Hugo Chávez, el odio del imperialismo y de las burguesías, el amor de los pueblos rebeldes
08/03/2013
- Opinión
Tristeza y dolor. De allí partimos. ¿Por qué disimular los sentimientos y disfrazarlos con refinamientos artificiales que se cocinan en su propia tinta y, en última instancia, no dicen absolutamente nada? Sí, tristeza y dolor ante la muerte de un compañero y un luchador que se jugó la vida más de una vez por los humildes, por los de abajo y que se animó a enfrentar a la potencia más agresiva y feroz de todo el planeta. Pero también todo nuestro reconocimiento, nuestro respeto, nuestro emocionado homenaje.
Al leer diversas notas y artículos, escritos sobre la muerte reciente de Hugo Chávez, percibo en la intelectualidad de izquierda, crítica o progresista, cierta actitud vergonzante. Le rinden respeto, pero “con cuidado” y sin salirse, claro, de los buenos modales.
Como si al rendir el homenaje que se merece este enorme luchador fallecido tuvieran que hacer reverencias y justificarse ante los críticos de Chávez, la socialdemocracia (abiertamente proimperialista), el autonomismo (sí, pero no, quizás, tal vez, aunque un poquito, no obstante, sin embargo) o diversas variantes de la izquierda eurocéntrica (que añorando un esquema simplificado de la revolución bolchevique desconoce cualquier novedad en la historia -sobre todo si sucede en el Tercer Mundo- y en la práctica cotidiana termina siendo más tímida y suave que la Madre Teresa de Calcuta).
Ninguna vergüenza compañeros, no hay que pedir perdón, compañeras. No tengan miedo, no se cuiden tanto. Hugo Chávez se merece el homenaje y el reconocimiento sincero y abierto de los pueblos en lucha de todo el continente. Sin medias tintas. Sin calculitos mediocres, pusilánimes y timoratos. Chávez se la jugó, arriesgó el pellejo, estuvo a punto de morir en un golpe de Estado y no se arrodilló ni tuvo miedo ante el enemigo.
Su valentía no sólo fue física y personal. También fue teórica y política. Cuando nadie daba dos pesos por la bandera roja, se animó a patear el tablero de la agenda progresista y volvió a poner en discusión nada menos que… el socialismo. Los compañeros zapatistas, que jugaron un gran papel en los ’90 cuestionando el neoliberalismo y por eso ganaron merecido reconocimiento y admiración en todo el mundo progresista, nunca llegaron a plantear el socialismo. Ni el del siglo XXI ni ningún otro. El socialismo estaba directamente fuera de agenda. Tampoco se hablaba de imperialismo. Ni siquiera de revolución. De nada de eso se podía hablar. Ni siquiera se mencionaban esos conceptos o esas categorías anticapitalistas. Eran palabras prohibidas. La inquisición del pensamiento elegante y políticamente correcto las había enterrado.
Hugo Chávez, dio un paso más. Retomó las justas rebeldías que gritaban “Otro mundo es posible” y cuestionaban el neoliberalismo pero les dio varias vueltas de tuerca. Ese otro mundo posible no puede ser otro que… el socialismo. Lo gritó en las narices del imperio, en la frente de la derecha y en la nuca del mundo progresista. Si te gusta, bien, y sino, también. Dio vuelta a una página de la historia. Ya nada fue como hasta entonces.
“¿Cómo? ¿El socialismo?” Sí, el socialismo. Ese mismo que todas las derechas del mundo y muchas “izquierdas” creían enterrado bajo los ladrillos apolillados de esa pared que, carcomida por dentro, se cayó en 1989, allá lejos, en algunos barrios de Alemania donde se bebe tanta cerveza.
“¿De dónde salió este loco trasnochado? ¿Qué texto clásico habrá leído Chávez en alguna librería de usados o en alguna biblioteca de viejitos para comenzar a reclamarle a todo el mundo que no se olviden del socialismo?” El “clásico” que había leído Hugo Chávez para reinstalar al socialismo en la agenda de los movimientos sociales y los pueblos rebeldes del nuevo siglo era… Simón Bolívar. Otro “loco al frente de un ejército de negros” como llamaban despectivamente al Libertador los diplomáticos norteamericanos y sus agentes de inteligencia a inicios del siglo XIX.
