Sembrando el pánico

08/09/2020
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  • Opinión
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Foto: Reuters
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Si vas a visitar a tus abuelos, pregúntales dónde quieren que pongas sus cenizas”.

 

El gobierno peruano, incapaz de sobreponerse a los designios de la CONFIEP durante una emergencia nacional o de proveer ayuda económica de supervivencia, en plena cuarentena, a un tercio de la población, lanzó esta semana una agresiva campaña de propaganda centrada en el miedo y la culpa.

 

Lejos de asumir cualquier responsabilidad, el márquetin político del gobierno pretende engañarnos sugiriendo que la gravedad de la pandemia en el Perú no se debería a la falta de oxígeno, equipamiento médico elemental, camas UCI (comenzamos la pandemia con 100, en un país de más de 30 millones), mascarillas y guantes para médicos y enfermeras, y un largo etcétera.

 

Así, el gobierno de derechas de Martín Vizcarra le pone la cereza a un pastel que estuvo varias décadas en el horno. La receta neoliberal del Estado reducido, irresponsable con respecto a la salud y la educación de su ciudadanía –sin pantalones ante el poder económico–, hoy nos pasa la factura con pesadísimos intereses.

 

A este criminal abandono de los espacios públicos –que equivale a la odiosa negativa a invertir en la gente–, el proyecto político de los Chicago Boys le llama “responsabilidad fiscal”.

 

Al preámbulo de nuestro flamante primer lugar en el campeonato mundial de insalubridad y decadencia, el neoliberalismo le llamaba “milagro económico”, ¡imagínese!

 

Pero la campaña del Ejecutivo tampoco debería sorprender a nadie, pues hoy en día los gobiernos manejan la información a la manera de las grandes corporaciones. Al verse en problemas, no actúan como instituciones avocadas al bien común –con transparencia y responsabilidad– sino que sacan campañas publicitarias lavando su reputación. Además, lo hacen de la mano de publicistas “agresivos”, “pilas”, “con calle”, que no pierden el tiempo en tonterías, como los hechos concretos.

 

Lo que importa es el efecto, vender a la figura política y al gobierno de turno como se vende una gaseosa. Porque imaginar que una campaña como esta podría tener algún tipo de efecto en la evolución de la pandemia –habiendo sido lanzada en setiembre, no en marzo o abril–, es absurdo. No es más que una poco sutil desviación de la culpa hacia la ciudadanía, una lavada de cara oportuna, justo cuando los números de muertos empiezan a bajar.

 

A los propagandistas del gobierno tampoco les faltó olfato: captaron la reacción del país ante la evitable desgracia de Los Olivos –basada en ese arraigado desprecio entre peruanos–, y decidieron aprovecharla.

 

Pero la campaña ha resultado un total despropósito: además de su obvio mal gusto y equivocado tono, inculpatorio y amedrentador, el mensaje es flagrantemente divisorio. El ciudadano “bueno” contra el ciudadano “malo”, ahora culpable de la desgracia. Por si esto fuera poco, las acusaciones explícitas en el mensaje –que salir de casa o visitar parientes equivale a intentos de asesinato, nada más y nada menos– no tienen base en la realidad o la ciencia.

 

El peso que no puede cargar nuestro remedo de sistema de salud –resultado de décadas de abandono consciente y deliberado–, no es transferible al ciudadano.

 

¿Con qué sustento científico podría asegurarse que la gravedad de la pandemia en el Perú se debe a la indisciplina de la gente? ¿Dónde están las evidencias? Medio Perú parece convencido de este enorme y muy conveniente absurdo. Conveniente, pues mientras más se infle y exagere la peligrosidad de este coronavirus y la supuesta “responsabilidad de la gente”, menos responsabilidad tienen el gobierno de turno y el caduco modelo económico imperante.

 

La organización del miedo

 

Pero el debate en redes también discurrió hacia el interesante tópico del miedo como herramienta de “ingeniería social”. Habríamos preferido calificar dicho asunto como “controversial”, pero no parece existir tal controversia. En su lugar, muchos de los comentarios en redes, acerca de la campaña propagandística de Martín Vizcarra, señalaron que: “lo importante es que funcione”.

 

Debemos señalar que el miedo, como forma de control, no es un instrumento precisamente democrático, por mucho que las potencias representantes de este orden se esmeren en emplearlo de manera sistemática desde hace unos cien años.

 

“Claramente, el miedo es el eje principal de la campaña…”, dijo el periodista Marco Sifuentes en su programa de YouTube, “…y nos guste o no, hay evidencia y experiencia que sustentan esa elección”. Esta peculiar lógica sugiere que aquello que funciona es válido, así de simple.

 

“Es horrible decir esto, pero una campaña de shock”, continuó, “era necesaria hace meses… no porque seamos peruanos, esto se ha probado que funciona en España, Australia, México, Argentina…”.

