Mis afectos universitarios
- Opinión
A mis profesores, colegas, amigos y alumnos universitarios
I
A unos días de llegar a mis 60 años, en este mes de abril, me he detenido a pensar no sólo en mis vínculos universitarios, sino también en los afectos que he cultivado hacia las universidades –con unas más que con otras— en casi 40 años. Debo aclarar algo, para comenzar, con respecto a mi fecha de nacimiento: nací el 26 de abril de 1961, pero mi papá me asentó en la alcaldía de San Salvador el 1 de agosto de ese año. Esto tiene dos aspectos positivos: el primero, que suelo celebrar mi cumpleaños, con personas cercanas y queridas, dos veces; y el segundo que soy, legalmente, más joven –sin que eso signifique idolatría alguna por lo juvenil— en unos cuantos meses. Asimismo, como ganancia adicional, puedo cantar a todo pulmón, escuchando a Joaquín Sabina:
“En la posada del fracaso
Donde no hay consuelo ni ascensor
El desamparo y la humedad
Comparten colchón
Y cuando por la calle pasa
La vida como un huracán
El hombre del traje gris
Saca un sucio calendario del bolsillo
Y grita:
Quién me ha robado el mes de abril
Cómo pudo sucederme a mí
Quién me ha robado el mes de abril
Lo guardaba en el cajón
Donde guardo el corazón
La chica de bup casi todas
Las asignaturas suspendió
El curso que preñada
Aquel chaval la dejó
Y cuando en la pizarra pasa
Lista el profe de latín
Lágrimas de desamor
Ruedan por las páginas de un bloc
Y en él escribe:
Quién me ha robado el mes de abril
Cómo pudo sucederme a mí
Pero, quién me ha robado el mes de abril
Lo guardaba en el cajón
Donde guardo el corazón
El marido de mi madre
En el último tren se marchó
Con una peluquera
Veinte años menor
Y cuando exhiben esas risas
De instamatic en París
Derrotada en el sillón
Se marchita viendo falconcrest
Mi vieja, y piensa:
Quién me ha robado el mes de abril
Cómo pudo sucederme a mí
Quién me ha robado el mes de abril
Lo guardaba en el cajón
Donde guardo el corazón”.
No importa que sea el 26 de abril o el 1 de agosto el día en que vi la luz. Lo que sí importa es que, desde ese momento, comencé a dar vueltas en torno al sol, fuera del vientre de mi mamá, pegado a la tierra. Y estoy por cumplir 60 años en ese ir y venir planetario. Un poco más de la mitad de ese recorrido lo he realizado vinculado a instituciones universitarias lo cual, además de haber sido (y lo sigue siendo) gratificante, ha influido en mi manera de ver la vida, mis hábitos, mis gustos –incluidos los de vestimenta— y mis valores. En las aulas universitarias y librerías universitarias soy feliz. Las cafeterías, por lo general, no me gustan. Y disfruto caminar en medio de los edificios universitarios y las zonas verdes ahí donde las hay.
Mis afectos por la vida universitaria son intensos. Y, a estas alturas de mi vida, creo que puedo decir que soy, y no veo señal de petulancia al hacerlo, un universitario. Claro está que la influencia de las universidades en mi forma de ser no es la misma para todas ellas, y en consecuencia mis sentimientos hacia las universidades no tienen la misma intensidad. En el país, tengo afectos extraordinarios por cuatro instituciones universitarias: la Universidad Nacional de El Salvador, la UCA, la Universidad Don Bosco y la Universidad Gerardo Barrios.
II
A la primera de las instituciones mencionadas la comencé a querer desde la primera vez que fui, a los 11 años, a retirar propaganda antigubernamental para apoyar a la Unión Nacional Opositora (UNO). El hijo mayor del joyero al que acompañé en esa ocasión estudiaba medicina en la UES y, en varias oportunidades, me pidió ir con él a sus entrenamientos de judo en el gimnasio de la universidad. Hacia 1977-1979, cuando estudiaba tercer ciclo en el desaparecido Instituto Politécnico, mis profesores, en su mayoría, eran estudiantes de los últimos años de la Universidad Nacional, en carreras de biología, química, matemáticas, física, psicología y sociología. Sus ideas, compromiso y comportamientos me marcaron de manera permanente.
