Ecuador: entre la polarización y el «votonulismo»
A casi una semana de la segunda vuelta electoral, los y las ecuatorianas se debaten entre la opción por dos candidatos o el voto blanco y nulo. Un análisis de los números, los actores y las principales tendencias de una elección clave.
- Análisis
Desde el día de ayer las encuestas callan, dada la prohibición del Consejo Nacional Electoral ecuatoriano de divulgar sondeos de opinión a partir del 2 de abril. Hasta el día 8, día previsto para los cierres de campaña, hablarán los candidatos, quienes al careo en el último debate presidencial suman el fuego cruzado de las redes sociales. A partir de entonces, tan sólo hablará la ciudadanía ecuatoriana, dividida entre dos candidatos pero entre tres opciones electorales: el apoyo al progresista Andrés Arauz, la opción por el neoliberal Guillermo Lasso, o el mucho más complejo pero igual de significativo voto blanco y nulo.
En la ciencia encuestológica hay básicamente dos tipos de encuestas: las que pueden fallar, por la provisoriedad de las opiniones humanas, por la imperfección de los métodos utilizados o por fenómenos como el “voto oculto”, que solo se manifiesta frente a la intimidad de los recintos de votación. Pero también están las que necesariamente han de fallar, dado que fueron construidas a la medida de quien, pagando a una consultora o compañía, intenta proyectar su desempeño electoral como una suerte de profecía autocumplida. No obstante, aún estas encuestas no dejan de arrojar tendencias apreciables, sino es sobre los deseos y esperanzas de la ciudadanía, al menos sobre las preferencias del poder económico.
Sin embargo, en Ecuador, las encuestas que pronosticaban holgadas ventajas para uno u otro candidato fueron confluyendo en un resultado de tablas. De las últimas divulgadas el día primero de abril, dos, las de Eureknow y Atlas Intel, dan una ligera ventaja -de entre uno y dos puntos porcentuales- a la lista del joven economista Andrés Arauz, tributario del proyecto político del correísmo. Y otra, la de ATREVIA, da un punto de ventaja al banquero guayaquileño Guillermo Lasso, candidato de la alianza entre el Movimiento CREO y el tradicional Partido Social Cristiano.
Pese a la cercanía de la cita electoral, los diferentes sondeos de opinión registran un porcentaje de votos blancos y nulos que oscilarían entre el 11.5 y el 19.8 por ciento. Su explicación requiere de un análisis en varios niveles. Un porcentaje menor responde sin dudas a la apatía de un sector de los votantes, propia de cada elección. Por ejemplo, en la muy polarizada segunda vuelta de las elecciones presidenciales del 2017, un 6.30 por ciento del electorado ecuatoriano se decantó por el voto nulo y un 0.70 por ciento por el voto en blanco.
En segundo lugar, es necesario resaltar que la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), su instrumento político el partido Pachakutik, y el candidato indígena Yaku Pérez, convocaron al casi 20 por ciento del electorado que les apoyó en primera vuelta a decantarse por el “voto nulo ideológico”. Además de su carácter de protesta en torno a lo que Pérez considera como un “fraude” que lo habría desplazado del balotaje, hay otro motivo, vinculado a una particularidad de la ley electoral ecuatoriana. Según lo establece el “Código de la democracia” en su Artículo 147, si los votos nulos superaran a los votos válidos de la totalidad de los candidatos, la elección sería anulada, debiéndose convocar a nuevos comicios. La apuesta, sin embargo, no tiene visos de realidad, dado que la sumatoria de los votos de los otros tres principales candidatos arrojó un 68,14 por ciento de los votos en primera vuelta.
Aún cuando las denuncias de fraude parecen legitimar la línea del “voto nulo ideológico”, lo que no queda claro, en sus promotores, es quién sería el responsable del presunto delito electoral. Lo normal sería adjudicárselo en todo caso al oficialismo y al Consejo Nacional Electoral. O a lo sumo a Lasso, el candidato sindicado de dar soporte al gobierno de Lenin Moreno en su torsión neoliberal, el mismo con quien Pérez había llegado a un acuerdo de revisión de las actas de 17 de las 24 provincias del país el pasado 13 de febrero. En ese caso la opción electoral por Arauz aún sería legítima, o al menos no se han presentado a la fecha pruebas que discutan la holgada mayoría electoral alcanzada por el candidato del Movimiento Centro Democrático.
