De cómo llevaron a Brasil al abismo

19/06/2020
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Cierto bicho viene azotando Brasil desde hace un año y medio y sus efectos ahora se entremezclan con los del letal Cov-Sars-2, multiplicando la zozobra. Llamémosle “bolsonavirus”. Quien facilitó el brote de esta cepa fue Sergio Moro, el juez tramposo que encerró a Lula da Silva y poco después fue nombrado ministro de justicia por Jair Bolsonaro, el beneficiario de sus maniobras.

 

Las últimas noticias de Brasil señalan que los constantes choques entre el presidente de extrema derecha y un sistema de justicia que no logra controlar –y que lo investiga a él y a sus hijos– han resultado en un peligroso impasse entre un segmento del ejército brasileño y las instituciones democráticas.

 

Había que sabotear Brasil

 

El ajedrez político –sucio y lleno de “lawfare”– que se jugaron las élites brasileñas para producir el “impeachment” de Dilma Rousseff y el encarcelamiento del candidato presidencial Lula da Silva, dando vida así al fenómeno Bolsonaro, le viene pasando factura a todo su país: el hombre sentado en el Palacio de Planalto no da la talla. Ahora que la nación más grande de Sudamérica se ubica segunda en el número de muertes relacionadas al Covid-19 en el mundo (con aproximadamente 50 mil fallecidos), su negligencia e incapacidad están demostrando ser mortíferas.

 

El alcalde de Manaos, terriblemente afectada por el Covid-19, no se explica “cómo un tipo de tan bajas calificaciones se convirtió en el presidente de 210 millones”. Algo similar ocurrió en Estados Unidos, desde donde hace poco nos llegó la noticia de que su presidente había llegado al extremo de sugerirle a su ciudadanía la ingesta de cloro para combatir un virus. Donald Trump y Jair Bolsonaro se llevan bien. Son síntomas vivientes de esa descomposición social que la opinología neoliberal evade en su inútil protección del statu quo.

 

Pero fue el Departamento de Justicia de Barack Obama y no el de Trump el que, desde 2014, usó Lava Jato, una iniciativa de lucha anticorrupción, como un instrumento de intromisión política internacional. Para el notable medio independiente Brasil Wire, la decisiva participación norteamericana en el reciente “colapso democrático” brasileño –la caída de una seguidilla de gobiernos exitosos y soberanos y la llegada al poder de un líder radical de segunda línea, subordinado a EE.UU.– es lo más importante que ha sucedido en Latinoamérica en las últimas décadas.

 

En recientes conversaciones privadas filtradas por The Intercept, hechas públicas en marzo de este año, se evidencia que los fiscales brasileños del equipo Lava Jato ignoraron las leyes de su país y sus tratados bilaterales con EE.UU. con el fin de ocultarle al Ejecutivo de Dilma Rousseff –incluyendo al mismo ministerio de justicia– la participación norteamericana en el proceso judicial.

 

Como explica The Intercept, la Constitución de Brasil pone en manos del ministerio mencionado toda colaboración internacional, por lo que los fiscales habrían obrado por fuera de la ley al ocultar la asociación. Ese ilegal secretismo fue solicitado por los estadounidenses y era indispensable para sus planes, pues el Partido de los Trabajadores había expresado su voluntad de llevar una política exterior independiente de Estados Unidos: “en sus ocho años en el poder, Lula había trabajado de manera desafiante en construir alianzas regionales y en debilitar la influencia norteamericana en el hemisferio”.

 

También había dinero involucrado: “La relación bilateral resultó en múltiples acuerdos con la fiscalía (de EE.UU.) en los que las compañías (brasileñas) pagaron multas por encima de los $8 mil millones por cargos de corrupción”, explica The Intercept.

 

Según el fiscal brasileño Deltan Dallagnol, mano derecha del entonces juez Moro en la persecución y encarcelamiento de Lula, esos $8 mil millones cobrados por Estados Unidos regresarían a Brasil (por cortesía norteamericana) en la forma de un “fondo para la lucha contra la corrupción”. Si bien la iniciativa de Dallagnol –sin autoridad para decidir sobre ese dinero– sería eventualmente declarada inconstitucional por la Corte Suprema de su país, los chats filtrados sugieren que la idea de traer esos millones a Brasil era una de las razones que los oscuros fiscales de Lava Jato tenían “para mantener felices a sus socios estadounidenses”, como explica The Intercept.

 

Los estadounidenses, provenientes de varias agencias gubernamentales, parecían satisfechos con pasar por debajo del radar de los medios y otros despachos oficiales que no fueran los de Moro, Dallagnol y sus fiscales, quienes pisotearon su Constitución para que la colaboración norteamericana quedara fuera de escena.