Quería ser como ellos. Y quería, cuando saliera de bachiller –me quedaban varios años para ello—, ser un alumno de la UES y dar clases al igual que mis profesores, enamorados del conocimiento, los libros y entusiastas cuando enseñaban a otros. Dos de mis amigos, en la colonia Dolores, también eran estudiantes de la UES, y gracias a ellos pude tener en mis manos separatas, libros e ideas que me fueron útiles en el camino que estaba comenzando a andar por esos años. Darwin, Luria, Oparin, Séchenov y Pavlov, entre otros científicos, estuvieron en mi cabeza en ese tiempo, lo mismo que Freire, Gorki, Dostoyevski, Tolstoi, Vargas Llosa, García Márquez y Sábato. Nada de ser un genio o un muchacho precoz: tenía 18-19 años cuando tomé la decisión de leer, sistemáticamente, sobre ciencia y filosofía y de prepararme, ese era mi sueño, para ser un educador de campesinos en el proceso revolucionario que se vislumbraba en el país.
Así se fue labrando en mí un afecto extraordinario por la UES. Cuando me gradué de bachiller, en 1982, la Universidad Nacional, mi destino natural si quería seguir estudiando, estaba intervenida por los militares. Me matriculé, en 1983, en la UCA. Pasado el tiempo, ya graduado como licenciado en filosofía en esta universidad, fui invitado –no recuerdo bien si fue en 2004 o 2005— a dar un curso de filosofía latinoamericana a la UES y fue una especie de reencuentro con mis aspiraciones de juventud. Y desde 2009 en adelante he impartido clases en la licenciatura en Antropología y en las maestrías de Métodos y Técnicas de Investigación Social, de Derechos Humanos y Educación para la Paz, de Docencia y Educación superior, de Finanzas y de Psicología con enfoque criminológico. Para mi pesar no pude ser alumno en la UES, pero sí tengo el privilegio de ser parte de ella como profesor hora clase.
III
Como dije, en 1983 me matriculé en la UCA. Lo hice con poca convicción, pues mi deseo profundo era estudiar en la UES. En mi adolescencia la UCA era, para mí, un mundo aparte. A mediados de los años setenta visité su cancha de fútbol para ver un partido del equipo de la universidad y lo que ahí se respiraba era lo que se decía por todos lados: que era una universidad para los ricos. Cuando esa década cerraba, hacia 1979, leí Problemas de psicología social en América Latina y Psicología, ciencia y conciencia, ambos editados por Ignacio-Martín-Baró. Muy pocas personas saben que este jesuita fue el primero, de los intelectuales de la UCA en impactarme con su escritura e ideas. No fueron el P. Ellacuría (de gran influencia en mi formación intelectual y moral) ni el P. Segundo Montes (de quien un par de años después leí El compadrazgo, una estructura de poder en El Salvador). Sin haberlo visto nunca, sólo por lo que iba leyendo, me fui haciendo una imagen de este jesuita: cuerpo redondo (como un pingüino), entradas notables en la frente, barba no muy poblada y lentes gruesos. Tal cual como era cuando, ya como estudiante de la UCA –quizá por 1984 o 1985—, lo vi por primera vez.
En la imagen mental que me hice de Martín-Baró transcribí los rasgos de Alberto L. Merani (1918-1984), el brillante psicólogo argentino con cuyos libros –fácilmente leí entre unos 10 y 15 libros suyos entre 1979 y 1982— me empapaba de una visión crítica de la psicología. Este autor me condujo a Henri Wallon, el eminente psicólogo francés –de quien leí algunos de sus libros traducidos al español— y al Físico Paul Langevin de quien no pude encontrar libros traducidos, pero sí el documento que elaboró con Wallon en el que se plasma la reforma educativa francesa –El Plan Lengevin-Wallon— después de la segunda guerra mundial.
