En defensa de una democracia efectiva

13/01/2020
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Ayer 12 de enero se dio a conocer una declaración titulada “en defensa de la democracia” suscrita por un centenar de personas, entre las cuales figuran conocidos dirigentes de la ex Concertación. En lo esencial, se trata de un llamado a condenar las acciones de violencia asociadas a la multitudinaria protesta social que se ha venido expresando en las calles del país desde el 18 de octubre pasado y a encauzar y superar el conflicto por el camino institucional surgido del llamado “acuerdo por la paz” del 15 de noviembre.

 

Dicha declaración comienza señalando que “en dictadura luchamos para recuperar la democracia, hoy debemos defenderla … de la violencia irracional o premeditada de sus enemigos”, quejándose luego de las “manifestaciones de violencia y furia contra quienes se empeñan en superar la crisis y avanzar en el proceso constituyente, acordado por una amplia mayoría política, que ve en la paz y en la convivencia civil el camino propio de la democracia” y denunciando, finalmente, como real trasfondo de la violencia, la existencia de “una voluntad calculada o ciegamente impulsiva que pretende profundizar o mantener la crisis que afecta a millones de chilenos y chilenas que desean seguir estudiando, trabajando y realizando sus vidas en un país democrático e institucionalmente seguro”.

 

Llama la atención primero que varios de los firmantes de este llamamiento “contra la violencia” y “a favor de la democracia” son personas que en su momento promovieron y festejaron el derrocamiento del gobierno constitucional del Presidente Allende. Todos los firmantes dicen haber luchado por “recuperar la democracia”, aunque es sabido que durante los años de dictadura muchos de ellos jamás corrieron el más mínimo riesgo en Chile. Personas que luego se allanaron a pactar con la dictadura tras la derrota de ésta en el plebiscito de 1988 y a legitimar esa “transición a la democracia” que sus ideólogos habían concebido de manera tramposa para neutralizar la voluntad popular e impedir que se pudiese materializar en el país cualquier cambio realmente significativo: la llamada “democracia de los acuerdos”.

 

La preocupación que ahora manifiestan se orienta a condenar exclusivamente la violencia que observan como parte de las protestas ciudadanas. ¡Ni una sola palabra, en cambio, para condenar la brutalidad con que ha actuado la policía, dañando severa e intencionalmente la integridad física de los manifestantes! Solo una tibia alusión a la necesidad de que la policía actúe “con mesura e inteligencia, en pleno respeto de la integridad y los derechos humanos de los ciudadanos que se manifiestan”. Como se sabe, la expresión más siniestra, aunque no la única, de esa descontrolada violencia policial han sido los traumas oculares ocasionados a más de 360 personas, causándoles a muchas de ellas una pérdida total o parcial de la visión. ¿En qué otro lugar del mundo ha ocurrido algo parecido? Y tampoco han faltado aquí los maltratos y vejaciones, ni los muertos y heridos a bala.

 

Pero, sin duda, el interés central de quienes firman esta declaración es el de lograr que la crisis actual pueda ser superada a través del “proceso constituyente”, pactado por esa “amplia mayoría política, que ve en la paz y en la convivencia civil el camino propio de la democracia”. Un proceso acordado, recordémoslo, arrogándose una vez más la representación de esa amplísima mayoría ciudadana que ha manifestado masivamente en las calles su profundo descontento, precisamente, con las políticas que a esa misma “mayoría política” le han parecido hasta ahora tan claramente benéficas y convenientes para el país. ¿Y cuál ha sido el camino esta vez pactado por ella? Pues uno concebido ex profeso para impedir nuevamente que el marco jurídico-político sobre el cual descanse la convivencia social resulte ser, en definitiva, una genuina expresión de la voluntad soberana de la nación.

