El resurgimiento americano que no logró Trump

29/07/2020
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Los desenfrenos de Trump encubrieron sus fracasos. No logró recuperar la economía estadounidense, ni frenar el desafío chino. Tampoco consiguió la neutralidad rusa o el sometimiento de sus socios occidentales. Ni siquiera la renovación del tratado bilateral que impuso a México inició la recaptura de América Latina.

 

Confrontó con un adversario muy distinto a la Unión Soviética, evitó poner a prueba el poder imperial y disfrazó sus vacilaciones con bravuconadas. Eludió invasiones y no pudo derrocar al chavismo.

 

El caos de su gestión socavó sus pretensiones autoritarias y las agresiones contra los latinos afectaron la sumisión de la derecha regional. Terminó afrontando una revuelta de los afroamericanos que converge con las luchas populares del hemisferio. Su impotencia salió a flote en la pandemia y la clase dominante definirá si relanza o sustituye su proyecto.

 

Trump concluye su presidencia con tres crisis simultáneas que jaquean su ambición de otro mandato. La pandemia, la depresión económica y la rebelión de los afroamericanos han trastocado el escenario electoral.

 

El magnate ejerció una presidencia disruptiva que transgredió todas las normas. Demolió la sobriedad, exaltó la grosería, extremó la fanfarronería e instaló un inédito desorden en los asuntos públicos. Su alocada confianza y su comportamiento patotero desconcertaron a los analistas.

 

Se generalizó la imagen de un insano sin brújula, que insulta dignatarios, humilla jefes de estado y viola todos los compromisos. Pero esa constatación no alcanza para entender el contexto actual. Se necesita una evaluación serena de los propósitos y resultados de su gestión en el terreno económico y geopolítico, tanto a escala global como regional.

 

OBJETIVOS Y ESTRATEGIAS

 

Trump buscó utilizar el poderío geopolítico-militar de Estados Unidos para recuperar el liderazgo económico de su país. Con esa finalidad encaró durísimas negociaciones para extender al plano comercial, los privilegios monetarios que mantiene el dólar. Intentó revertir el enorme déficit de intercambios con 100 naciones, reclamó ventajas para las exportaciones y penalidades para las importaciones. Presentó esa demanda, como una insólita reparación al trato internacional injusto que afronta el coloso del Norte.

 

Con ese disparatado argumento motorizó una virulenta agenda mercantilista y tensó la cuerda de todas las tratativas. Propició acuerdos bilaterales sustitutivos del multilateralismo y cuestionó ciertas normas del libre-comercio. Pero impulsó ajustes en los convenios vigentes y no un retorno al viejo proteccionismo.

 

Trump eligió esa estrategia para remontar el declive industrial estadounidense. Intentó aprovechar las ventajas que la primera potencia conserva en las finanzas y exigió mayor preponderancia para los bancos, los bonos del Tesoro, Wall Street y la FED.

 

También buscó preservar la supremacía tecnológica, mediante crecientes exigencias de cobro por los derechos de propiedad intelectual. Reclamó nuevas retribuciones por las patentes, para acrecentar las ganancias capturadas con la comercialización de esos servicios (Roberts, 2018).

 

Con ese control de la financiarización y del capitalismo digital, Trump esperaba forjar un nuevo equilibrio entre los sectores globalistas y americanistas de la clase dominante. Apuntaló los negocios de las empresas con cadenas de valor en otros países e incentivó también la recuperación de las compañías locales, afectadas por la competencia mundial.

 

El primero grupo reúne a los gigantes del comercio, las finanzas, la tecnología y la comunicación (Microsoft, Google, Facebook, Amazon, City-Group, Wall Mart). El segundo sector aglutina a los proveedores del Pentágono, las petroleras, los sojeros y las empresas centradas en el mercado interno (Lockheed, General Dynamics, Exxon, Chevron, General Electric, Bank of America) (Dierckxsens; Formento; Piqueras, 2018).

 

El proyecto neoliberal es compartido por ambas fracciones, pero los globalistas habitualmente sintonizan con la cúpula del Partido Demócrata y los americanistas con el establishment republicano. Clinton apuntaló al primer sector y Bush Jr. al segundo. Obama retomó el favoritismo por los mundialistas y Trump pasó de la marginalidad americanista a la defensa de todo ese segmento (Merino, 2018).

 

Cuando alcanzó la presidencia cumplió sus compromisos con el sector siderúrgico, el complejo industrial-militar y las corporaciones industriales, pero abrió también su gabinete a Wall Street y los globalistas. Las disputas entre ambos grupos se dirimieron en bataholas y cambios de ministros.

 

Para recuperar la primacía estadounidense Trump combinó protección local con negocios mundiales. Promovió la guerra comercial y las barreras arancelarias, sin obstruir el libre flujo de capitales que enriquece a los financistas. Preservó especialmente las redes digitales globalizadas que necesitan las firmas de la alta tecnología. Restringió el mercado americano para los rivales foráneos, pero sostuvo la primacía del dólar en una economía internacionalizada.

 

Trump apostó a forzar la sumisión de los países competidores. Trató de revertir las negativas consecuencias de la globalización, que Estados Unidos encabezó con resultados desfavorables. La primera potencia no pudo remontar su pérdida de posiciones y quedó expuesta al arrollador avance del desafiante chino.

 

La contención del rival asiático fue la prioridad del magnate. China bordea el pedestal de la economía mundial, al cabo de varias décadas de asombrosas tasas de crecimiento e inversión. Trump puso fin a la amistosa relación con un socio transformado en competidor, que ahora batalla por la hegemonía mundial.