Pese a la convocatoria al voto nulo, es poco probable que el grueso de los votantes de Pérez y Hervas, “inorgánicos”, puedan resistir el arrastre de la polarización entre un candidato progresista y un candidato neoliberal que remite en el imaginario popular al llamado “feriado bancario”. En aquel momento, uno de los más dramáticos de la historia reciente del Ecuador, los depósitos de los ahorristas fueron confiscados, dando paso a la dolarización del país y a la migración compulsiva de entre 1.5 y 3 millones de personas.
Pero aún más importante es comprender esta tendencia hacia el voto blanco y nulo en un tercer nivel. En buena medida, más que a la convocatoria explícita de tal o cual candidato, esta opción puede ser imputada a cierto hastío frente a la polarización electoral entre la clase política tradicional y las fuerzas progresistas, acosadas desde hace años por la prensa corporativa y por los procesos de guerra judicial conocidos como lawfare.
Y también ha de ser comprendida como un intento de canalizar en terceros candidatos el espíritu del estallido social de octubre de 2019 contra el paquete de medidas económicas impulsadas por Lenin Moreno y el Fondo Monetario Internacional que, entre otras cosas, buscaba reducir el déficit fiscal a través de un brusco recorte de la inversión social y el aumento del precio de los combustibles. En aquella coyuntura, el protagonismo de los movimientos campesino-indígenas fue determinante para frenar la impopular medida y poner al gobierno contra las cuerdas, lo que explica que en un país con un 7 por ciento de población indígena, uno de cada cinco ecuatorianos hayan votado por un candidato de la CONAIE.
Pero ni el histórico desempeño de Pachakutik, ni el notable 15.68 por ciento obtenido por Xavier Hervas de Izquierda Democrática, pueden comprenderse por el capital propio de estos candidatos. Es probable que si otros dirigentes de la CONAIE como Leónidas Iza o Jaime Vargas se hubieran alzado con una candidatura refrendada por parte del movimiento campesino-indígena, hubieran obtenido el mismo respaldo electoral. O lo mismo vale para el análisis de los votos de Hervas, candidato de una formación política tradicional, pero elegido en tanto “figura fresca” y outsider de la política tradicional para capturar el determinante voto juvenil, así como aquel presuntamente “no politizado”.
Como sea, resulta evidente que siquiera una parte del voto de Hervas y Pérez se inclinarán hacia la candidatura de Lasso –así lo sugirió el propio candidato de Izquierda Democrática-, y así lo manifestó explícitamente Virna Cedeño, candidata a vice-presidenta de Yaku Pérez. Pero también, en un porcentaje aún incierto, buena parte del voto progresista “antipolarización” optará por Andrés Arauz, por convicción tardía o siquiera para evitar el arribo al Palacio de Carondelet de un candidato como Lasso, acusado de gobernar el país con Lenin Moreno, a estas alturas uno de los gobiernos más impopulares de la historia ecuatoriana. Así demuestra el completo derrumbe de su bancada parlamentaria y el magro 1.54 por ciento obtenido por su partido en la primera vuelta.
A poco más de una semana de las elecciones, si no fuera por algunas intervenciones en la vía pública -la tan mentada “campaña sucia”- sería difícil deducir la proximidad de la segunda vuelta electoral en las calles de la capital ecuatoriana. Y sin embargo el país se encamina a unas curiosas elecciones históricas sin un clima electoral establecido, entre la apatía, la esperanza y la atención suscitada por el recrudecimiento de la pandemia. Quizás los comicios locales sean seguidos aún con más atención a nivel continental, dado que el proceso ecuatoriano es parte de una pulseada regional que volverá a actualizar el equilibrio de poder entre los gobiernos progresistas e izquierdistas de la región y aquellos de signo neoliberal-conservador.
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