“Un gánster en la Casa Blanca”

26/04/2020
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Trump frente ao coronavírus
Foto: Crédito da colagem: Hannah Yoest / GettyImages/Shutterstock
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Si la pandemia provocada por el coronavirus lo permite, los estadounidenses elegirán este año a su próximo presidente. Para Noam Chomsky –a quien le debemos el preciso adjetivo que adorna el título de este texto– el mundo podría no resistir cuatro años más de Donald Trump.

 

La respuesta del republicano al coronavirus viene oscilando entre la torpeza y la negligencia criminal, lo que ha contribuido de manera inequívoca con la rápida consolidación de Estados Unidos como epicentro global de la pandemia. Trump desoyó a científicos y médicos con respecto al virus –tal como ha venido pasando por alto los gravísimos efectos de su política sobre el clima–, saboteando la reacción de un aparato de salud ya de por sí disfuncional.

 

Observando la largamente pospuesta infraestructura que hoy intenta paliar la crisis sanitaria en su país, Chomsky señaló recientemente cómo las políticas de bienestar que se dan por sentadas en la mayoría de países del primer mundo son pública y masivamente vilipendiadas en el suyo:

 

“…tomemos Medicare y otras grandes iniciativas del programa de (Bernie) Sanders, o la educación superior gratuita. A través del espectro ‘mainstream’, llegando incluso a lo que es llamado ‘la izquierda’, esto es condenado como demasiado radical… ello (constituye) un ataque a la cultura y sociedad americanas, lo que uno esperaría de un enemigo hostil. Lo que dice es que es demasiado radical que nos elevemos al nivel de países comparables” (Democracy Now, 17/04/20).

 

Se busca: Nicolás Maduro

 

Ante la imposibilidad de manejar el desastre sanitario producido por el virus tal como lo han hecho otras potencias europeas y asiáticas –Alemania y Corea del Sur han ofrecido sendos ejemplos de prolijidad–, la Casa Blanca ha intentado redirigir la atención del mundo hacia China, que habría “demorado” en alertar al mundo sobre la llagada del coronavirus. Lo curioso es que el presidente estadounidense –y en esto coincidió con su pares británico y brasileño– dejó pasar semanas cruciales sin hacer absolutamente nada, ya bien informado de la irremediable propagación de la amenaza y desestimando cualquier llamado a la acción preventiva.

 

La otra distracción sería la Venezuela “narcotraficante” de Nicolás Maduro. El reciente ofrecimiento de $15 millones por la captura de Maduro, acusado de narcotráfico, es toda una demostración de poder, sobre todo si tenemos en cuenta que las agencias estadounidenses que luchan contra el tráfico de drogas indicaron hace no mucho que el 92% de la cocaína consumida en Estados Unidos viene de Colombia (Colombia Reports, 23/08/17).

 

¿Se imagina el lector a los iraquíes solicitando la captura de George W. Bush o Tony Blair, con posterior juicio en una corte internacional? Las probabilidades se asemejan a las que tiene Haití de conseguir que Francia le devuelva las toneladas de oro que le extrajo a cambio de su independencia en 1825 (y que hoy equivalen a decenas de miles de millones de dólares).

 

Más que gansteril, la idea de Trump de ofrecer dinero en recompensa por Nicolás Maduro nos recuerda la trama de un wéstern. El sheriff de pelo rubio imponiendo su ley más allá de cualquier diplomacia o mediación, revolver en mano.

 

De haber algo de cierto en las acusaciones de narcotráfico chavista, una corte internacional podría zanjar el asunto. Por eso vale la pena recordar la última desventura de uno de esos mediadores independientes, la Corte Criminal Internacional, que suscitó las airadas amenazas de la mano derecha –armada– de Donald Trump, Mike Pompeo. El pasado 5 de marzo, la corte aprobó oficialmente la investigación de presuntos crímenes de guerra cometidos por el ejército estadounidense en Afganistán. Pompeo, con sus ínfulas de aspirante a la Cosa Nostra, aseguró que identificaría a los responsables de esa “politizada investigación… y a sus familias, por si incurren en actividades inconsistentes con la seguridad americana”.

Pero sería injusto atribuirle esa actitud matonesca (exclusivamente) al gobierno de Trump: fue el Congreso norteamericano durante el gobierno de George W. Bush, en 2002, el que aprobó la legislación que le permitiría al ejército de EE.UU. invadir La Haya –esa apacible ciudad en los Países Bajos– si alguno de sus ciudadanos es enjuiciado por esa corte.

 

Piratas modernos

 

En Europa, Emmanuel Macron ordenó una requisa nacional el pasado 3 de abril, confiscando efectivamente millones de mascarillas higiénicas destinadas a España e Italia y perjudicando a varios países vecinos, entre productores y clientes.