 

El freno de China es el principal objetivo de todo el establishment de Washington. Trump tomó la delantera con una brutal pulseada en el terreno comercial. Exigió a Xi Jinping la reducción del déficit comercial y obtuvo ciertas concesiones, pero utilizó cada tregua para relanzar las hostilidades. Presionó al máximo y cantó victoria ante cualquier resultado. Disfrazó siempre sus agresiones con pretextos de seguridad nacional y acusaciones de piratería. Buscó sobretodo frenar el avance tecnológico de China en la transmisión de datos (5G) y la inteligencia artificial (Agenda 2025).

 

Trump trató de repetir con el gigante oriental el sometimiento que Reagan logró con Japón en los años 80. Ese país fue obligado a restringir exportaciones, revalorizar el yen y financiar el Tesoro estadounidense. Esa subordinación condujo a un estancamiento de la economía nipona, que persiste al cabo de varios experimentos fallidos de reactivación keynesiana (Roberts, 2016: (173-184).

 

El magnate también buscó afianzar las ventajas de Estados Unidos sobre Europa. Aprovechó la existencia de un aparato estatal unificado, frente a competidores transatlánticos que no logran extender su unificación monetaria al plano fiscal o bancario. Esa carencia de poder estatal explica la reacción débil y tardía de Europa frente a la crisis del 2008. Washington definió expeditivamente, los socorros que tramitó Bruselas en forma tortuosa. Esa pesadez potenció las tensiones generadas por los excedentes comerciales y las acreencias financieras, que acumula el Norte a expensas del Sur del Viejo Continente (Lapavitsas, 2016: 374-383). Trump incentivó esas fragilidades para impedir cualquier desafío europeo.

 

Bajo la apariencia de una gran improvisación, el ocupante de la Casa Blanca concibió un ambicioso plan de recuperación de la economía estadounidense. ¿Qué logró en cuatro años?

 

MAGROS RESULTADOS

 

La estrategia de Trump dependía de la disciplina de sus aliados (Australia, Arabia Saudita, Israel), la subordinación de sus socios (Europa, Japón) y la complacencia de un adversario (Rusia) para forzar la capitulación de otro (China). Pero el magnate no consiguió esos alineamientos y el consiguiente relanzamiento de la supremacía norteamericana falló desde el principio.

 

La confrontación con China fue su principal fracaso. Las amenazas no amedrentaron al dragón asiático. La acotada reducción del déficit comercial que obtuvo con la guerra de aranceles, no revirtió las desventuras de la economía estadounidense. El tablero previo se mantuvo. China aceptó mayores compras y menores exportaciones, pero no permitió la apertura financiera y el frenó de sus inversiones tecnológicas.

 

La ofensiva de Trump debió lidiar con las propias consecuencias de sus bravuconadas arancelarias. Traspasado cierto techo, las tarifas aduaneras impactan sobre los precios y la productividad estadounidense, que depende de la importación de insumos baratos. Además, las represalias afectan seriamente a las empresas yanquis radicadas en Oriente. China es el principal mercado para el agro y para varias ramas manufactureras. Los puestos de trabajo que podrían restaurarse con protección aduanera son amenazados por esa pérdida de adquirientes en Oriente.

 

La batalla comercial tiene efectos tan contradictorios, como la revaluación del yuan que exige Trump. Esa valorización potencia una divisa que aspira a disputar el señoreaje internacional del billete norteamericano. Además, China no acepta acomodar su política monetaria a los reclamos de un deudor, que ha colocado el grueso de sus títulos en los bancos asiáticos (Hernández Pedraza, 2018).

 

El presidente millonario logró el visto bueno formal de sus aliados, pero no el acompañamiento requerido para la batalla comercial contra China. Ningún socio resignó los negocios lucrativos con el gran cliente asiático. Israel vende armas y tecnologías a Beijing, Arabia Saudita coloca excedentes petroleros y tanto Canadá como Australia mantienen intensos intercambios con el gigante oriental (Poch, 2018).

 

Las dificultades para arrastrar a Europa a la confrontación con China fueron semejantes. Pero el deterioro de la relación transatlántica fue detonado por disputas más directas con el Viejo Continente. El trato agresivo del magnate hacia Europa llegó a incluir, por ejemplo, ofertas coloniales de comprar Groenlandia con su población incluida.

 

Algunas demandas estadounidenses fueron satisfechas. Francia enmendó su proyecto de ‘tasa Google’, Alemania redujo exportaciones para mantener su tajada en el mercado automotor y varios integrantes de la Unión Europea aceptaron adquirir más soja o gas americano. Adoptaron la misma tónica conciliadora de Japón, que accedió a una mayor apertura de su mercado interno. Pero ningún miembro de la coalición occidental renunció a los contratos con China o a su participación en la Ruta de la Seda.

 

Los conflictos escalaron con la demanda estadounidense de ruptura comercial con Irán. Las grandes multinacionales de Francia y Alemania (Total, Renault, Volkswagen, Siemens, Daimler) vetaron la pérdida de mercado persa que exigía Washington.

 

El choque en curso por el gasoducto Nord Stream 2 que enlazará a Rusia con Alemania es mucho más serio. En defensa de los proveedores norteamericanos de gas licuado, Trump conspira con sus vasallos (Ucrania, Polonia) para impedir la inauguración de una obra casi concluida. El reciente ultimátum de sanciones legales a las empresas europeas, coloca a Alemania en la disyuntiva de capitular o confrontar con Washington. ´

 

Frente a tantas tensiones Trump buscó asegurar la alianza con Inglaterra apuntalando un Brexit definitivo. Pero ni siquiera obtuvo la lealtad de los británicos, que juegan su propia partida en el mundo. Las frustraciones del mandatario yanqui aumentaron con la fallida alianza que propiciaba con Rusia para doblegar a China. Sus coqueteos con Moscú fueron internamente torpedeados por el establishment diplomático de Washington. Ese boicot facilitó el acuerdo defensivo que finalmente concertó Putin con Xi Jinping.

