Bolivia, recupera el proceso de cambio

26/10/2020
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Recuperar el proceso de cambio puede ser la idea que más se expresa en Bolivia en estos últimos días. Y esa idea, sin duda, va acompañada por significativas expresiones de alivio por los acontecimientos que no han ocurrido. Puede parecer esta imagen de celebrar lo no acontecido como extraña pero es que hasta el mismo domingo 18 de octubre, día de las elecciones, Bolivia respiraba con dificultad. Y ese cierto ahogo no tenía nada que ver con el famoso soroche, o mal de altura que, sobre todo los extranjeros y aquellos que provienen de las tierras amazónicas de este país, sufren al llegar al altiplano.

 

Había una casi palpable tensión contenida por el convencimiento íntimo, silencioso pero evidente, de personas, organizaciones e instituciones que preveían que ese día podía acabar con un fuerte estallido de convulsiones sociales y políticas. Cierto es que las declaraciones públicas hablaban de fiesta de la democracia y otros tópicos de días como este, pero todo el mundo sabía que la lectura y los hechos respecto a los resultados de esa jornada, podían suponer un enfrentamiento social incontenible acompañado o provocado por una represión gubernamental sin freno.

 

La victoria del Movimiento Al Socialismo era pronóstico compartido por todas las encuestas que se publicaban. Y por esa misma razón, el imaginario colectivo entendía que podía producirse un fraude evidente para prostituir ese resultado. A partir de ahí, aunque los llamamientos a la calma, a no caer en las provocaciones de quienes no respetaran los resultados, eran consigna reiterada nadie aseguraba que el día acabara bien. Y nadie apostaba porque el país se levantara al día siguiente en un clima de tranquilidad. La sociedad se dividiría entre quienes agarrándose al fraude tratarían de dar continuidad al periodo que se abrió hace un año con el golpe de estado y la reimplantación del neoliberalismo más autoritario posible, y quienes defenderían el respeto a la voluntad expresada democráticamente en las urnas para que el paralizado proceso de cambio pudiera retomarse.

 

En los días previos a las elecciones analistas locales, un tanto alejados de la realidad social, distraídos por el calor de las tribunas públicas a las que están acostumbrados, aseguraban ante instituciones, embajadas y misiones de observación internacional que Bolivia había cerrado un ciclo histórico y que ahora estaba ya instalada con firmeza en otra etapa que superaba aquello que se había dado en llamar el proceso de cambio de los últimos trece años.

 

Son, cuando menos, curiosos los efectos que la larga exposición en esas tribunas de aparente erudición pueden causar sobre la capacidad de análisis de la realidad social, por mucho que es esto precisamente lo que defienden aquellos que siempre están subidos en esas alturas. Se llenan sus disertaciones de conceptos como la defensa de la institucionalidad, el desarrollo de la gobernabilidad o los innegables provechos de la democracia liberal representativa. Y sin embargo, qué lejos están esos mismos discursos del hecho sencillo e imprescindible de pisar la misma tierra que aquellos y aquellas a las que se pretende analizar. No hablan de condiciones de vida de las mayorías, de las causas del desempleo y lo que éste ocasiona en las familias, de descolonización o de la despatriarcalización para que pueblos y mujeres realmente puedan ejercer sus derechos, no citan nunca otros posibles modelos de democracia como la directa y la comunitaria que permitan una verdadera participación activa en esa democracia.

 

Así, hablar de ciclo cerrado y de una nueva etapa, obviando absolutamente el hecho de que el país en el último año ha sufrido un golpe de estado, protagonizado por las élites oligárquicas y respaldado precisamente por una parte importante de gobiernos e instituciones internacionales a quienes se dirigen estos discursos es, cuando menos, hipócrita y negacionista de la realidad social y política del país.

 

El golpe de estado desató una auténtica etapa de dura represión que hizo retroceder a Bolivia hasta los tiempos de las dictaduras militares o aquellos más recientes de aplicación ortodoxa de las políticas neoliberales, en los que las masacres, detenciones y criminalización de la protesta social eran un hecho cotidiano. En este último año de gobierno de facto Bolivia, que había mantenido índices medios de crecimiento económico en torno al 4%, se hundió a velocidad de crucero en dígitos negativos y volvió a pedir préstamos al Fondo Monetario Internacional, haciendo así crecer su endeudamiento con estas instancias tan poco amigas de los intereses populares, pero tan cercanas a los de las élites económicas.