Sí, el mismo Simón Bolívar que los Documentos de Santa Fe (núcleo de acero de la estrategia del Pentágono y el neomarcartismo “multicultural” norteamericano) ubicaban como enemigo subversivo al lado de Hugo Chávez en Venezuela y de las FARC-EP en Colombia. Esa era su fuente de inspiración. Simón Bolívar, el Quijote del siglo XIX.
A despecho de tantos “inspectores de revoluciones ajenas” (como solía ironizar Rodolfo Puiggrós frente a quienes nunca organizaron ni encabezaron ninguna lucha histórica importante pero viven levantado el dedito para insultar a los demás), Hugo Chávez no sólo reinstaló el debate por el socialismo como horizonte político y cultural para los pueblos de Nuestra América. No sólo dialogó durante años con su pueblo sobre historia, enseñando en cada programa de Aló presidente sobre las guerras de independencia del siglo XIX, defendiendo la identidad cultural de Nuestra América. Por si esa tarea pedagógica de masas no alcanzara, también comenzó a reivindicar públicamente autores malditos y endemoniados como Ernesto Che Guevara, Vladimir I. Lenin, León Trotsky o Rosa Luxemburg. Tuve la oportunidad y el honor de escucharlo en persona, más de una vez, referirse a estos herejes de la revolución mundial diciendo, con esa sonrisa tan irónica y tierna al mismo tiempo: “Queridos hermanos ¡Éste es el camino! La creación de hombres y mujeres nuevas, como proponía el Che Guevara. La única salida es internacional. No puede haber soluciones en países aislados ni socialismo en un solo país. La solución es el socialismo y es a nivel internacional”. No me lo contó nadie. No lo leí. Lo ví y lo escuché directamente, enarbolando y defendiendo las ideas de esos herejes.
Siempre sus discursos incluían frases como esta: “Estuve leyendo este libro….” Y ahí comenzaba una auténtica pedagogía popular, crítica, masiva. Porque Hugo Chávez supo emplear la TV y otros medios masivos para concientizar, para incentivar el estudio, para abrir grandes debates, en los cuales nunca se cansaba de recomendar libros de historia, libros marxistas, libros de la teoría de la dependencia. Era un lector voraz, a pesar de tantas actividades (Miguel Rep, compañero y amigo, le dio en persona un libro que hicimos juntos sobre Antonio Gramsci, yo también se lo regalé, Chávez se sacó varias fotos ante la prensa con ese libro sobre la mesa. Un honor).
Este gran pedagogo popular, con un gesto diplomático que también tenía mucho de ironía, se animó a regalarle al presidente de Estados Unidos Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano. Era una manera muy sutil de tratarlo de bruto y al mismo tiempo de mostrarle que los pueblos de Nuestra América debemos superar de una buena vez ese complejo (típicamente colonial) de inferioridad que nos han inoculado las burguesías lúmpenes, socias menores y cómplices del imperialismo.
Siguiendo las enseñanzas del Congreso Anfictiónico de Panamá de 1826, Chávez promovió de manera obsesiva una serie interminable de iniciativas institucionales integradoras a nivel regional (desde el ALBA hasta Telesur; desde Petrocaribe hasta el Banco del Sur; desde la UNASUR hasta la CELAC, etc.) pero al mismo tiempo apoyó a la insurgencia y a la guerrilla comunista, principalmente de las FARC-EP de Colombia. Esa es la verdad. A veces lo dijo en público, otras veces no. Incluso cuando tomó decisiones equivocadas (como en el caso de Joaquín Pérez Becerra, que en su oportunidad criticamos públicamente), nunca rompió sus relaciones con la insurgencia. Esa misma insurgencia comunista que gran parte del progresismo y de la intelectualidad crítica no se anima ni siquiera a mencionar. Mientras tanto le brindó su mano generosa y fraterna a la revolución cubana y a su gran amigo Fidel Castro, a quien quería como un padre. En un movimiento sumamente complejo, trató de unificar o al menos de aglutinar a nivel continental las iniciativas institucionales con las insurgentes y comunistas, las de arriba con las de abajo, las estatales con las sociales en el abanico multicolor de un gran frente continental antiimperialista por el socialismo.