 

Esta sucesión de fracasos quebrantó el proyecto de restaurar la “grandeza americana” a costa del resto del mundo. Trump sólo logró inducir un alivio de la coyuntura, preservando todos los desequilibrios de la economía. La pérdida de competitividad industrial persistió, con mayor deterioro del medio ambiente por la renovada explotación del carbón y el shale-oil. La desregulación financiera acentuó los riesgos de nuevas burbujas y la retracción de ingresos por los beneficios impositivos concedidos a los grandes capitalistas agravó el déficit fiscal (Fernández Tabio, 2018).

 

Trump se estrelló con los mismos obstáculos que afectaron a sus antecesores. Su verborragia y pedantería no tuvieron efectos mágicos sobre la economía. Esa carencia de resultados salió a flote en la crisis que precipitó la pandemia. El desempleo, la caída del PBI y los anticipos de quiebras vuelven a situar a Estados Unidos en el centro de la tormenta. Las bravuconadas ya no disimulan la impotencia que ha caracterizado a su gestión.

 

OBSTÁCULOS EN AMÉRICA LATINA

 

Trump recordó, que, para recuperar primacía en el mundo, Estados Unidos necesita exhibir poder en su propio hemisferio. Por eso asfixió a los países latinoamericanos con paquetes recargados de mercantilismo (Guillén, 2018).

 

Priorizó el incremento del superávit comercial. Con excepción de México, la balanza del intercambio con la región es ampliamente favorable a Estados Unidos. Para aumentar ese excedente exigió crecientes compras y estableció nuevas restricciones a las importaciones.

 

Presionó a la Argentina con la elevación del arancel al biodiesel y difundió una lista de doce naciones infractoras de las normas de propiedad intelectual. A Brasil no sólo le impuso limitaciones al ingreso del acero y el aluminio. Demandó también la presencia norteamericana en el negocio aeronáutico y en las licitaciones de obra pública manejadas por empresas locales.

 

El magnate puso la lupa en la contención del intercambio comercial de China con América Latina. Ese flujo se multiplicó por 22 veces entre el 2000 y el 2013 y alcanzó en 2017 más de 250.000 millones de dólares. Cada año se tramita la incorporación de algún nuevo país a los convenios de libre-comercio, que ya firmaron Ecuador, Perú y Chile. Beijing ofrece las inversiones y los créditos que retacea su competidor del Norte.

 

Trump intentó repetir con China la política de presión utilizada para disuadir la presencia europea. El Viejo Continente negocia tratados con varios países (México, Chile) o bloques (MERCOSUR), pero sin disputar primacía con Washington. España afrontó ese techo en la última década. Las tajadas que el capitalismo ibérico obtuvo en las finanzas, las telecomunicaciones y la energía a través de las privatizaciones encontraron un serio límite. Pero ese antecedente no cuenta frente a China, que confronta con Estados Unidos a otra escala regional y mundial.

 

El descarnado negociante que maneja la Casa Blanca buscó motorizar en la región los tratados bilaterales que sucedieron al fracaso del ALCA. Ese proyecto continental de libre comercio quedó sepultado en la cumbre de Mar del Plata (2005). El camino estadounidense -para acaparar recursos naturales y colocar excedentes- fue desde entonces sustituido por los convenios bilaterales. El gigante yanqui comenzó a negociar acuerdos muy favorables con interlocutores débiles y dispersos.

 

Obama incentivó esos tratados, pero aspiraba a retomar el sendero multilateral mediante otra versión del ALCA (TPP). Trump frenó ese rumbo por presión directa del sector americanista, que exigió barreras específicas en la industria (acero) y el agro (azúcar). Pero ese curso no obstruyó los negocios del segmento globalista. El equilibrio entre ambos grupos se verifica en el nuevo tratado T-MEC con México y Canadá, que sustituyó al TLCAN.

 

El histriónico mandatario suscribió esa renovación luego de una intensa campaña de insultos, contra “el peor acuerdo comercial de la historia”. La nueva versión fue redactada para satisfacer las heterogéneas necesidades de las compañías yanquis.

 

Los americanistas de la industria automotriz lograron incrementar la porción de fabricación en suelo estadounidense (Merino; Bilmes, 2020). Sus pares del agro consolidaron la demolición del cultivo local de granos y oleaginosas. México ya importa el 45% de sus alimentos y consume volúmenes siderales de las sobras que acumulan las cadenas gringas (Hernández Navarro, 2020).

 

Pero también los globalistas de los servicios (Big Data) consiguieron su parte, con las restricciones a las transferencias internacionales de datos. A su vez las empresas farmacéuticas impusieron protecciones adicionales a las patentes y licencias.

 

Todas las firmas estadounidenses lucrarán, además, con las barreras introducidas a las empresas alemanas y japonesas y con el renovado sometimiento de México. Ese país continúa padeciendo bajas tasas de crecimiento, desempleo, desarraigo rural, contaminación del medio ambiente y explotación de la fuerza de trabajo.

 

El nuevo convenio también eliminó el arbitraje independiente, para dirimir los conflictos provocados por las empresas yanquis. Qué López Obrador haya evitado la apertura del sector energético y la desregulación de PEMEX no compensa esos perjuicios y sus elogios a Trump han sido patéticos.

