de preocupaciones, nuevo estilo en los documentos y declaraciones, etc.–, cabe decir que aún siendo trascendentes no impactan, todavía, en la cuestión esencial: la reforma del papado y de la curia romana. Dicha reforma, la asignatura pendiente del catolicismo de los últimos siglos, necesitará de mucho más que gestos y decisiones, aunque estos vayan en la dirección anhelada.
 
Muchos han comparado y comparan al papa Francisco y su pontificado con el de Juan XXIII (1958-1963). Si bien los gestos del “Papa bueno” trasuntaban cercanía y misericordia, fueron sus decisiones las que modificaron el tablero eclesial: antes de cumplirse dos meses de ser elegido obispo de Roma, el papa Roncalli ya había convocado a un concilio ecuménico. Y hoy no recordaríamos tanto su bondad si la misma no hubiera cuajado en semejante decisión.
 
Quizás algunos piensen que resulta fácil reclamar un concilio desde el llano, y muy difícil decidir el tiempo de su realización por parte del único que puede hacerlo. No cabe duda de ello. Como tampoco que la Iglesia espera un concilio –mucho más de lo que los propios individuos que la integran sospechan–, como quien espera una fiesta largamente anhelada. Un concilio, no como la receta que mágicamente logrará la reforma de la Iglesia, sino como el inicio del camino hacia la misma.
 
Mi madre, calabresa, siempre repite con tono de reproche un dicho de su tierra: “Ustedes no creen en el santo hasta que no ven la fiesta”. El camino de la Iglesia católica en las últimas décadas abona el escepticismo, y la tenue esperanza de los cambios es vivida en medio de grandes desesperanzas. Perdón Doña Rosina, pero soy de los que necesitan ver la fiesta. O aunque más no sea, la tarjeta de invitación.
 
https://www.alainet.org/es/articulo/84013?language=es

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