Llegué a la UCA con un revoltijo de ideas en la cabeza y con unas ansias irrefrenables por conocer más de la ciencia. Alexander Luria y Merani me habían entusiasmado con la psicología, y yo quería ser neuropsicólogo como Luria. Me matriculé en la licenciatura en psicología y de entrada no encontré lo que buscaba: clases y laboratorios en los que se examinaran cerebros. Conductismo, psicoanálisis y psicología social –esto último lo único interesante de esa tríada—eran lo dominante. Y, para colmo, me di cuenta que tendría como profesor a Martín-Baró hasta el tercer año. Me sentí defraudado y, en el primer y segundo año, presté poca atención a las materias de psicología, centrando mi interés en las clases de filosofía e historia de la cultura. Lentamente, me fui acercando al campo de la filosofía –Crista Béneke fue decisiva en este acercamiento—, en el cual Ignacio Ellacuría era la figura central. Me integré a ese campo aun matriculado en la licenciatura en psicología, por lo cual antes al cabo del 4º año tuve que hacer el correspondiente trámite de cambio de carrera.
Defendí mi tesis para licenciarme en filosofía en enero de 1989. En 1986, a media carrera, el P. Ellacuría, en una carta que transformó mi vida, me ofrecía trabajo como documentalista en el Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (CIDAI). Comencé a trabajar en la universidad el 1 de noviembre de ese año. En febrero de 1989, el P. Ellacuría, también mediante una carta, me asignó mi primera carga académica como profesor de la materia “Filosofía I para Economía” y en marzo me estrené como profesor universitario. Ya hace 32 años de esa primera experiencia en la cual, y a partir de la cual, descubrí que enseñar a otros es algo gratificante. Luego, otras materias me hicieron ganar experiencia, sin hacerme perder la emoción del primer día de clases.
Dirigí el CIDAI a partir de 1994. Además de la docencia, descubrí que me gustaba escribir y que no me era tan difícil; las revistas Taller de Letras, ECA y Realidad Económico-Social y Realidad se convirtieron en el espacio para exponer mis ideas. Dejé de trabajar en la UCA en junio 2008. Si a los casi 22 años, que van de noviembre de 1986 a junio 2008, se añaden los años desde mi ingreso como alumno (en 1983), mi vínculo con la UCA fue de casi 25 años. Mis capacidades, fortalezas y debilidades intelectuales y morales no son ajenas a lo que esa universidad me dio durante casi la mitad de los años que tengo de vivir. Mis recelos de estudiante en los primeros dos años se disiparon poco a poco, y me fui identificando con la “universidad para el cambio social” que Ellacuría promovía. Ya no pertenezco a la comunidad académica de la UCA y no es de mi incumbencia si el proyecto universitario fraguado por Ellacuría sigue o no vigente, si sigue vivo o ha sido enterrado. Lo que si es cierto es que en ese proyecto me formé como académico y como ciudadano, y recuerdo a sus gestores –Ellacuría, Montes y Martín-Baró, entre los más destacados-- con cariño y respeto.
IV
Al dejar de trabajar en la UCA me fui para el Órgano Judicial, contratado, en un primer momento, para escribir un libro de historia de la Corte Suprema de Justicia. Fue un cambio extremo, pues los estilos universitarios tienen poco que ver con el formalismo propio del poder judicial. Mis peores temores eran dejar la docencia universitaria y dejar de escribir en revistas académicas. Esas preocupaciones se esfumaron pronto, pues la Universidad Don Bosco me abrió las puertas, en 2009, para que diera clases de ética y filosofía en el nivel de licenciatura. Posteriormente, serví clases, en dos o tres oportunidades, en la Maestría en prevención de la violencia ofrecida por esta universidad en su sede de Antiguo Cuscatlán. Además, la Revista Teoría y Praxis dio y sigue dando espacio a mis artículos y la Editorial Don Bosco me ha publicado dos libros impresos y uno en formato digital. Por distintas razones, dejé de ser profesor en esta universidad, pero en cuanto a publicaciones nuestras relaciones son estrechas y permanentes. Cultivé una amistad entrañable con los responsables de la Revista y de la Editorial, lo mismo que con su equipo de corrección y diagramación de los materiales.