 

El T-MEC retrató en forma acabada los objetivos de Trump. Cambió el nombre del acuerdo, para acentuar su condición de tratado amoldado al dominador del Norte. El convenio buscará reducir el déficit comercial estadounidense a costa de las compañías asiáticas y europeas, que exportan desde México a Estados Unidos. La suscripción del acuerdo fue una excepción en el cúmulo de fracasos del lenguaraz presidente. Pero la reversión del desbalance de intercambios es tan improbable, como la restauración del tercio de empleos manufactureros perdidos en el Medio Oeste.

 

El T-MEC no compensa la continuada presencia regional de China, que continúa ignorando todas las demandas de desalojo, con crecientes exportaciones a Brasil, México, Chile, Perú y Argentina. Trump intentará un freno adicional a través de la letra chica del convenio. Introdujo una cláusula para obstruir cualquier acuerdo comercial inconsulto de México con China. Anticipó esa presión forzando a Brasil a suspender los proyectos bioceánicos con financiación oriental. Impuso, además, el mismo congelamiento en los emprendimientos nucleares de Argentina.

 

Pero no logró extender ese sometimiento al abandono de los grandes negocios con China. Ni siquiera Bolsonaro pudo aceptar las prohibiciones contra al adquiriente del 40% de las exportaciones agro-industriales del país. Los mandatarios neoliberales soportan humillaciones, pero necesitan preservar las lucrativas actividades que Estados Unidos quiere confiscar.

 

Washington sólo exige sumisión frente a las atractivas ofertas de Beijing. Durante la pandemia China, envió los respiradores y medicinas que el tradicional socorrista del Norte acaparó para su propia población. Además, el viejo conflicto de exportaciones latinoamericanas competitivas con el Norte (soja, trigo, petróleo) vuelve a cobrar relevancia, frente a un comprador chino que pondera complementariedades con la economía regional. Por donde se lo mire, también en América Latina falló el proyecto de recuperación hegemónica estadounidense.

 

VACILACIONES DEL IMPERIO

 

La supremacía militar es el principal instrumento que dispone Estados Unidos para intentar la reconquista del liderazgo económico. Con su monumental circuito de bases desplegadas por todo el planeta, el Pentágono es el gendarme del capitalismo.

 

Pero la utilización de esa maquinaria siempre ha dependido de la cambiante capacidad geopolítica detentada por Washington. La belicosidad que prevaleció desde Truman a Kennedy fue sucedida por el replanteo de Nixon, el repliegue de Carter y la contraofensiva de Reagan. El intervalo de Clinton fue seguido por el unilateralismo de Bush y las indecisiones de Obama. Trump emergió en un momento de revisión y procesamiento de derrotas.

 

Sus inclinaciones belicistas saltan a la vista. Relanzó la guerra de las galaxias con un presupuesto récord, retomó las pruebas de misiles y rompió el tratado de desarme nuclear (Armanian, 2019). Garantizó además ganancias récord a los fabricantes de armas, mantuvo los bombardeos en Siria e Irak y ensayó una mega-bomba de alcance inédito en Afganistán (Medea; Davis, 2020).

 

Trump reavivó la obsesión por la seguridad y desplegó una brutal retórica belicista. Pero optó por proclamas distanciadas del universalismo protector. No utilizó la mascarada misionera de la intervención humanitaria y evitó calzarse el disfraz de custodio del mundo libre.

 

Retomó la tradición aislacionista, que presenta la agresión imperial como un favor concedido a los gobiernos desamparados. Subrayó especialmente que esa ayuda debe ser mendigada y remunerada. Destacó que los auxilios prestados por Estados Unidos al resto del mundo tienen un costo, que Occidente debe solventar. Con ese mensaje exigió la financiación europea de la OTAN (Anderson, 2016).

 

El acoso de China fue la prioridad militar del magnate. Complementó las presiones comerciales con un gran despliegue de la flota del Pacífico y exigió la desmilitarización de los arrecifes del Mar del Sur, para quebrantar el escudo defensivo de su rival. Su menú de provocaciones incluyó la detención de directivos de Huawei, el cierre de consulados chinos, la promoción del separatismo del Tibet, la recreación de complots derechistas en Hong Kong y el auspicio del independentismo de Taiwán.

 

Obama anticipó ese giro. Desplazó tropas desde Medio Oriente hacia el continente asiático y buscó integrar a la India al bloque anti-chino conformado con Corea del Sur, Japón y Australia. Trump redobló esa política de asedio que propicia el Partido Demócrata, con el visto bueno de Biden (Smith Ashley, 2018).

 

Pero China disputa el podio de la economía mundial afianzando su poderío militar. Dejó atrás su vieja condición de país periférico y se ubica en las antípodas del protectorado que Estados Unidos mantiene en Japón. La estrecha asociación que a su vez mantiene con la economía norteamericana, transforma a la potencia asiática en un adversario muy distinto al precedente soviético. No es un blanco sencillo para los estrategas de Washington, que deben reconciliar las demandas agresivas del aparato militar con las inclinaciones negociadoras de las corporaciones económicas yanquis (Petras, 2005). Trump no resolvió esa tensión y su estrategia frente a China desembocó finalmente en un coctel de vacilaciones.