Faltándole el respeto a los esquemas, pero no a la revolución, Hugo Chávez, sumamente iconoclasta, no tuvo miedo de conjugar a Marx con Bolívar ni al Che Guevara con Jesús. Como Simón Bolívar en el siglo XIX, quien sintetizaba a Tupac Amaru con Rousseau, su mejor discípulo en nuestra época se animó a desempolvar el pensamiento político más radical para volverlo actual y políticamente operante. No en la comodidad de una cátedra, sino en la vida. Y lo hizo enfrentando a los peores y más prepotentes genocidas del planeta, de quienes se rió en su cara más de una vez (todos recordamos cuando en una tribuna diplomática internacional dijo, con una sonrisa irónica inconfundible en los labios: “esta tribuna huele a azufre, acá estuvo el diablo, acá estuvo el presidente de los Estados Unidos”. ¡Se reía en la cara del presidente más poderoso del planeta! Lo disfrutaba como un niño desobediente. Tanto como cuando expulsó sin contemplaciones al embajador yanqui de Venezuela o cuando desafió al insolente rey franquista de España. ¿Cuántos se animaron a hacer algo aunque sea similar en nuestra época?
No exageramos. Fue tan original y tan antiimperialista como su principal maestro e inspirador, Simón Bolívar. Pero entre ambos existe una gran diferencia histórica y política que marca cuánto hemos avanzado en esta búsqueda de la tierra prometida y de la liberación de Nuestra América. Mientras Bolívar murió solo y aislado, triste y desolado, incomprendido e incluso repudiado, Chávez muere rodeado, amado y llorado por todos los pueblos de Nuestra América. Bolívar no aró en el mar. Hugo Chávez supo retomar su estrella de fuego.
¿Después de su muerte? ¿El abismo y el desierto? De ninguna manera. La continuidad de una extensa lucha por el socialismo y la segunda y definitiva independencia de Nuestra América. Muerto Chávez, habrá otros Chávez como hubo nuevos Che Guevara. Las nuevas generaciones se inspirarán en su rebeldía para seguir combatiendo contra los molinos de viento del capital.
El odio del imperialismo y de las burguesías, el amor de los pueblos rebeldes. Eso ha sido, eso es y eso será Chávez.
¡Hasta la victoria siempre comandante!
Al leer diversas notas y artículos, escritos sobre la muerte reciente de Hugo Chávez, percibo en la intelectualidad de izquierda, crítica o progresista, cierta actitud vergonzante. Le rinden respeto, pero “con cuidado” y sin salirse, claro, de los buenos modales.
Como si al rendir el homenaje que se merece este enorme luchador fallecido tuvieran que hacer reverencias y justificarse ante los críticos de Chávez, la socialdemocracia (abiertamente proimperialista), el autonomismo (sí, pero no, quizás, tal vez, aunque un poquito, no obstante, sin embargo) o diversas variantes de la izquierda eurocéntrica (que añorando un esquema simplificado de la revolución bolchevique desconoce cualquier novedad en la historia -sobre todo si sucede en el Tercer Mundo- y en la práctica cotidiana termina siendo más tímida y suave que la Madre Teresa de Calcuta).
Ninguna vergüenza compañeros, no hay que pedir perdón, compañeras. No tengan miedo, no se cuiden tanto. Hugo Chávez se merece el homenaje y el reconocimiento sincero y abierto de los pueblos en lucha de todo el continente. Sin medias tintas. Sin calculitos mediocres, pusilánimes y timoratos. Chávez se la jugó, arriesgó el pellejo, estuvo a punto de morir en un golpe de Estado y no se arrodilló ni tuvo miedo ante el enemigo.
