El día en que la política se convirtió en ramplón mercadeo

Si la praxis política no se despoja de esta lógica del costo/beneficio, el riesgo de atomización de la sociedad es latente y la posibilidad para brindar respuestas a los principales problemas públicos tenderá a diluirse. De ahí la relevancia del pensamiento utópico.

11/05/2021
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El triunfo incuestionable del individualismo hedonista (https://bit.ly/2QIhEMG) se gestó de la mano de las ideologías neoconservadoras disfrazadas de un falaz liberalismo sin sustancia que hizo del mercado un fetiche o una religión que lo explica y justifica todo. Instalado este discurso, el Estado –y con ello la praxis política– fue dinamitado en sus cimientos. El ciudadano de a pie experimentó una erosión de su confianza en las instituciones estatales en tanto los mecanismos principales para la solución de los lacerantes problemas públicos. A la par de ello, la ficción del ascenso social hizo de la movilidad de los individuos aislados y esforzados un dispositivo para invisibilizar, encubrir y silenciar las desigualdades.

 

La supeditación de la política al mercado no es fruto de la casualidad, sino que es un proceso histórico que representa un indicio más del colapso civilizatorio contemporáneo (https://bit.ly/2OdSmBL). Muestra de ello es la falta de ideas y de alternativas en la vida pública, así como la incapacidad para pensar en las soluciones de fondo respecto a los problemas estructurales de las sociedades. La emoción, la pulsión y el ataque preñado de odio fueron entronizados en aras de diezmar el argumento razonado y la deliberación plural y sin sectarismos. Quizás el mayor rasgo de la era de la post-verdad no sea el nuevo disfraz que ahora usa la mentira (https://bit.ly/3ivDXOQ), sino el desencanto, la desilusión y el malestar (https://bit.ly/2ZKkZgg). Este generalizado malestar en la política y con la política tiene sus raíces –en buena medida– en el fundamentalismo de mercado y en su consustancial despolitización y desciudadanización de las sociedades contemporáneas.

 

Se trata de un punto de inflexión civilizatorio en el cual la crisis de la política y el declive de lo público son directamente proporcionales a la entronización del individualismo y del “yo” por encima del “nosotros”. La relación de intercambio y la aritmética del costo/beneficio de individuos competidores aislados, amorales y dotados de una racionalidad de mercader se impone a la deliberación pública y se hace de la praxis política un dispositivo mercantilizado donde no importa la conciliación, la concertación y la resolución de conflictos. “Ellos o nosotros”, es la consigna que despunta en medio de rivalidades autistas que desconocen a “el otro” y diezman el “ellos y nosotros”. Impera entonces –por designio divino y supuesto merecimiento– la falsa disyuntiva de “ganar o perder”, que es la propia del mercado y de sus artilugios cuantitativistas.

 

Si se pierde la fe en la praxis política es porque las sociedades –a lo largo de cuatro décadas de desprecio hacia la vida pública– fueron seducidas por el mantra de la ficción del mercado elevado a teología incuestionable y a deidad todopoderosa. El interés público fue suplantado por el interés individual; al tiempo que la desigualdad no se presenta como problema a resolver pues se arguye que al mercado todos ingresan en igualdad de circunstancias y decididos a competir. Las fastuosas e imaginarias leyes de la oferta y la demanda hacen el resto al afianzar sus supuestos mecanismos de autorregulación y de ajuste automático.

 

El mecanismo de mercado es implantado de manera mágica en los asuntos públicos y la praxis política cae presa de la oferta y la demanda. El líder es asumido como un producto al cual mercantilizar, en tanto que el ciudadano es concebido como un cliente al cual vender ese producto. El derecho al voto pierde toda sustancia de justicia, libertad e igualdad cuando a su ejercicio le es sustraída la razón y la deliberación. A su vez, la participación es obviada y se afianza una supuesta democratización representativa legitimada por los mass media y la comentocracia que funciona como una especie de sicariato intelectual a sueldo y a disposición de la industria mediática de la mentira y de sus intereses creados.

 

Entonces, si la política es concebida erróneamente como un mercado, a aquella le será sustraída la dimensión ética. De tal forma que la justicia social es suplantada por la competencia irrestricta donde todo vale con tal de ganar o aplastar y subsumir al adversario sin miramiento moral alguno. El fraude electoral es la expresión más acabada de esto último, lo mismo en México (1988 y 2006) que en los Estados Unidos (2000 y 2020) (http://bit.ly/3rKf06C) y otras latitudes.