 

Gracias a la complicidad del ahora exministro de Justicia Sergio Moro y el entrometido Departamento de Justicia de Estados Unidos se logró, por ejemplo, que la ahora famosa figura de la “delación premiada” ganara el peso de evidencia ante la justicia brasileña, “dando a luz a Lava Jato”, como señala Brasil Wire. El sabotaje en contra del PT y sus importantes logros económicos y sociales incluiría, como no podía ser de otra manera, a destacados militares: cuando un hábeas corpus iba a ser otorgado a Lula da Silva, lo que le permitiría participar en las elecciones presidenciales de 2018, el general Eduardo Villas Boas –comandante del ejército brasileño– salió en televisión amenazando a la Corte Suprema, que terminó negándole el hábeas corpus al petista por un solo voto.

 

Con los escándalos relacionados a Sergio Moro y el servicial fiscal Dallagnol al descubierto (aunque escasamente cubiertos por la prensa corporativa), “la Operación Lava Jato se encuentra ahora desacreditada, expuesta ella misma por la corrupción que decía perseguir” (Brasil Wire, 14/04/20).

 

La soberanía es la clave

 

Lo que explica el accionar norteamericano tiene poco de secreto. Como señaló luego de su retiro el embajador norteamericano para Brasil entre 2009 y 2013, Thomas Shannon, los gobiernos de Lula y Dilma “fueron un obstáculo” para los planes de Estados Unidos en Latinoamérica. Su protagonismo en el grupo BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) y el rechazo de Lula al tratado de libre comercio promovido por EE.UU. en 2005, sumado al éxito político y económico de su gobierno, le granjearon al Partido de los Trabajadores el encono de la gran potencia hegemónica. Lula sacó a 30 millones de brasileños de la pobreza. Eso es sumamente peligroso porque, como bien sabe el lector, la izquierda “nunca ha tenido éxito”.

 

En otro momento decisivo de la historia reciente de nuestra golpeada región, esta vez en Bolivia, el general Williams Kaliman también saldría en televisión para decirle a otro líder de izquierda exitoso, Evo Morales, en el momento más álgido del reciente conflicto político altiplánico, que mejor renunciara.

 

Los resultados han sido parecidos: los actuales líderes de Brasil y Bolivia gobiernan biblia en mano, desde un conservadurismo autoritario, rancio y de derechas, el tradicional último recurso del imperialismo para la región cuando sus opciones menos retrógradas han fallado. El resultado de estos ataques sobre la soberanía latinoamericana suele resultar en gobiernos asesinos y represores –pero también notoriamente incapaces–, como el de Bolsonaro o el de Jeanine Añez, cuyo impopular partido siempre estuvo en los márgenes del escenario político boliviano.

 

Bolsonaro y Añez, podría argumentarse, jamás habrían llegado al poder de manera legítima. Ambos son líderes periféricos, conocidos por atraer a sectores intolerantes, cerrados al debate y racistas; en otras palabras, fascistas de clóset. No podemos olvidar, sin embargo, que este tipo de líderes llegan aupados por la élite corporativa, el poderoso 1% local e internacional. Desde antes de llegar al poder, el candidato Bolsonaro gozó del apoyo del “Council of the Americas”, un importante lobby norteamericano enfocado en Latinoamérica y sus procesos electorales creado durante la Guerra Fría.

 

Para la élite, aquí y allá, la soberanía de una nación tercermundista equivale a la soberanía de millones de seres humanos tradicionalmente relegados a ser ciudadanos de segunda clase, por lo que los Estados que los representan no deben tomar las riendas, no deben hacerse fuertes ni dirigir sus propios destinos de manera independiente. En el Perú lo pudimos ver en los disfuerzos del Grupo El Comercio y otros sectores de la élite local cuando Vizcarra cerraba el peor Congreso de nuestra historia de manera legal. El Estado –idealmente– representa a cada uno de sus ciudadanos y es su herramienta para autogobernarse y generar cambios en su vida y su comunidad. Cuando toma la iniciativa (la Reforma Agraria es otro buen ejemplo), la reacción natural, el reflejo del conservadurismo de derechas, es condenar su accionar, independientemente de que las consecuencias sean positivas o negativas para el país. Detrás se esconde un principio muy sencillo: el Estado no debe actuar nunca, excepto para proteger la propiedad privada. En cualquier otro caso se vuelve sumamente peligroso: las masas desposeídas podrían usarlo para producir cambios radicales (dentro del marco democrático, cómo no).

 

La lógica conservadora sigue una línea como esta: hoy, el gobierno deshace las grandes haciendas y la medieval servidumbre –fenómeno global e indispensable para el desarrollo capitalista–; hoy, el gobierno cierra un Congreso corrupto, comprado por grandes empresarios y delincuentes de toda ralea y rubro criminal, pero, ¿qué pasa si mañana ese mismo gobierno, que ha tomado las riendas en representación de sus ciudadanos, decide expropiarnos o, sin ir tan lejos, empezar a regularnos en beneficio de todos? La respuesta conservadora es fomentar un Estado pequeño, precario, corrupto, capturado y mediocre.

 

-Publicado en Hildebrandt en sus trece (Perú) el 19 de junio de 2020

 

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/207378?language=en
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