 

La ineptitud de aquellos que ahora gobernaban el país como si de su finca de ganado o de soja se tratara evidentemente es una de las razones determinantes de esta nueva realidad que el país no vivía desde hacía tres lustros. Un año que ha visto como los más de veinte puntos en que se había conseguido reducir la pobreza y la extrema pobreza, se hacían reversibles y éstas volvían a crecer. Doce meses en los que el desempleo volvía a niveles de hace dos décadas y donde la mayoría de la población perdía poder adquisitivo mientras veía como la inflación aumentaba nuevamente y como la pandemia se extendía sin medidas del gobierno de facto por tratar de frenarla. En definitiva, un año combinado de represión y pérdida de condiciones básicas para la vida de las grandes mayorías. Al mismo tiempo, la minoría de siempre, ahora nuevamente dominante en el estado plurinacional, volvía a los tiempos oscuros de la etapa neoliberal y reiniciaba los procesos de privatización de empresas públicas estratégicas y entrega de los recursos naturales a las empresas transnacionales. En paralelo con ello, la corrupción y el nepotismo (trato favorable a amigos y familiares) más burdo se generalizaban hasta el paroxismo, recordando los tiempos en los que estas formas de gobernar y ejercer el poder eran característica esencial de los regímenes militares.

 

Y a pesar de todo ello, la sorpresa salto el domingo 18 de octubre. La opción expresada por la mayoría absoluta de la población de Bolivia ha sido tan aplastante que ha sumido a las fuerzas oligárquicas, a algunas cancillerías y a determinadas instituciones internacionales en un estado de shock. Los resultados que arrojaban la noche rompieron la tensión contenida y dejaron a quienes pretendían el fraude sin posibilidades de ejecutarlo pues la diferencia entre la primera fuerza política y social del país era tan grande sobre las restantes que cualquier movimiento en esa dirección no tendría la más mínima credibilidad. La única posibilidad que restaba a esas fuerzas era el golpe de estado duro, pero éste posiblemente en estos tiempos no cuenta con demasiados adeptos que lo puedan entender como una estrategia adecuada para sujetar fuertemente a países y deseos sociales.

 

Ahora hay una segunda vuelta, no electoral sino hacia una necesaria recuperación del llamado proceso de cambio que profundice en los ejes centrales de inclusión social, redistribución de la riqueza y un modelo económico y político social comunitario centrado en el estado, en las demandas populares y en la realidad plurinacional del país, más que pivotar su devenir exclusivamente en los dictados de los mercados.

 

Este último año ha servido también para comprobar una vez más el agotamiento del modelo neoliberal y como éste se hace más autoritario, precisamente en la medida en que se agota. Sigue anclado en postulados como la privatización de todo, hasta de la vida misma, la libertad absoluta de los mercados, el estrechamiento de las capacidades del estado y la globalización, sin percibir que la hegemonía de la que disfrutó durante las últimas décadas ya no es tal. Los fracasos del neoliberalismo en los últimos años, tanto en el plano económico como en el político y social, a lo largo de todo el planeta son innegables. Y su muestra de debilidad más evidente en estos tiempos, que se ha demostrado en este último año en Bolivia, es ese carácter autoritario que adquiere en la medida que pierde terreno ideológico. La democracia representativa, hace décadas bandera de la que se apropió el neoliberalismo, hoy se evidencia como un estorbo para el mismo en la medida que no sirva a sus intereses. Y esto que se ha vivido con absoluta claridad en Bolivia tras el golpe de estado y sus intentos posteriores de no celebrar las nuevas elecciones por su temor a perderlas, para lo que se preveía el fraude, es una constante en gran parte de los países de América Latina, donde crece la cara más autoritaria del neoliberalismo. Países como Brasil, Ecuador, Colombia, Chile, Guatemala, Honduras o los mismos Estados Unidos donde el propio presidente hace declaraciones en la línea de quizás no hacer un limpio traspaso del poder si pierde las elecciones.

 

Es el lado más oscuro del neoliberalismo al que Bolivia nuevamente ha plantado cara reabriendo una brecha de progresismo posible que, tanto en este país como en el resto del continente, demuestre que es posible construir sociedades democráticas y realmente justas para las grandes mayorías.

 

24/10/2020

 

Jesús González Pazos

Miembro de Mugarik Gabe y de la Misión de Observación Electoral Indígena

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/209478?language=es
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