Participación política y democracia desfigurada
18/11/2013
- Opinión
Lo que se negocia enuncia lo que está ausente y pone de manifiesto que la democracia, que los diferentes gobiernos se han empeñado en defender y en nombre de la cual se han cometido las más graves violaciones a los derechos humanos, no es más que una democracia desfigurada, que en su largo proceso de degeneración se configuró en bastión de las élites, en terreno apto a las mafias y al cultivo de la corrupción, en escenario propicio a la puesta en marcha de modelos económicos de las élites políticas tradicionales o modernizadoras.
No cabe duda que para aquellos que respaldamos el proceso de paz, el acuerdo mínimo entre el gobierno y la guerrilla acerca de la participación política es un viento de optimismo en el avance del proceso. Sin embargo, este optimismo no quiere decir una pérdida de vista del conjunto de la negociación con respecto a los verdaderos efectos de dicho acuerdo, o de la imprecisión de los puntos que se trataron, ni mucho menos un olvido de los límites que se presentarán al momento de enfrentarse a los dilemas jurídicos de dicha participación.
Más allá del optimismo que provoca el acuerdo, lo que hay que retomar y llevar al debate público es la necesidad de incluir una discusión amplia acerca de lo que caracteriza el modelo de la democracia en Colombia. En esto el acuerdo es esencial, no solamente por el papel que juega en las negociaciones el convenio formal, sino por lo que éste provoca al tocar puntos neurálgicos de la democracia colombiana que ponen en evidencia sus deficiencias y grandes debilidades.
El acuerdo, en el que se aborda la discusión de una manera global, al marcar el acento en la inclusión de una pluralidad de actores de la oposición, que han sido invisibilizados, marginados y en muchos casos eliminados, y al concentrarse en la necesidad de asegurar garantías para la participación, marca dos logros que van en la misma dirección. Por un lado, al no concentrarse exclusivamente en la participación política de las FARC, logra superar el marco de las conversaciones de la Habana, mientras que por el otro incluye en el debate una problemática más amplia y compleja acerca del contraste entre la democracia existente y la democracia que se proyecta. Hay así un efecto consustancial de dicho logro que tiene que ver con el reconocimiento tácito por parte del Estado de la existencia de grandes irregularidades en la democracia colombiana.
Lo anterior se puede observar en los siguientes puntos del acuerdo: “Derechos y garantías para el ejercicio de la oposición política en general”; “Mecanismos democráticos de participación ciudadana, incluidos los de participación directa”; “Medidas efectivas para promover mayor participación en la política nacional, regional y local de todos los sectores, incluyendo la población más vulnerable, en igualdad de condiciones y con garantías de seguridad”1. Los grandes temas que se enuncian, negocian las condiciones mínimas que caracterizan la vida de una democracia poniendo así de manifiesto que la supuesta democracia que los diferentes gobiernos se han empeñado en defender y en nombre de la cual se han cometido las más graves violaciones a los derechos humanos, no es más que una democracia desfigurada, que en un largo proceso de degeneración, se convirtió en bastión de élites que por más de dos siglos han definido las reglas del juego en razón de sus intereses. Lo que el acuerdo enfrenta, entonces, es una democracia con un sistema representativo que, valiéndose de la ausencia total de transparencia, creó un terreno apto a la cooptación del Estado por parte de las mafias y al cultivo de la corrupción. Una democracia en la que, en una confusión latente entre el interés público y los intereses privados, se crearon a la fuerza las condiciones para poner en marcha modelos económicos de las élites, apartando del camino toda oposición política y toda forma de resistencia.
Es entonces en respuesta a estos fenómenos, y no solamente a las posibilidades de participación política de las FARC, que debe entenderse el robustecimiento de la democracia. Esto implica ampliar el debate de la inclusión de las diferentes formas de participación y de los diferentes actores, atacar los vicios del sistema representativo colombiano, entender que la permanencia de las élites históricas en el poder son un obstáculo para dicho proceso; que sin el desmantelamiento de las mafias que se han emparado del poder político así como de los ejércitos paralelos que se han armado a lo largo del conflicto y que continúan, en una alianza turbia con actores económicos, a controlar las regiones más afectadas por el conflicto, la democratización será imposible. Estas y otras problemáticas son las que se derivan de un verdadero proceso de “fortalecimiento de la democracia”.
Sin embargo está claro que en el panorama actual la identificación de los males no es en ningún caso la garantía del remedio. Lo que se anuncia en la Habana tiene un impacto directo en el cómo y en el cuándo se alcance una solución al conflicto armado, pero es en los conflictos que aquejan al país real, en las luchas de resistencia, en la exigencia porque los derechos, convertidos en fuentes de plusvalía y confundidos entre intereses productivistas y exigencias del mercado, retomen su lugar y su sentido. Es justamente allí donde se juega lo que se ha enunciado como “profundización de la democracia” y que incluye la posibilidad para todos los sectores de la población de tener asegurada las condiciones para el ejercicio de una ciudadanía no excluyente.
El acuerdo anuncia entonces arduas tareas que se enfrentarán a la resistencia de las élites que no se moverán de manera voluntaria, pero lo importante es que las luchas por la democratización de la sociedad puedan ampliarse y fortalecerse, y que sus actores dejen de verse amenazados.
Nota
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