“Género” y “generación”: una contribución al debate conceptual

20/12/2019
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“Existe el misterio, pero nunca la magia, y lo más hermoso es poder, al fin, explicar esos misterios. Las cosas se pueden explicar y nuestro privilegio es hacerlo”.

Richard Dawkins, La ciencia en el alma.

 

I

 

Hay autores que manifiestan un abierto rechazo a la clarificación conceptual, pues la consideran una pérdida de tiempo. Otros, en cambio, no rehuyen el debate conceptual; más bien, al contrario, son prolijos en el tratamiento de los conceptos propios y ajenos. Es probable que la postura correcta esté en medio de las dos mencionadas; y, si es así, habría que reconocer que la clarificación conceptual, sin serlo todo, no deja de ser útil para orientarse en la realidad, especialmente cuando en ésta proliferan las nociones confusas, fanáticas o simplistas de los fenómenos. Es con el ánimo de aportar a la imprescindible clarificación conceptual que he redactado las líneas que siguen a continuación, centrándome en dos nociones que, de tanto ser llevadas y traídas –y peor desde que entraron en los circuitos mediáticos— han terminado por significar lo que a cada quien le parece que significan: “género” y “generación”. Como no simpatizo con los relativismos sin fundamento y creo que existen criterios de validación lógica y empírica de cualquier enunciado, mi referencia para examinar los avatares de las expresiones citadas son las luces que el conocimiento científico nos ofrece al respecto, ya que es éste un conocimiento que descansa, precisamente, en la racionalidad lógica y en la evidencia empírica tomada de la realidad.  

 

II

 

La palabra “género” es ciertamente singular. En la actualidad, lo normal es que se haga uso de ella para los fines más diversos, incluidos los reivindicativos, que en cuanto tales –y siempre que se persigan fines que nos lleven a una mayor justicia—merecen ser respaldados sin reticencias. Me permito una anéctota personal: al asistir, en fecha reciente, a la presentación de una revista académica, en las mesas de entrada había una hoja para llenar por los asistentes, en una de cuyas casillas decía “género”. Me sentí confundido y dudé sobre si poner “humano”, “masculino”, “hombre” o “heterosexual”. Sin estar seguro, puse “masculino”, recordando que cuando era niño y adolescente la pregunta acerca del género admitía dos respuestas: masculino y femenino. Sin embargo, desde aquellos años sesenta y setenta del siglo XX hasta esta segunda década del siglo XXI, se han vertido mucha tinta y palabras sobre la expresión “género”,  de tal suerte que no siempre se puede estar seguro de lo que está en juego cuando se la usa.

 

 Así que lo mejor es partir del terreno más seguro que tenemos para hablar de género, y este es el científico. La palabra, por cierto, llegó a la ciencia –concretamente, la taxonomía y, posteriormente, la biología evolutiva y la paleontología— desde la filosofía aristotélica que tuvo el acierto de plantearla con una claridad asombrosa, como no podía ser para menos tratándose de Aristóteles, el creador de la Lógica. Uno de los propósitos de este filósofo era definir correctamente los entes naturales. Y es en ese marco que la palabra le sale al paso como un recurso útil: los entes naturales pertenecen, como individuos, a clases más amplias con las que tienen relaciones de semejanza: constituyen su “género próximo”. La primera tarea al definir un ente consiste en adscribirlo a su género próximo, pero no basta con ello pues el mismo debe ser identificado (definido) en su especificidad, o sea, en su “diferencia específica”.

 

El resultado de todo ello es la definición del ente: la determinación de su género próximo y su diferencia específica. Esta determinación se construye (o expresa) en una propósición lógica según la cual del sujeto gramatical se predican, mediante el conectivo “ser”, sus accidentes. Es clásica la definición aristotélica del ente humano: “animal racional”, en la cual el género próximo es su animalidad –compartida con la clase formada por los animales— y la diferencia específica es el alma racional[1].

 

No hay, en esta formulación elaborada en el siglo V a de C. sobre el género, una referencia al sexo de los entes humanos ni a lo masculino o lo femenino. Es una fórmula para agrupar individuos a partir de sus semejanzas, que es complementada por la identificación de aquello que los hace específicamente únicos. En el lenguaje común esta visión del género ha estado presente desde tiempos remotos, y se usó para referirse a las telas, a las cuales se llamaba “géneros”, y aún ahora se usa para hablar de “géneros musicales”.  En la concepción de Aristóteles el lenguaje se articulaba, como ya se dijo, a partir de dos partes (sujeto y predicado) unidas por el conectivo “es”, que revela la dimensión ontológica de las sustancias y sus accidentes o atributos.

 

III

 

En la modernidad, el eco de la noción aristótelica sobre el género y la especie se hace sentir con fuerza, y la taxonomía la hace suya como herramienta de clasificación de las especies vivientes, entendidas, en lo esencial, como un agrupamiento de individuos que se pueden cruzar entre sí y dejar descendencia. El punto de partida, sin embargo, son las semejanzas morfológicas entre estos individuos, las cuales permiten agruparlos como parte de una misma especie. Los miembros de una especie cercana, tienen semejazas con ellos, pero también diferencias notables. Y así sucesivamente. Al final, un género puede dar cabida –y en efecto así lo hizo la taxonomía— a especies con rasgos  morfológicos compartidos, pero con diferencias morfológicas irreductibles entre ellas. Y, el interior de las especies, los individuos, no sólo sumamente semejantes en sus estructuras anatómicas, sino con capacidad de tener desendencia fértil entre ellos[2].    