En momentos existenciales complicados para mí, la Universidad Don Bosco me hizo sentir uno de los suyos. No sólo me permitió mantenerme activo en la docencia universitaria y dio cabida, en Teoría y Praxis, a mis artículos, sino que me hizo partícipe de encuentros académicos –de análisis político y social— con los colegas de la universidad. Se trataba de un grupo de jóvenes docentes e investigadores, dinámicos, creativos y críticos, que querían contribuir a la formación integral de los estudiantes a su cargo. Tuve experiencias gratas con estos colegas y siempre recuerdo nuestros diálogos con cariño y agradecimiento.
Así pues, no es extraño que, en mis afectos, la Universidad Don Bosco ocupe un lugar especial. Los números 35 y 36 de la Revista Teoría y Praxis tienen dos trabajos míos: “Debilidad del Estado y violencia criminal” y “Trabajo, supervivencia y bienestar”. Me siento honrado al ver mi nombre en las páginas de esa revista y quisiera que mis trabajos fueran menos defectuosos de lo que son para compensar mínimamente el privilegio que me concede la Universidad Don Bosco cada vez que me publica un ensayo o un comentario.
V
Mis afectos con la Universidad Gerardo Barrios vienen de 2002, o sea, desde hace 19 años. A inicios de ese año, recibí un correo electrónico de una persona de esta universidad en la que me invitaba a ser parte de un equipo de profesores que daría un curso ese mismo año, con temas de filosofía de la ciencia y metodológicos, a sus docentes e investigadores. Acepté inmediatamente. Mi participación incluía una ponencia, que tratara de la educación superior, para la apertura del curso. Escribí un texto titulado “Los retos de la educación superior” (publicado como editorial de la Revista Realidad de la UCA) que leí el 9 de agosto de 2002 ante quienes, a partir del fin de semana siguiente y durante varios meses, se convertirían en mis alumnos y en quienes, desde el momento de la ponencia, encontré un calor humano fuera de serie.
Este calor humano –que está a tono con el calor que suele agobiar a la ciudad de San Miguel, en la que se encuentra la sede central de la Universidad Gerardo Barrios— fue la nota destacada desde mi llegada, la tarde del día anterior, a la ciudad. Una delegada de la universidad me esperaba en el hotel en el que me hospedaría, con un doble propósito: cerciorarse de que yo había llegado bien tras un viaje de unas dos horas, en carro, desde San Salvador y acompañarme en la cena. Al día siguiente, temprano, un colega profesor de la universidad pasó por el hotel para llevarme al campus y finalizada la actividad, al mediodía, me llevó de regreso al hotel. En las jornadas semanales siguientes –las sesiones estaban programadas los días sábado de 8 a 12 de la mañana— este colega se hizo mi acompañante permanente, contagiándome con su cordialidad, sentido de humor e inquietudes intelectuales. Con el grupo de colegas que asistían al curso las simpatías fueron en aumento hasta desembocar, con una buena parte de ellos, en una amistad perdurable.
En aquel año 2002 la Universidad Gerardo Barrios estaba embarcada en la gestación de una transformación institucional que contemplaba, en sus proyectos, el fortalecimiento académico y la planificación de un crecimiento en infraestructura, que desde aquel año hasta la fecha ha dado sus frutos. Esto lo comprendo bien ahora, con una mirada desde el presente, pues cuando daba aquellas clases sobre el debate explicación-comprensión o sobre el falsacionismo popperiano sólo podía intuir que me encontraba en una universidad que estaba sentando las bases para un desarrollo institucional posterior, que es el que ahora la caracteriza.