 

LIMITACIONES BÉLICAS

 

El magnate carga con la pesada herencia de los fracasos militares legados por Bush. La ocupación de Irak fue un fiasco y Afganistán se transformó en un atolladero. Esas derrotas enterraron los ensueños de unilateralismo y “nuevo siglo americano”. Las secuelas de esa adversidad explican el cauto manejo bélico de Trump. Las invasiones de los marines fueron reemplazadas por la boconería y las pomposas amenazas vía twitter.

 

En Siria el millonario retiró tropas, abandonó a los aliados kurdos, avaló el protagonismo de Turquía y aceptó la preeminencia de Rusia. En Afganistán mantuvo los bombardeos reduciendo efectivos y en Corea del Norte archivó el ultimátum. Enfrentó un antagonista con armas nucleares que no puede ser barrido con los mercenarios utilizados en Libia.

 

Las provocaciones contra Irán han sido más inciertas. Trump jugó con fuego en el asesinato de la principal figura de las fuerzas armadas y en los extraños atentados del estrecho de Ormuz. Pero no aceptó la escalada que propiciaron sus socios israelíes y saudíes. Sostuvo la anexión de Cisjordania y las masacres de los yemenitas, pero no comprometió al Pentágono con otra intervención.

 

Trump sólo alentó guerras locales de bajo costo para testear la reacción de sus enemigos (Petras, 2018). Ya no cuenta con las alianzas globales que tuvo Bush. Varios aliados flaquean en el exterior (Inglaterra, Francia), otros enfrentan resistencias internas a la militarización (Alemania, Japón) y algunos son más proclives a la negociación que a la confrontación (Corea del Sur) (Rousset, 2018).

 

La reticencia a ensanchar los conflictos detonó varios pugilatos palaciegos, como el despido de Bolton o la renuncia de Mattis, que potenciaron la desorientación del alto mando. El magnate priorizó una recuperación económica, que exige la continuidad de la preponderancia bélica sin ningún resultado adverso y en ningún momento logró plasmar esa ecuación.

 

La fallida alianza con Putin dinamitó sus planes. Buscó ese acuerdo con las propuestas de reingreso ruso al G 7 y con el buen trato hacia una potencia, acostumbrada a negociar en las cúspides. Intentó congelar las hostilidades en Ucrania y los misiles en Polonia, pero chocó con el Congreso, los Demócratas y la prensa, que respondieron con un potencial impechment a su condescendencia con Moscú.

 

Trump alentó la habitual alianza con Rusia contra China que suele propiciar el Departamento de Estado, cuando falla la opción inversa. En los últimos años Kissinger favorecía el entendimiento con Moscú para neutralizar a Beijing, en contraposición Brzezinski que motorizaba el acoso a Rusia, para mantener buenos negocios con China. El establishment siempre ha oscilado entre ambas variantes (Gandásegui, 2018). Pero en esta ocasión, las indefiniciones estadounidenses fortalecieron el dique defensivo forjado por Putin con Xi Jinping.

 

El magnate tampoco pudo someter a Europa. La irresuelta exigencia de mayor sostén financiero de la OTAN provocó una seria erosión de la alianza transatlántica. Alemania consolidó su comando de la Unión Europea, con mayores ambiciones de negocios propios y creciente autonomía del padrinazgo norteamericano. Ese distanciamiento se afianzó con el divorcio iniciado por Inglaterra para distanciarse del Viejo Continente.

 

Pero la independencia germana obliga a reconsiderar la gestación de un ejército europeo desligado de Washington. Alemania objeta esa iniciativa, puesto que su carencia de estructuras bélicas colocaría al país en un lugar subordinado. La fractura entre poder militar (Francia) y económico (Alemania) y los divergentes intereses entre los 26 miembros de la Unión Europea impiden forjar un dispositivo militar unificado (Serrato, 2018).

 

El capitalismo europeo no ha podido emanciparse de la tutela bélica estadounidense y por eso acompañó las incursiones de Irak y Ucrania. Pero ha encontrado un significativo espacio para resistir el reclamo monetario de Trump.

 

El mandatario yanqui no consiguió las victorias geopolíticas que hace varias décadas obtuvo su admirado Reagan. Tampoco logró la división del campo enemigo que efectivizó Nixon. Sólo se asemeja a este último personaje, en la enemistad con los medios de comunicación y en los disgustos con la burocracia de Washington. El escandaloso morador de la Casa Blanca evitó un Watergate, pero no la ausencia de resultados de su gestión. Falló en restablecer el poder de fuego imperial que necesita Estados Unidos para recuperar un liderazgo económico.

 

DESVENTURAS EN EL HEMISFERIO

 

Trump reforzó el control imperial sobre América Latina. Mantuvo el equipamiento del Comando Sur de Miami, con fuerzas equivalentes al Golfo Pérsico o al Mediterráneo y afianzó la jefatura de la IV Flota sobre una vasta red de uniformados y agentes del Pentágono. Las bases de Colombia fueron surtidas del aprovisionamiento requerido para acciones de gran alcance y la supervisión del Amazonas se afianzó con los gendarmes de la zona.

 

El belicoso mandatario redobló la presión para liquidar la autonomía militar y el equipamiento diversificado de Brasil. Integró a los generales de ese país al diseño continental de Washington y acentuó la conexión de las fuerzas de seguridad argentinas con la DEA, la CIA y el FBI.

 

La penetración yanqui en las estructuras militares de Latinoamérica se consumó con el manoseado pretexto de enfrentar el narcotráfico. La sangría de México ya ha demostrado que esa excusa sólo encubre la periódica mudanza de plantaciones y guaridas de los carteles. La continuada demanda de narcóticos por parte de consumidores del Norte incrementa los millonarios ingresos de los intermediarios estadounidenses. Las narco-burguesías locales se enriquecen con el negocio que comparten con los financistas gringos del narcotráfico.