 

¿Qué otro propósito sino ese puede tener el que el organismo constituyente que se elija carezca de todo poder real, no solo sobre la vida política del país sino que incluso para dictar sus propias normas de funcionamiento? ¿Qué otro propósito puede tener que la propia generación de este organismo deba atenerse a las normas electorales actualmente vigentes, las cuales entregan a los partidos políticos legalmente reconocidos la facultad de seleccionar a los postulantes? Y, sobre todo, ¿qué otro propósito puede tener la regla de quorum supramayoritario de dos tercios acordada para la elaboración de todo el articulado de la nueva Constitución, excluyendo además la posibilidad de que los desacuerdos sean dirimidos directamente por la ciudadanía a través de una consulta plebiscitaria?

 

Esta regla de quorum es similar a la que actualmente impide toda reforma significativa de la Constitución que nos rige, como lo evidenció esta semana la votación que tuvo lugar en el Senado en torno al proyecto de reforma constitucional sobre el dominio y uso de las aguas, en que una mayoría de 24 contra 12 resultó insuficiente para aprobarlo. De modo que, de mantenerse vigente como parte del proceso constituyente pactado por esa “amplia mayoría política” como vía para superar la actual crisis social y política, dicha regla de quorum supramayoritario constituirá la artimaña requerida por los poderes fácticos que gobiernan el país para privar todo lo que se haga de un efectivo poder ciudadano para modificar el actual estado de cosas. En otros términos, solo estaremos ante una gigantesca operación de “gatopardismo”, cuyo conocido lema es: “hay que cambiarlo todo para que todo siga igual”.

 

Sin embargo, para ser genuina y robusta, una convivencia social pacífica necesita estar claramente basada en principios y condiciones de real justicia social. De lo contrario, ella solo será expresión de una situación de obligada, y por lo mismo frágil y transitoria, sumisión de los que se ven sistemáticamente atropellados y ninguneados por quienes los explotan, oprimen y discriminan. Por lo tanto, es evidente que si lo que realmente interesara a los firmantes de la declaración que comentamos es el fin de la violencia, sea política o simplemente delictual, sobre todo si ella parece operar ya sin control alguno, para ello no basta con condenarla. Ante todo hay que interrogarse por las causas que la provocan, exasperando a la población, y emprender una acción decidida para erradicarlas.

 

Por lo demás no es efectivo que toda forma de violencia política, por desagradable que ella sea, merezca ser siempre condenada, “venga de donde venga” como suele decirse. De hecho, los pueblos acostumbran incluso a erigir monumentos para honrar la memoria histórica de muchos que en su momento la ejercieron, no para oprimir sino para emanciparlos de tiranías infames y terminar con sus injusticias. Y los chilenos no somos una excepción a este respecto. Por lo tanto la cuestión consiste más bien en distinguir de partida entre una violencia legítima y otra ilegítima, lo cual en definitiva deriva de los fines que se buscan con ella -si agredir o defenderse, oprimir o emanciparse- y de las condiciones específicas en que se la utiliza. Si sus fines son legítimos, lo que siempre será moral y políticamente repudiable es toda forma de violencia innecesaria.

 

Pero, como es obvio, un estallido social tampoco es el resultado de una decisión racional, sino de un descontento ya generalizado y explosivo. Ante ello parece sensato afirmar, como lo hace esta declaración, que “de la violencia y destrucción no emergerá la solución a las justas demandas del pueblo chileno y la nueva Constitución que harán un Chile mejor”. Sin embargo, ¡los hechos parecen indicar exactamente lo contrario! Recordemos tan solo que este estallido social fue antecedido de innumerables manifestaciones de protesta pacífica que han sido sistemáticamente desoídas por esa misma “amplia mayoría política” que ha gobernado el país durante estas últimas tres décadas de “democracia”. Una casta política que siempre hasta ahora ha preferido atender a las demandas de los grandes empresarios e ignorar casi por completo los principales reclamos de la ciudadanía, apostando simplemente al desgaste de sus movilizaciones.