 

Si la ideología de la democracia se reduce al trapicheo de mercancías y símbolos –al intercambio–, se hace de la praxis política una arena donde la única negociación que cabe es la de los precios y la regida por el interés individual. Más todavía: con ello se asume que el mecanismo de mercado, infiltrado por doquier, es sinónimo de libertad y, como consecuencia, ésta es prisionera de los cánones y prácticas mercantiles. Ad hoc a este razonamiento fue la noción de sociedad de Margaret Thatcher –la ex premier británica–: “no existe tal cosa, tan sólo individuos, hombres y mujeres”. Y, agregaríamos, de individuos aislados, solitarios y regidos por la eficiencia y el afán de lucro y ganancia, desplegados en el intercambio. El consumismo –y su correlato: el emprendedurismo– se impone a los derechos y a la cultura ciudadana; y no como moda, sino como una práctica extremadamente arraigada en la cotidianeidad de las sociedades.

 

La racionalidad de mercado y el pragmatismo que le es consustancial suplantaron valores propios de la praxis política como justicia social, solidaridad, bien común, igualdad, subsidiariedad, entre otros. La misma ética de la compasión fue despojada de su esencia y trasmutada en un objeto de anticuario sin sentido. Entonces, el precio es la medida de todo cuanto se relaciona con los asuntos públicos.

 

Basta comprender la perorata mexicana en torno a la desigualdad disfrazada a través de una falsa cultura del mérito: “La desigualdad es un problema de envidia. El ingeniero Carlos Slim tiene 52 mil 100 millones de dólares y yo por supuesto que no tengo ni siquiera una fracción de eso, ¿me afecta a mí que él tenga tanto dinero? Por supuesto que no me afecta” […] Sí. La desigualdad es un problema de envidia, la pobreza es un problema de dignidad humana” –espetó el comunicador Sergio Sarmiento (https://bit.ly/3o1PHvO). Se trata de un discurso que no solo se difunde desde el discurso periodístico conservador, sino que se filtra hasta los planificadores y tomadores de decisiones en materia de políticas públicas.

 

En sociedades desiguales no tiene razón de ser el discurso de la meritocracia y la llamada “cultura del esfuerzo” que impulsa el ascenso social de individuos virtuosos. La resignación y la indiferencia ante la desigualdad social se explica por la crisis de la política y la entronización del mercado como territorio de la igualdad donde los individuos logran sus objetivos y éxito por obra y gracia de su lucha y talento. Entonces, la praxis política se despoja de su prioridad de atender los conflictos estructurales de la sociedad, y se torna un instrumento paliativo orientado a la gestión de los flagelos sociales. Más aún, la desigualdad es vista por esa cultura del mercadeo como una pulsión experimentada por parte de quienes no tienen y miran con lascivia anodina a aquellos quienes se benefician del mercado. Aunado a ello, la indiferencia hace el resto al diezmar toda posibilidad de organización social que cuestione el statu quo.

 

Remontar esta falsa cultura supone una formación ciudadana que libere a la praxis política del rapto al que es sometida por la ideología neo-conservadora, así como desmontar sus sofisticados aparatos de desinformación y control mental y emocional. Y que –en su conjunto– se complementan con la racionalidad tecnocrática para reducir la praxis política a una simple labor de gestión del interés individual de élites y ciudadanos. Despojarse del social-conformismo supone emprender el retorno a lo político y posicionar al mercado en su justa dimensión tras sustraerlo de la racionalidad del simple intercambio. Si la praxis política no se despoja de esta lógica del costo/beneficio, el riesgo de atomización de la sociedad es latente y la posibilidad para brindar respuestas a los principales problemas públicos tenderá a diluirse. De ahí la relevancia del pensamiento utópico como camino para domesticar y arrinconar al individualismo hedonista.

 

 

- Isaac Enríquez Pérez, investigador de El Colegio Mexiquense, A . C., escritor y autor del libro La gran reclusión y los vericuetos sociohistóricos del coronavirus. Miedo, dispositivos de poder, tergiversación semántica y escenarios prospectivos.

Twitter: @isaacepunam

 

https://www.alainet.org/es/articulo/212195
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