 

Trump consolidó un proceso de militarización que ha potenciado la atroz degradación social de Centroamérica. Las guerras mafiosas se desenvuelven con armamento “made in USA” y la complicidad de estructuras estatales infiltradas por las embajadas estadounidenses.

 

Pero la gran prioridad del bocón de la Casa Blanca estuvo localizada en Venezuela. Propició todos los complots imaginables para recuperar el control de la principal reserva petrolera del hemisferio. Instaló asesores en las fronteras, financió la auto-proclamación de Guaidó, ensayó la farsa de la ayuda humanitaria, tanteó una guerra eléctrica y auspició incontables asonadas en los cuarteles. Sólo los intentos de invasión a Cuba han superado ese cronograma de incursiones.

 

El agresor del Norte desparramó también provocaciones para intimidar a las potencias rivales. Retomó la Doctrina Monroe contra la presencia de buques rusos en el Caribe, instalaciones informáticas chinas en Sudamérica o simples visitas de funcionarios iraníes a los países hostilizados. Desplegó ejercicios militares para subrayar su disgusto con esas misiones.

 

Estados Unidos carece en América Latina de apéndices asociados para ejercer el control militar del continente. No cuenta con un socio estructural e histórico que cumpla el rol de Israel en Medio Oriente o Australia en Oceanía. Por esa razón debe mantener su presencia directa en el hemisferio.

 

Esa intervención repite la norma de los últimos cien años. Washington siempre recuerda a las clases dominantes locales quién ejercer la jefatura efectiva en la región. Utiliza un variado menú de cooptaciones, chantajes y amenazas para sostener su primacía, saboteando la conformación de un bloque geopolítico latinoamericano unificado y autónomo.

 

Trump reiteró ese manual del imperialismo con gran nostalgia por las cañoneras de Thodore Roosevelt. Añora las incursiones de Reagan para recapturar Centroamérica y la impudicia de Bush para despachar tropas.

 

Por eso ha intentado exhibir un perfil de brutalidad decisoria contrapuesto al tinte conciliatorio de Obama. Sustituyó la apertura hacia Cuba por el endurecimiento del embargo y reemplazó la distensión inaugurada con la CELAC y UNASUR por la virulencia de la OEA y el Grupo de Lima. En lugar de ponderar la “alianza entre iguales” que realzan los diplomáticos del continente, enrostró a Latinoamérica la superioridad de Estados Unidos.

 

Con estas diferencias de trato Trump mantuvo la política de estado hacia la región, que han compartido todos los mandatarios republicanos y demócratas. El magnate arremetió contra Cuba, frente a un antecesor que no levantó el embargo. Conspiró abiertamente contra Venezuela, ante un precursor que dejó correr el fracasado golpe del 2002. Apuntaló una asonada en Bolivia, que coronó operativos similares aprobados por Obama en Honduras y Paraguay.

 

Con estilos y retóricas muy diferentes, la Casa Blanca siempre apuntala a sus agentes serviles. Trump ha mantenido esa estrategia de larga data, centrada en desplazar competidores externos, anular la autonomía de la burguesía regional y sofocar las rebeliones populares (Morgenfeld, 2017: 359-362).

 

Pero también en este campo emergió un divorcio entre los dichos y los hechos. Las amenazas del magnate chocaron con la imposibilidad de repetir la intervención a Granada (1983) y Panamá (1989) o la última ocupación de Haití (2010), recubierta de rescate humanitario.

 

Su principal fracaso se verificó en Venezuela. En el dramático escenario económico-social que afronta ese país, no pudo derrocar al diabolizado chavismo. El secuestro de la petrolera CITGO o la captura de lingotes de oro (junto a Inglaterra), no diluyeron su impotencia frente al gobierno bolivariano. La agenda imperial afrontó significativos obstáculos en América Latina.

 

SOSTÉN DERECHISTA, CAOS DE GESTIÓN

 

Trump sintoniza con una oleada marrón en el mundo, que condujo a varios personajes indigeribles a la presidencia. Encarna un tipo de liderazgo que ha canalizado parte del descontento social, con la ruinosa situación generada por el neoliberalismo. Frente al techo que encontraron las protestas populares y la ausencia de respuesta de los progresistas, la derecha capturó ese malestar. En Estados Unidos ese round fue ganado por el TEA Party y no por Occupy Wall Street.

 

El desbocado mandatario aunó la base conservadora tradicional de los republicanos en la “América profunda”, con las vertientes reaccionarias más extremas. Retomó el viejo mensaje religioso, homofóbico y racista, con una nueva carga de resentimientos hacia la burocracia de Washington, los impuestos federales y los intelectuales globalizados.

 

El magnate prometió restaurar la gloria en un país decepcionado con la gestión previa. Obama defraudó a los afroamericanos agobiados por los asesinatos policiales y a los latinos, golpeados por un récord de expulsión de indocumentados. También desmoralizó a los verdaderos demócratas, frustrados por la continuidad del espionaje interno y a los asalariados, enojados con la destrucción del tejido industrial.

 

Trump aprovechó un vacío político para hostilizar a los inmigrantes. Exaltó la identidad anglosajona y atacó el multiculturalismo cosmopolita imperante en las dos costas. Desde el sillón presidencial profundizó su burda alabanza a la pureza americana y con una catarata de exabruptos comandó el proyecto derechista más audaz del mundo desarrollado.