Esta universidad es, por muchas razones, una de las más eficaces y fructíferas en su ejercicio académico en el concierto de la educación superior salvadoreña. A estas alturas de su desarrollo institucional, hasta donde yo sé, se ha afianzado la apuesta por una calidad en la educación superior que descansa en marcos de referencia emanados de la ciencia, pero implantando estos marcos de referencia en el quehacer de sus docentes y en la estructura curricular de sus carreras, tanto en contenidos como en sus metodologías. Se está haciendo una apuesta por los fundamentos, evitando la grandilocuencia vacía de contenido y la autosuficiencia de la que hacen gala quienes creen que no tienen nada más que aprender, ya que, en su visión, lo saben todo.
No hay tampoco en esta universidad afanes pontificadores en los que se dice a los demás qué hacer o protagonismos mediáticos que tuercen el quehacer universitario. No es arena de conflictos religiosos, políticos o ideológicos; un aire liberal, como debe ser, se respira en sus instalaciones. Se hace un trabajo universitario serio, con modestia y con mucha eficacia. Esto es lo que caracteriza, por ejemplo, las propuestas de educación virtual emanadas de la Universidad Gerardo Barrios: debidamente planificadas y diseñadas, previamente a su impartición, en todos sus aspectos, de forma tal que se asegure una educación de calidad y sin mayores complicaciones también por la vía virtual.
Por último, nada de lo que acabo de anotar sobre esta universidad tiene por objeto ganarme simpatías con sus autoridades, docentes o investigadores. Esas simpatías ya existen y son sólidas. Y son esas simpatías recíprocas con miembros de la comunidad universitaria de la Gerardo Barrios –tejidas de sólidos afectos y amistad— es lo que más valoro en mis vínculos con ellos. Desde 2002 hasta el presente estos lazos afectivos han estado presentes en mi colaboración profesional de todos estos años con esta institución de educación superior. Cada vez que estoy en sus aulas, además de satisfacción profesional, me siento en mi hogar, con confianza, contento y querido. Trato de hacerlo lo mejor que puedo, pues las universidades adquieren la personalidad y talante de sus profesores e investigadores, y lo que menos deseo es que lo peor de mi personalidad y talante queden como huella negativa en esta casa de estudios a la que tanto respeto.
VI
Para ir cerrando este relato sobre mis afectos universitarios quiero decir que en El Salvador he tenido relaciones de trabajo más esporádicas con las universidades Tecnológica y Evangélica. Lamentablemente, se ha tratado de relaciones de corta duración, lo cual ha sido un impedimento para la creación de lazos afectivos de largo plazo. Sin embargo, tengo gratos recuerdos de mi experiencia de trabajo en ambas instituciones, pues me dio la oportunidad de encontrarme y dialogar con estudiantes y colegas empeñados en las tareas del conocimiento.
En lo que se refiere a universidades extranjeras mis afectos requieren una puntualización. La Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) no tiene la denominación de universidad, pero las carreras académicas que ofrecen las distintas sedes de la Facultad son de naturaleza universitaria. Mis estudios de postgrado los realicé en la FLACSO sede académica de México; y mis afectos por esta escuela son extraordinarios, dado que desde que puse los pies en ella me sentí en un ambiente en lo absoluto extraño. Incluso desde el examen de admisión que hice en la Embajada de México en El Salvador, ante un funcionario de Relaciones Exteriores de México y un representante de la FLACSO-México, tuve una sensación de comodidad que siguió conmigo al volverme un estudiante activo en esa casa de estudios.
