La planificación democrática de una salida a la crisis

03/09/2020
  • Español
  • English
  • Français
  • Deutsch
  • Português
  • Opinión
-A +A

El agotamiento del patrón de acumulación neoliberal a nivel global, agravado por la pandemia del COVID-19, ha sumido al capitalismo en una depresión severa. Una salida de mercado conducirá a una mayor concentración de la riqueza y empobrecimiento de las masas trabajadoras, quienes terminarán cargando con los costos de la crisis. Solamente planificando democráticamente una respuesta que priorice las necesidades inmediatas y futuras de la comunidad, será posible gestionar la crisis con inteligencia y humanidad.

 

Si las soluciones ignoran el problema de fondo, se convierten en recetas desconectadas de la realidad sufriente de la gente. Las respuestas dominantes debatidas en Panamá han sido variantes entre paquetes neoliberales o neokeynesianos, cuya diferencia concreta es el monto y repartición del rescate, es decir, si hay que gastar mucho o poco con relación al PIB en obras e incentivos, y si es más efectiva una redistribución regresiva o progresiva de los dineros para reactivar la economía. Es un debate entre una austeridad procíclica que reduzca el gasto gubernamental o un estímulo anticíclico que fomente la demanda.

 

Las propuestas aparentan ubicarse en extremos opuestos, entre mayor o menor intervención estatal y deuda pública, pero terminan siendo dos caras de una misma apologética ya que sus fines son idénticos: salvar al sistema a toda costa. Comparten la peligrosa ficción que bajo los estímulos adecuados los actores económicos reencauzarán al mercado a un estado de supuesto equilibrio óptimo. El resultado termina dependiendo de las reacciones atomizadas de empresarios y consumidores salvaguardando sus intereses particulares, y no de decisiones tomadas en conjunto a partir de una realidad material compartida. He ahí el problema.

 

El mercado opera según una lógica de regulación turbulenta, donde no existe el equilibrio, solo una guerra despiadada entre capitales subordinada a la rentabilidad. La tendencia es clara en las crisis capitalistas: se impone el gran capital, a costa de un sacrificio humano incuantificable, destruyendo valor hasta restaurar la tasa de ganancia mediante el quiebre y remate de las empresas más débiles y el aumento masivo de la desocupación y precariedad junto a una disminución de los salarios. Cualquier marco regulatorio y paquete de incentivos, sea de inspiración neoliberal o neokeynesiano, será aprovechado por las empresas más poderosas para torcerlo a su favor.

 

Los esfuerzos redistributivos, mediante rentas vitales, moratorias e impuestos progresivos, son necesarios, pero insuficientes, mientras impere la lógica del mercado, donde manda el dinero, no la vida. En una situación crítica con una pandemia desatada, cada recurso debe usarse de la manera más racional posible si hemos de proteger la vida de la población, por lo que la única respuesta coherente es la planificación democrática. Hay que asumir el control de la economía y ponerla al servicio del interés general de la comunidad.

 

La planificación democrática es un proceso participativo de toma de decisión sobre el uso de los bienes comunes. Se organiza la fuerza de trabajo y medios de producción disponibles en función de objetivos establecidos colectivamente a corto, mediano y largo plazo. Se basa en la cooperación, no la competencia, con las empresas y trabajadores cumpliendo un papel preestablecido dentro del plan. La eficacia y eficiencia de la planificación se mide no a partir del lucro, sino de la satisfacción de las necesidades humanas.

 

Al planificar estamos coordinando directamente las decisiones que normalmente se toman de manera fragmentada en el mercado, la oferta y demanda de bienes y servicios, para asegurar estemos produciendo e importando lo que necesitamos para el consumo de las personas que más lo necesitan. Planificar permite conectar capacidades con necesidades de manera directa. A lo largo de la historia se han ensayado distintas variantes de planificación, que han probado ser efectivas en tiempos de guerra y para la industrialización de economías subdesarrolladas, pero que han estado limitadas por la ausencia de gestión democrática.

 

El proceso es democrático en la medida los afectados por las decisiones tienen el poder de tomarlas, sobre la base de información objetiva que expresa la realidad material de los distintos sectores, con la agregación de sus preferencias por medios deliberativos y tecnológicos. Desde obreros y cuidadoras, hasta cuentapropistas y agricultores, las voces de quienes sufren la crisis deben decidir las prioridades.

 

Esas decisiones se traducen en objetivos y metas por cumplir en toda la cadena productiva, medidas científicamente por indicadores y supervisadas socialmente con transparencia, para que podamos evaluar y ajustar participativamente la planificación en tiempo real. Como esta información es incompleta y cambiante, el ajuste se realiza mediante la evaluación permanente de los resultados.

 

La planificación debe abarcar todo el proceso productivo, regulando racionalmente la producción, distribución, cambio y consumo. Al planificar la cadena de forma integral, se asegura la coherencia y complementariedad entre los eslabones, distribuyendo en proporción a la capacidad y necesidad los costos y beneficios, evitando se transfieran desigualmente los impactos y mitigando los conflictos por intereses contrapuestos.

 

En la producción e importación se determinan que bienes y servicios necesitamos, en que cantidad y a que costos, en la distribución se regulan las ganancias y salarios, incluyendo intereses y rentas, en la comercialización los precios de venta, y en el consumo el racionamiento. Regular el proceso en su conjunto permite evitar la especulación, desabastecimiento, acaparamiento, usura y despilfarro, todos males que se agudizan en tiempos de crisis. No es fijar rígidamente precios, es gestionar recursos dinámicamente en función de circunstancias cambiantes, redistribuyéndolos entre ramas, empresas y trabajadores.

 

Maximizar los beneficios de la planificación requiere coordinar de manera consciente una división social del trabajo funcional a la realidad, que incorpore la mayor cantidad de trabajadores formales e informales. Ni la más mínima capacidad humana se puede desechar, aprovechando todo el potencial productivo existente, para producir y distribuir la mayor cantidad de riqueza posible. Es la garantía del derecho al trabajo como eje central de la salida a la crisis.

 

Pero no estamos solo ante el reto de la asignación de recursos existentes, que, dentro de un endeudamiento creciente, nos llevaría al estancamiento, y la correspondiente agudización de conflictos por la apropiación de excedentes cada vez menores. Tenemos la tarea de planificar las inversiones futuras, democratizando, diversificando y dinamizando la capacidad productiva en Panamá, lo que implica rebasar las barreras estructurales que nos impone la forma transitista como se ha organizado la economía panameña. Hay que ir a la raíz del problema.

 

En última instancia, la condición decisiva para la planificación son las relaciones de producción, ya que solo se puede planificar sobre lo que se tiene poder. La comunidad debe asumir la posesión y aprovechamiento de la posición geográfica y los activos estratégicos del país, poniéndolos al servicio del desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo, bajo formas de gestión democráticas que permitan crear y compartir riqueza entre todos. Nuestro deber es disputar el futuro, abriendo las puertas a la transición hacia una nueva sociedad, donde seamos nosotros, los seres humanos, y no el capital, quienes definamos nuestro destino.

 

Richard Morales

Economista político

moralespanama@gmail.com

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/208776?language=en
Suscribirse a America Latina en Movimiento - RSS