 

El 4 de abril un vocero del gobierno alemán, Andreas Geisel, acusó al gobierno estadounidense de desviar 200 mil mascarillas destinadas a la policía de Berlín, en un acto de “piratería moderna”. El hurto se produjo en Tailandia, mientras la carga estaba siendo trasladada entre aviones. Incluso en tiempos de crisis global –observó también el alemán– “no debería recurrirse a métodos del lejano oeste”. Como se informó en esta revista la semana pasada, Pilar Mazzetti también denunció a ese país “muy poderoso” por la requisa de nuestros ventiladores.

 

A esos incidentes se suma la más extendida práctica de ofrecer grandes sumas de dinero por cuanta carga de insumos médicos aparezca en cualquier puerto, independientemente de quién sea su legítimo destinatario. Con “estadounidenses pagando en efectivo, (hasta) tres veces el precio” –según un ejemplo reportado por El País (02/04)–, los cargamentos que iban a una localidad al sur de Francia eran redirigidos al otro lado del Atlántico (y así sucesivamente).

 

La guerra sin cuartel por respiradores, guantes y mascarillas higiénicas –un sálvese quien pueda global–, ha obligado a varios países a ingeniárselas creando rutas de comercio marítimo alternativas y poco circuladas, como en las viejas historias de piratas.

 

Estado de sitio

 

Como Jair Bolsonaro o Boris Johnson, Trump encarna un espíritu contestatario vaciado de contenido. Sus adeptos buscan la reivindicación de tradiciones caducas, de privilegios de casta en vías de extinción, todos vicios de un pasado que no tendría por qué volver jamás.

 

La frustración de ese segmento conservador se expresa en una negación obstinada y casi infantil de la realidad. Toda iniciativa levemente progresista o liberal se basaría en mentiras creadas por la “izquierda”, por el “marxismo cultural”. En sus líderes, esa obstinación se manifiesta en la peligrosa actitud de hacerle oídos sordos a la ciencia y al sentido común –el cambio climático sería para Bolsonaro o Trump un “hoax”, un invento–, lo que los lleva a permitir prácticas extractivas altamente contaminantes que ya habían sido relegadas por sus antecesores y que son constantemente rechazadas por un mundo migrando hacia tecnologías y mercados “verdes”. Para muchos, esas iniciativas representan también la búsqueda de un mundo más humano.

 

Es en ese plano humanitario donde podemos observar dos ejemplos radicalmente opuestos: por un lado, recrudecen las sanciones económicas y los embargos sobre países en vías de desarrollo, sin treguas ni miramiento alguno frente al amenazante brote de COVID-19; por el otro, la eternamente sitiada Cuba envía a decenas de médicos a varios países del mundo, mostrando su solidaridad hacia los más golpeados por el virus, como Italia o España.

 

La unilateralidad abusiva con la que se imponen estos estados de sitio modernos (que están costando vidas humanas ahora mismo) va de la mano con la retirada de EE.UU. del acuerdo nuclear iraní y el acuerdo climático de París –y ahora también de la Organización Mundial de la Salud–, con el auge del “fracking” (fracturación hidráulica del suelo para extraer gas y petróleo) y la suspensión de controles destinados a regular actividades productivas clave para paliar el calentamiento global.

 

Detrás de estas políticas reaccionarias se encuentran los bolsillos privados que financian la política norteamericana e internacional. “Big Pharma” –como se conoce a los monopolios farmacéuticos más importantes del mundo– ha “abdicado del desarrollo de antibióticos y antivirales urgentemente necesitados”, explica el historiador marxista Mike Davis, “…es más lucrativo para ellos producir paliativos para la impotencia masculina que sacar una nueva línea de antibióticos”. No mienten quienes aseguran que la presente pandemia era una guerra avisada, previsible. Para Davis “nada ha sido menos sorpresivo”, pues desde la epidemia de SARS de 2003 varios gobiernos del mundo empezaron a comprobar su capacidad para afrontar una pandemia, encontrando importantes brechas en su infraestructura y una incapacidad crónica para aprovechar, en beneficio de la sociedad en su conjunto, revolucionarios avances científicos (Mada Masr, 30/03).

 

Es suma, el coronavirus encontró a una humanidad globalizada pero dividida, arranchándose las mascarillas en los aeropuertos y mezquinando toda forma de bienestar social en nombre de la austeridad, a pesar de que la riqueza está ahí (en los cofres del 1%).

 

Publicado en Hildebrandt en sus trece (Perú), 24 de abril de 2020.

 

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/206167?language=en
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