 

A diferencia de sus pares europeos logró superar la marginalidad política atrapando una de las grandes formaciones partidarias. No debió lidiar con la ausencia de identidad nacional homogénea o con el temor a corroer la moneda común que impera en el Viejo Continente. Tampoco tuvo que transitar por el tortuoso camino del irresuelto Brexit (Anderson, 2017). Pero esas ventajas no bastaron para consolidar su mandato.

 

Gestionó durante cuatro años una incontable secuencia de escándalos, peleas y despidos. Las memorias que difunden sus despechados funcionarios retratan una administración caótica y sujeta a los caprichos de un imprevisible timonel. Trump se desdijo hasta el cansancio, clausuró y reabrió dependencias, cerró y reinicio el Congreso y estuvo al borde de un desplazamiento por acusaciones de corrupción. Siempre mostró los dientes y subió la apuesta en las feroces internas. Pero el barullo de su administración confirmó su incapacidad para cohesionar un proyecto de reconstrucción imperial.

 

Trump es un reaccionario que auspicia la represión, coquetea con el suprematismo blanco e induce provocaciones paraestatales de las milicias. Pero no forjó un régimen fascista. Ese término es erróneamente utilizado como sinónimo de autoritarismo o insania presidencial (Vasar, 2019). Con esa etiqueta se omite la enorme distancia que lo separa del fascismo clásico de entreguerras.

 

Actualmente no impera un marco de guerras interimperialistas, levantamientos revolucionarios o amenazas comunistas. Las clases dominantes no auspician la reconquista bélica de territorios, el terror para demoler sindicatos o el confinamiento de las minorías. El léxico brutal no define a un fascista (Riley, 2019).

 

El bonapartismo es un concepto más apto para caracterizar al personaje que el mote vacío de populismo. Trump intentó combinar el liderazgo carismático con el manejo unipersonal de un sistema plutocrático. Gobernó en sistemática tensión con la burocracia estable, la cúpula del Partido Demócrata y la elite de la comunicación. Pero no logró construir una jefatura efectiva del estado. Su débil bonapartismo desembocó en simple incoherencia y ausencia de resultados (Cinatti, 2018).

 

El BOOMERANG DE LOS LATINOS

 

Trump desplegó una furibunda agresión contra los latinos. Para movilizar a su base derechista reavivó el imaginario conservador, que atribuye el fin del sueño americano a la afluencia de trabajadores foráneos.

 

Esa mirada identifica el declive del capitalismo yanqui con los flujos inmigratorios, cuando esa corriente genera un contrapeso a esa regresión. Los jóvenes extranjeros compensan el envejecimiento de la fuerza laboral y nutren de cerebros a los sectores más dinámicos. La simplificación chauvinista ignora estos datos, para potenciar la desesperación de los estadounidenses afectados por la precarización y el desempleo.

 

El perverso mandatario incentivó el resentimiento de los blancos empobrecidos contra los latinos, con un viejo libreto de odio de las clases medias hacia los desamparados. Retomó la antigua receta del racismo sureño contra los afroamericanos. Con esa estrategia construyó una base política autónoma para sostener sus insultos contra los latinos “invasores”, “delincuentes” y “violadores”.

 

Trump comenzó su espantosa prédica con una convocatoria a construir el muro fronterizo que debía frenar el aluvión de drogas. Sólo omitió que el grueso los narcóticos ingresa por otra vía. Autorizó redadas para cazar indocumentados en las grandes ciudades, soslayando las plantaciones, que no podrían levantar sus cosechas sin el auxilio de los migrantes (Majfud, 2019).

 

El brutal mandatario llegó al extremo de promover la separación de las familias en los campos enjaulados de la frontera. Durante la pandemia suspendió los visados argumentando que los extranjeros introducen el virus. Pero olvidó que una represalia equivalente cerraría el acceso de todos los estadounidenses al resto del mundo.

 

Muchas diatribas del presidente no traspasaron el universo del verbo. La construcción del muro avanzó lentamente y México no cargó con su financiación. La deportación de dreamers quedó bloqueada por las apelaciones judiciales y la indignación social frenó la separación de padres e hijos indocumentados. Tampoco la publicitada militarización de la frontera redujo las caravanas de centroamericanos, que necesitan expatriarse para sobrevivir.

 

Trump combinó la agresividad interna contra los latinos con el apoyo a la restauración conservadora en toda la región. Buscó recrear la vieja subordinación de los gobiernos serviles al amo imperial. Forjó un enlace especial con tres dinosaurios (Duque, Bolsonaro y Macri) que comparten su miopía derechista y su ceguera neoliberal.

 

El magnate intentó extender a Sudamérica la red de convergencias, que enhebró con personajes tan abominables como Bin Salman o Netanyahu. Esa coincidencia con déspotas y criminales sintonizó con su activo sostén de los golpistas (Añez), los represores (Piñera) y los usurpadores (Lenin Moreno).

 

Pero el renovado sometimiento de sus vasallos no resucitó la vieja dominación yanqui. Ni siquiera los colonizados presidentes de la región pudieron sostener el idilio con un mandatario que desprecia a todos los nacidos en Latinoamérica. Las burlas y desplantes del plutócrata erosionaron el entreguismo nativo, en un marco de coincidentes encuestas que resaltan el abrumador repudio a Trump en toda la zona.

 

Ese rechazo no reconoce fronteras y ha sido potenciado por el fracasado intento de reconstruir el Ministerio de Colonias de la OEA. Todo el empeño que pusieron los trogloditas del Departamento de Estado (Abrams, Rubio, Pompeo) para sustituir los mecanismos autónomos de UNASUR y CELAC por el servilismo del Grupo de Lima tuvieron magros resultados. No lograron forjar coberturas suficientes para la conspiración contra Venezuela, el embargo contra Cuba o el golpismo en Bolivia.