 

¿Cuánto se asustó a la gente en los países que han podido sortear la crisis antes de que se convirtiera en un desastre? ¿Esas técnicas “para modificar la conducta”, no provienen justamente de lugares como Reino Unido o Estados Unidos, los que peor han encarado la pandemia? Claro que sí, son las técnicas con escasa base científica de la “economía conductista”, propuestas por un exempleado de Barack Obama llamado Cass Sustein, luego de la crisis económica de 2008; en parte, para abaratar los costos de una administración pública arrojada a la “austeridad”.

 

Otros opinantes en las redes pusieron en duda la efectividad del miedo para cambiar o guiar la conducta de la gente, pintando la técnica como anticuada u obsoleta. Desgraciadamente, la evidencia de la efectividad del miedo para influir en la conducta humana no podría ser más abundante. El uso del terror, el pánico, la ansiedad, el estrés y todo un rango de emociones que la propaganda suele suscitar, no se debería discutir o criticar en función de su eficacia o inutilidad, sino por su carácter poco ético y marcadamente antidemocrático.

 

Así como matar en nombre de la paz es un sinsentido, tampoco se puede manipular al ciudadano de manera sistemática y fingir que se vive en democracia. Realizar una campaña de propaganda con el fin explícito y deliberado de producir miedo, pánico o culpa, en el receptor del mensaje, y así cambiar una conducta, significa pasar por alto no solo su inteligencia y juicio, sino su derecho a informarse objetivamente y tomar decisiones razonadas con respecto a un problema común. No veo cómo una emergencia podría alterar este principio fundamental.

 

Asustar y contar historias de miedo es infantilizar a la ciudadanía. Significa descartarla como agente capaz de velar por su propia seguridad e intereses, reemplazándola por una pequeña élite de “expertos” que considera válido y ético tratar al ser humano como Pavlov a su famoso perro, convirtiéndolo en un manojo de reacciones mecánicas.

 

En esa línea, el científico social Harold Lasswell, un pionero en el estudio de la propaganda, señaló –allá por la década del 30 del siglo pasado– que los gobernantes no debían caer en “dogmatismos democráticos”, como los que sugieren que “los hombres son los mejores jueces de sus propios intereses”. Las masas debían ser arreadas y azuzadas mediante campañas de propaganda, dirigiéndolas hacia aquello decidido previamente por la élite.

 

Esta forma de llevar una democracia, mediada por la propaganda, persiste hasta nuestros días.

 

Como decía Edward Bernays, otro pionero fundamental, la propaganda es la “poderosa ayuda” que las élites encontraron para “influenciar a las mayorías”. “Se ha comprobado (que es) posible moldear la mente de las masas para que estas dirijan su recién ganada fuerza en la dirección deseada”, aseguraría Bernays, sobrino de Sigmund Freud, en 1928. La recién ganada fuerza de esas masas se encontraba, justamente, en el sufragio y la escolaridad universales, avances amenazantes para la vieja aristocracia.

 

Nos estamos refiriendo a tendencias ideológicas y sucesos que vieron la luz hace por lo menos un siglo, pero que permanecen desconocidos incluso por quienes se especializan en las distintas ramas de la comunicación. Por eso, al hablar de propaganda y del empleo del miedo como herramienta para modificar la conducta de la gente, es raro encontrarse con opinantes o interlocutores que citen cualquier antecedente relevante, como si estuviéramos ante algo recién parido.

 

Para quien escribe, esto es como viajar a un universo paralelo en el que la historia de la propaganda y la guerra psicológica recién empezó en 2016, con Trump y las “fake news”.

 

Claro que hay culpa

 

El ciudadano puede cargar con varias culpas, pero la más importante será siempre tolerar niveles de corrupción como los que tiene el Perú y vivir subordinado a un orden abiertamente mafioso.

 

Tolerar que toda la riqueza producida en el país se concentre en pocas manos, siguiendo los lineamientos de un proyecto político que nunca fue más que propaganda y eslóganes baratos. Ellos solo convencen a adolescentes superfluos, quienes –paradójicamente–, confunden el servicio al poder detrás de su liberalismo económico con “rebeldía”. Para estos jóvenes, defender el statu quo es toda una revolución.

 

Es nuestra culpa no entender que en una democracia el poder está en el ciudadano. Si no es así, estamos ante una democracia de fachada. Debemos comunicarle de manera muy clara, a la élite de los monopolios, los cárteles farmacéuticos y los paraísos fiscales –y a sus empleadillos en el gobierno–, que la corrupción, así como una repartición de la riqueza abiertamente abusiva, no serán toleradas por otros dos siglos.

 

Publicado en Hildebrandt en sus trece el viernes 04 de set.

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/208819
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