Su valentía no sólo fue física y personal. También fue teórica y política. Cuando nadie daba dos pesos por la bandera roja, se animó a patear el tablero de la agenda progresista y volvió a poner en discusión nada menos que… el socialismo. Los compañeros zapatistas, que jugaron un gran papel en los ’90 cuestionando el neoliberalismo y por eso ganaron merecido reconocimiento y admiración en todo el mundo progresista, nunca llegaron a plantear el socialismo. Ni el del siglo XXI ni ningún otro. El socialismo estaba directamente fuera de agenda. Tampoco se hablaba de imperialismo. Ni siquiera de revolución. De nada de eso se podía hablar. Ni siquiera se mencionaban esos conceptos o esas categorías anticapitalistas. Eran palabras prohibidas. La inquisición del pensamiento elegante y políticamente correcto las había enterrado.
Hugo Chávez, dio un paso más. Retomó las justas rebeldías que gritaban “Otro mundo es posible” y cuestionaban el neoliberalismo pero les dio varias vueltas de tuerca. Ese otro mundo posible no puede ser otro que… el socialismo. Lo gritó en las narices del imperio, en la frente de la derecha y en la nuca del mundo progresista. Si te gusta, bien, y sino, también. Dio vuelta a una página de la historia. Ya nada fue como hasta entonces.
“¿Cómo? ¿El socialismo?” Sí, el socialismo. Ese mismo que todas las derechas del mundo y muchas “izquierdas” creían enterrado bajo los ladrillos apolillados de esa pared que, carcomida por dentro, se cayó en 1989, allá lejos, en algunos barrios de Alemania donde se bebe tanta cerveza.
“¿De dónde salió este loco trasnochado? ¿Qué texto clásico habrá leído Chávez en alguna librería de usados o en alguna biblioteca de viejitos para comenzar a reclamarle a todo el mundo que no se olviden del socialismo?” El “clásico” que había leído Hugo Chávez para reinstalar al socialismo en la agenda de los movimientos sociales y los pueblos rebeldes del nuevo siglo era… Simón Bolívar. Otro “loco al frente de un ejército de negros” como llamaban despectivamente al Libertador los diplomáticos norteamericanos y sus agentes de inteligencia a inicios del siglo XIX.
Sí, el mismo Simón Bolívar que los Documentos de Santa Fe (núcleo de acero de la estrategia del Pentágono y el neomarcartismo “multicultural” norteamericano) ubicaban como enemigo subversivo al lado de Hugo Chávez en Venezuela y de las FARC-EP en Colombia. Esa era su fuente de inspiración. Simón Bolívar, el Quijote del siglo XIX.
A despecho de tantos “inspectores de revoluciones ajenas” (como solía ironizar Rodolfo Puiggrós frente a quienes nunca organizaron ni encabezaron ninguna lucha histórica importante pero viven levantado el dedito para insultar a los demás), Hugo Chávez no sólo reinstaló el debate por el socialismo como horizonte político y cultural para los pueblos de Nuestra América. No sólo dialogó durante años con su pueblo sobre historia, enseñando en cada programa de Aló presidente sobre las guerras de independencia del siglo XIX, defendiendo la identidad cultural de Nuestra América. Por si esa tarea pedagógica de masas no alcanzara, también comenzó a reivindicar públicamente autores malditos y endemoniados como Ernesto Che Guevara, Vladimir I. Lenin, León Trotsky o Rosa Luxemburg. Tuve la oportunidad y el honor de escucharlo en persona, más de una vez, referirse a estos herejes de la revolución mundial diciendo, con esa sonrisa tan irónica y tierna al mismo tiempo: “Queridos hermanos ¡Éste es el camino! La creación de hombres y mujeres nuevas, como proponía el Che Guevara. La única salida es internacional. No puede haber soluciones en países aislados ni socialismo en un solo país. La solución es el socialismo y es a nivel internacional”. No me lo contó nadie. No lo leí. Lo ví y lo escuché directamente, enarbolando y defendiendo las ideas de esos herejes.
Siempre sus discursos incluían frases como esta: “Estuve leyendo este libro….” Y ahí comenzaba una auténtica pedagogía popular, crítica, masiva. Porque Hugo Chávez supo emplear la TV y otros medios masivos para concientizar, para incentivar el estudio, para abrir grandes debates, en los cuales nunca se cansaba de recomendar libros de historia, libros marxistas, libros de la teoría de la dependencia. Era un lector voraz, a pesar de tantas actividades (Miguel Rep, compañero y amigo, le dio en persona un libro que hicimos juntos sobre Antonio Gramsci, yo también se lo regalé, Chávez se sacó varias fotos ante la prensa con ese libro sobre la mesa. Un honor).