 

Al desconcertar a sus títeres del Sur Trump cavó su propia fosa. Los mensajes de egoísmo nacional sepultaron el disfraz auxiliador del imperio y quebrantaron el sostén geopolítico de su proyecto.

 

REBELIONES EN LA PROPIA CASA

 

El viraje represivo actual en varios países de América Latina es enfáticamente aprobado por Trump. Comparte el despliegue de la violencia estatal contra el descontento popular y aporta especialistas para ese atropello. Ya reactivó los organismos y fundaciones yanquis dedicados a espiar y desorganizar los movimientos de resistencia. Las embajadas han recobrado protagonismo en ese trabajo conspirativo.

 

La tradicional rebeldía de América Latina prende todas las alarmas de Washington. Las sublevaciones que irrumpieron en las últimas dos décadas inquietan a un mandante imperial, preocupado por los rebrotes del ciclo político progresista que disputa con la restauración conservadora.

 

La vitalidad de la lucha social en la región se verificó el año pasado, en una secuencia de batallas que apuntaló victorias y contuvo los retrocesos. Las revueltas desenmascararon en Chile el modelo neoliberal y doblegaron en Ecuador el ajuste del FMI, pero no evitaron el golpe en Bolivia y la persistencia de los atropellos en Brasil. Las protestas sacudieron también a Colombia, Haití y Honduras y la derecha perdió su manejo del gobierno en México y Argentina, pero el ajuste neoliberal se mantuvo en el grueso del continente. La pandemia sólo introdujo un paréntesis en estas convulsiones.

 

Pero lo que nadie previó fue el estallido de enormes protestas en el propio corazón del imperio. La rebelión de los afroamericanos ha convulsionado a las grandes ciudades estadounidenses, con manifestaciones multirraciales contra la impunidad policial. La enorme popularidad de esas movilizaciones neutralizó la reacción represiva de Trump (Catalinotto, 2020).

 

Esa sublevación converge con el rebrote de las huelgas y el gran protagonismo de una nueva generación que renueva la épica de los años 60 (Carbone, 2020). Los estandartes de las marchas (“no puedo respirar”, “las vidas los negros valen”) reavivan la insubordinación y obligan a revisar el legado de la esclavitud. Las iniciativas para arrodillarse cuando se entona el himno nacional o para derribar los monumentos insultantes ilustran ese viraje (Sharon Smith, 2020).

 

La lucha de los afroamericanos es la primera acción callejera de envergadura e impacto internacional luego de la pandemia. Esa reacción tiene un gran impacto sobre América Latina y reconecta las resistencias populares de ambas regiones, al cabo de un prolongado divorcio.

 

La enorme población latina de Estados Unidos podría articular ambos procesos. Los inmigrantes, residentes, descendientes e indocumentados conforman una comunidad vilipendiada por Trump y denigrada por los gobernantes derechistas que forzaron su expatriación.

 

El repudio al presidente más anti-latino de historia americana crea puentes entre el antiimperialismo latinoamericano y el progresismo estadounidense. En el Norte se batalla por un sistema de salud y educación universitaria gratuitos y en el Sur por la redistribución del ingreso y la contención de la hemorragia que provoca la deuda externa. El enorme impacto de Sanders y de los candidatos radicales que lo acompañan ha establecido un nuevo cimiento de convergencia con la izquierda latinoamericana.

 

¿FRACASO PARCIAL O DEFINITIVO?

 

Para lograr la reelección Trump no sólo debe disimular el incumplimiento de sus promesas. Necesita también esconder su irresponsabilidad criminal en el manejo de la pandemia. Con negacionismo e improvisación multiplicó el número de muertes, el récord de contagiados y el caos sanitario. Su figura será recordada por la indiferencia ante las fosas comunes. Ahora decidió forzar el retorno al trabajo y la apertura de los colegios, para crear el clima de normalidad requerido para sostener su candidatura (Davis, 2020). No repara el costo humano de esa aventura.

 

Trump sube la apuesta de provocaciones frente a un adversario demócrata, que ha optado por el silencio para disputar el voto conservador. Busca activar su base de adictos contra ese inmovilismo de Biden. Las encuestas lo desfavorecen, pero construyó su carrera en esa adversidad y ensayará un clima de virulencia electoral para posicionarse en la recta final (Morgenfeld, 2020).

 

El sistema electoral no exige mayoría de votos, sino simple superioridad de delegados y un sufragio con los inconvenientes de la pandemia y el voto por correo favorece todo tipo de tropelías.

 

Pero el imprevisible resultado de esos comicios no modificará el fracaso de su gestión. Sólo determinará el relanzamiento o naufragio de su proyecto. Trump no logró en cuatro años la recomposición de la economía estadounidense. El resto del mundo no sostuvo esa recuperación y el rival chino continuó ascendiendo. Desplegó exhibiciones de belicismo que no compensaron su impotencia en los escenarios de conflicto. Esas limitaciones acotaron el intervencionismo en América Latina y erosionaron su capacidad interna de mando. Ahora confronta con protestas radicales que lo desafían en la calle.

 

Este balance de la gestión de Trump es insoslayable para evaluar lo que podría suceder si gana o pierde en noviembre. Su programa no encarna el capricho de un lunático. Expresa una de las estrategias en juego del poder capitalista, que las clases dominantes mantendrán o corregirán después de la elección.

 

 

28-7-2020

 

REFERENCIAS

 

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Claudio Katz

Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/208155?language=en
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