 

Cabe preguntarse entonces, ¿cuál es la responsabilidad que les cabe a quienes se lamentan ahora de la violencia con que irrumpió el estallido social porque esto haya ocurrido? La verdadera crisis que “afecta a millones de chilenos y chilenas” es, insistimos, aquella a la que han conducido las políticas indolentemente acordadas hasta ahora por esa misma casta política que a través de esta declaración nos sermonea ahora diciendo que “democrático es un país en el cual los ciudadanos participan activamente en los destinos de la nación. Democrático es un país que no teme al pluralismo, al debate y a las ideas distintas. Que eleva a principios constitucionales los valores de la libertad, de la solidaridad, y del humanismo laico y cristiano.”

 

Cabe preguntarse ¡en qué país viven estas personas! ¡Ese no es el país que conoce la inmensa mayoría de los chilenos! Además, dicho con toda claridad, democrático es un país en el que el pueblo es efectivamente el soberano, en el que sus representantes no se benefician a sí mismos ni actúan como les da la gana y en el que las leyes son, por lo tanto, una clara y genuina expresión de su voluntad mayoritaria. Nada de eso acontece en el Chile de hoy, en que las campañas electorales son transversalmente financiadas en su mayoría por los grandes poderes fácticos empresariales, en que los políticos suelen apernarse en sus cargos, asignarse sueldos millonarios, con frecuencia junto a toda su parentela, y dejarse sobornar fácilmente. A ello se debe el profundo descrédito en que, a ojos de la inmensa mayoría, ha caído toda la casta política. De modo que los “valores morales” de una cultura democrática no “se han extraviado en medio de la violencia y la intolerancia” sino de la obscena venalidad y corrupción de la propia casta política.

 

Por último, arrogándose con su habitual desparpajo la representación del sentir ciudadano, los redactores de esta declaración, como parte de esa casta corrupta que se ha ganado merecidamente el generalizado repudio de la población, sostiene ahora que “la gran mayoría de chilenos… han escogido el camino del proceso constitucional dentro de las reglas y el respeto democrático”. ¡Como si ignoraran que, hasta ahora, la gran mayoría no ha tenido posibilidad alguna de escoger nada realmente significativo porque esa misma casta política siempre se las ha ingeniado para torcer el veredicto de las urnas y porque frente a los problemas más relevantes se ha negado sistemáticamente a consultar directamente su opinión, optando en cambio por “resolverlos” de común acuerdo entre las cuatro paredes de “cocinas” como la del 15 de noviembre!

 

Es por eso que la mayoría de la ciudadanía ha terminado, elección tras elección, por abstenerse de concurrir a las urnas, sabiendo que su opinión y su sentir no son tomados para nada en cuenta en las decisiones que adoptan las autoridades. Autoridades que a pesar de resultar electas con porcentajes ridículamente bajos presumen haberlo sido con el voto de “amplias mayorías”. Lo que la actual rebelión popular y la profunda crisis social y política que ha provocado ponen a la orden del día es, en cambio, la necesidad de avanzar hacia aquello que la casta política ha motejado insistentemente de “populismo”, esto es hacia una real democratización de la vida política, económica, social y cultural del país.

 

En efecto, una democracia real significa algo muy distinto al pervertido sentido que la casta política le ha endosado a este concepto, como si su esencia consistiese en una mera disposición a negociar y acordar, esforzándose incluso por unir el aceite con el vinagre. No, democracia significa, simplemente, el poder del pueblo, cuyo principio basal no es otro que el de la soberanía popular. El pueblo es el único soberano. En una democracia verdadera es la voluntad popular la que ha de imperar mediante simple mayoría, no la sus eventuales representantes. En una democracia verdadera solo el reconocimiento y respeto a los derechos humanos, incluido el respeto a los derechos políticos de las minorías, escapa al libre juego de mayorías y minorías. En todo lo demás debe primar la voluntad de la mayoría. ¡Es en esa dirección que necesitamos abrir ahora un verdadero proceso constituyente en Chile!

 

13 de enero de 2020

https://www.alainet.org/es/articulo/204190
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