Me gustaba ir cada día a la FLACSO. Encontrarme con mis compañeros mexicanos, chilenos, argentinos, colombianos, bolivianos y peruanos; con las compañeras de Brasil, Uruguay, Paraguay, Argentina y Cuba; y con el compañero de Guatemala (él y yo éramos los únicos centroamericanos) me daba una alegría indecible. Una amistad firme se fue tejiendo con varios de ellos, misma que enriqueció mi vivencia –extremadamente salvadoreña— de lo que significa la amistad. Convivir en departamentos rentados con un compañero chileno, con una compañera paraguaya, y con un compañero argentino y otro ecuatoriano me permitió entender un poco más lo que compartimos como latinoamericanos, pero también las diferencias que hay entre nosotros. La FLACSO me hizo sentirme como latinoamericano, y me hizo meditar y apreciar mis vínculos con México. Ser parte de los “salvajes del Ajusco” me dio momentos felices inolvidables.
La FLACSO no sólo me permitió conocer la historia de México, sino querer a este país, su gente, su territorio y su cultura, que se extienden hacia Centroamérica. Algunas personas quieren ser ciudadanas estadounidenses o europeas; lo mío, un deseo nunca cumplido, era (y es) tener una ciudadanía mexicano-salvadoreña. Adopté a México caminando por sus calles, hablando con su gente –entre ellos mis entrañables compañeros mexicanos en la FLACSO—, comiendo en sus mercados y conociendo su historia. Después de graduarme, he ido tres de veces a México para participar en eventos académicos. La última vez fue en 2017, cuando estuve en Veracruz para recibir mi nombramiento (por tres años) como miembro del Grupo de Trabajo CIESAS-Golfo, del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Los mismos afectos y emociones; la misma familiaridad y la misma sensación de alegría.
Mis profesores y profesoras de la FLACSO: brillantes cada uno en su campo, desafiaron muchas de mis nociones y enriquecieron mi mente con sus ideas y sus libros. Desde la filosofía, gracias a ellos, hice una transición a las ciencias sociales que me ha regalado satisfacciones (y muchas preocupaciones) que no esperaba tener cuando me licencié en filosofía. Las ciencias sociales se convirtieron en mi campo de trabajo y de realización personal. Lo que aprendí en la FLACSO fue decisivo para ello, ¿cómo no sentir un afecto inmenso por esta escuela?
Cerca de la FLACSO queda el Colegio de México. Su librería fue un punto de referencia obligado en mi búsqueda de libros de ciencias sociales de primera calidad. Y en otra zona de la Ciudad de México, la UNAM, en cuyo campus me gustaba caminar y también ir a su librería, siempre en búsqueda de buenos libros. Tanto en el Colegio de México como en la UNAM me sentía a gusto, lo cual tenía que ver tanto con la naturaleza académica de ambas instituciones como con que mis profesores en la FLACSO daban clases en ellas. Una cosa curiosa: un funcionario de Relaciones Exteriores de México me quiso convencer, recién llegado a ese país, que me pasara de la FLACSO a la UNAM, pues según él esta última era mejor para mí.
No recuerdo de qué manera el coordinador académico de la FLACSO, Rafael Loyola, se enteró de eso, pero el caso es que me llamó a su oficina. Recuerdo que me dijo que si me iba a la UNAM seguramente me sentiría cómodo y podría hacer lo que yo quisiera durante más años de los que yo pudiera creer, pero que la FLACSO me daría una educación superior disciplinada y de una calidad que difícilmente encontraría en otra parte. No lo pensé más y me quedé en la FLACSO. En este relato he evitado mencionar nombres para exorcizar el olvido de alguien importante en mi vida universitaria, pero Rafael Loyola falleció este año y escribir su nombre es una manera de honrar la memoria de este mexicano cabal, académico de primer nivel, siempre preocupado porque los alumnos de la FLACSO tuviéramos los mejores profesores. Cuando me veía llegar, de regreso de El Salvador en los periodos vacacionales me recibía con un “Lucho, ya vienes de guerrear de tu país”. Con este recuerdo agradecido, termino este relato en el que he tratado de reseñar mis afectos universitarios labrados en casi 40 años, contados desde que en 1983 me matriculé como estudiante en la UCA.
San Salvador, 14 de abril de 2021
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