Este gran pedagogo popular, con un gesto diplomático que también tenía mucho de ironía, se animó a regalarle al presidente de Estados Unidos Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano. Era una manera muy sutil de tratarlo de bruto y al mismo tiempo de mostrarle que los pueblos de Nuestra América debemos superar de una buena vez ese complejo (típicamente colonial) de inferioridad que nos han inoculado las burguesías lúmpenes, socias menores y cómplices del imperialismo.
Siguiendo las enseñanzas del Congreso Anfictiónico de Panamá de 1826, Chávez promovió de manera obsesiva una serie interminable de iniciativas institucionales integradoras a nivel regional (desde el ALBA hasta Telesur; desde Petrocaribe hasta el Banco del Sur; desde la UNASUR hasta la CELAC, etc.) pero al mismo tiempo apoyó a la insurgencia y a la guerrilla comunista, principalmente de las FARC-EP de Colombia. Esa es la verdad. A veces lo dijo en público, otras veces no. Incluso cuando tomó decisiones equivocadas (como en el caso de Joaquín Pérez Becerra, que en su oportunidad criticamos públicamente), nunca rompió sus relaciones con la insurgencia. Esa misma insurgencia comunista que gran parte del progresismo y de la intelectualidad crítica no se anima ni siquiera a mencionar. Mientras tanto le brindó su mano generosa y fraterna a la revolución cubana y a su gran amigo Fidel Castro, a quien quería como un padre. En un movimiento sumamente complejo, trató de unificar o al menos de aglutinar a nivel continental las iniciativas institucionales con las insurgentes y comunistas, las de arriba con las de abajo, las estatales con las sociales en el abanico multicolor de un gran frente continental antiimperialista por el socialismo.
Faltándole el respeto a los esquemas, pero no a la revolución, Hugo Chávez, sumamente iconoclasta, no tuvo miedo de conjugar a Marx con Bolívar ni al Che Guevara con Jesús. Como Simón Bolívar en el siglo XIX, quien sintetizaba a Tupac Amaru con Rousseau, su mejor discípulo en nuestra época se animó a desempolvar el pensamiento político más radical para volverlo actual y políticamente operante. No en la comodidad de una cátedra, sino en la vida. Y lo hizo enfrentando a los peores y más prepotentes genocidas del planeta, de quienes se rió en su cara más de una vez (todos recordamos cuando en una tribuna diplomática internacional dijo, con una sonrisa irónica inconfundible en los labios: “esta tribuna huele a azufre, acá estuvo el diablo, acá estuvo el presidente de los Estados Unidos”. ¡Se reía en la cara del presidente más poderoso del planeta! Lo disfrutaba como un niño desobediente. Tanto como cuando expulsó sin contemplaciones al embajador yanqui de Venezuela o cuando desafió al insolente rey franquista de España. ¿Cuántos se animaron a hacer algo aunque sea similar en nuestra época?
No exageramos. Fue tan original y tan antiimperialista como su principal maestro e inspirador, Simón Bolívar. Pero entre ambos existe una gran diferencia histórica y política que marca cuánto hemos avanzado en esta búsqueda de la tierra prometida y de la liberación de Nuestra América. Mientras Bolívar murió solo y aislado, triste y desolado, incomprendido e incluso repudiado, Chávez muere rodeado, amado y llorado por todos los pueblos de Nuestra América. Bolívar no aró en el mar. Hugo Chávez supo retomar su estrella de fuego.
¿Después de su muerte? ¿El abismo y el desierto? De ninguna manera. La continuidad de una extensa lucha por el socialismo y la segunda y definitiva independencia de Nuestra América. Muerto Chávez, habrá otros Chávez como hubo nuevos Che Guevara. Las nuevas generaciones se inspirarán en su rebeldía para seguir combatiendo contra los molinos de viento del capital.
El odio del imperialismo y de las burguesías, el amor de los pueblos rebeldes. Eso ha sido, eso es y eso será Chávez.
¡Hasta la victoria siempre comandante!
https://www.alainet.org/es/articulo/74408
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