 

El género es, pues, tomado como una categoría que agrupa a varias especies, que a su vez son una colección de individuos. No hay en esta concepción de género una referencia a la sexualidad, a lo masculino o la femenino, en cuanto que lo sexual se juega en el plano de las relaciones de los individuos que forman una especie, siempre y cuando éstos se reproduzcan sexualmente.

 

La distintas disciplinas biológicas heredaron la herramienta de clasificación de la taxonomía clásica –que tuvo en Charles Linneo (1707-1778) a su gran artífice— y el instrumento ha sido afinado y corregido en muchas de sus implicaciones teóricas. Para el caso, la  noción de género no sólo es una categoría de clasificación de especies, sino que apunta a un parentesco real, biológico, entre esas especies –y por supuesto, entre los individuos que las forman—. Lo mismo que hay un parentesco real, biológico, entre los distintos géneros de todas las especies de seres vivos –y entre las familias, los órdenes, las clases, los filos y los reinos— que es evolutivo, y que se remonta a un Ancestro Común Universal (LUCA), que vivió hace unos 3,500 millones de años. 

 

En fin, y para efectos de estas notas, el concepto de género es parte del arsenal imprescindible de la ciencia biológica actual, lo mismo que el de especie, individuo y gen. No hace referencia, como ya se dijo, al sexo o a lo sexual pues esta dimensión (o aspecto) atañe a los individuos que forman una especie, siempre y cuando se reproduzcan sexualmente. Y en estos casos, en la ciencia biológica, las expresiones que se usan –ya se trate de biólogas o biólogos—son “machos” y “hembras”.

 

¿Y en el caso de los seres humanos? Aquí el razonamiento es el mismo. Los individuos humanos actuales pertencemos a una especie –la especie Homo sapiens— que surgió evolutivamente en Africa y que se irradió por el mundo desde hace unos 100 mil años. Es –somos— una especie biológica como cualquier otra, que compartió género como otras especies humanas (el género Homo que no quiere decir “hombre” ni “macho” ni “varón”), ya desaparecidas, la última de las cuales –con la que el Homo sapiens compitió, compartió recursos y tuvo amoríos— fue la especie Homo Neanderthalensis, desaparecida hace unos 40 mil años[3]. Desde entonces, los Homo sapiens hemos colonizado el planeta, dando muestras de un enorme éxito reproductivo, creado sociedades diversas y un mundo cultural rico en manifestaciones religiosas, artísticas, filosóficas y científicas. Hemos creado un enorme potencial tecnológico, industrias extraordinarias y una riqueza nunca antes vista, aunque muy mal repartida. Lo pobreza, las guerras, el deterioro ambiental, el fanatismo y la ignorancia siempre están presente, aunque –como señala Steven Pinker—en retroceso desde la llegada de la Ilustración, en el siglo XVIII.

 

 

 

IV

 

No hemos dejado de pensar sobre nosotros mismos desde que irrumpimos como especie, lo cual fue catapultado por la adquisión-invención del lenguaje. Pensar sobre nosotros y sobre lo otro, su origen, sus causas y su razón de ser. Nuestra identidad, quiénes somos y por qué somos como somos ha sido y es un tema recurrente en todas las culturas y sociedades. De tal suerte que no ha sido casual que un asunto tan decisivo en nuestra vida, como individuos biológicos que se reproducen sexualmente, sea la identidad sexual y que algunas de la preguntas que más nos han acuciado estén referidas a qué es lo que hace sentirnos como hombres y mujeres, a qué tan diferentes o semejantes somos en nuestra sexualidad y si los comportamientos y sentimientos asociados a la misma son aprendidos o nacemos con ellos.

 

Si nos atenemos a criterios estrictamente biológicos, un género agrupa a especies cuyos miembros se pueden reproducir, o no, sexualmente. En el caso de los individuos Homo sapiens, nos reproducimos sexualmente. Asimismo, no es inoportuno anotar aquí que somos unos primates –pertenecemos a ese Orden—cuya sexualidad no se agota en lo reproductivo, sino que abarca comportamientos ajenos a la generación de descendencia, es decir, somos unos primates con una sexualidad biológicamente versátil, que es lo que está en la base del erotismo y los juegos sexuales diversos (que gustan también a nuestros parientes bonobos).

 

Y si se le da una vuelta más a la tuerca, aquí posiblemente esté la raíz de las creaciones simbólicas relativas a la sexualidad propias de los humanos, y que han dado la pauta para las distintas elaboraciones culturales sobre la sexualidad masculina, femenina, homosexual y lésbica, e incluso para las opciones religiosas de renuncia a la sexualidad. 

 

 Con la sexualidad biológica del Homo sapiens no hay donde perderse, pues los conocimientos aportados por la biología evolutiva, la paleontología y la paleoantropología son firmes, y mal se hace a la sociedad cuando estos conocimientos se ocultan o prohíben. Y en lo que se refiere al asunto que nos ocupa –la noción de “género”— sería bueno que nadie desconociera el uso y significado del término en la ciencia biológica y sus disciplinas.

 

Ahora bien, es evidente que en ambientes ajenos a la biología la palabra “género” se usa de otro modo, siendo el más generalizado el que se refiere a la distinción entre hombre y mujer, ya propiamente en el ámbito de los seres humanos (o sea, de los individuos Homo sapiens). Es decir, en estos otros ambientes, cuando se dice “género másculino” y “género femenino” se hace referencia, estrictamente, a los seres humanos, no a individuos miembros de otras especies que se reproducen sexualmente, de los cuales se habla sin problema de machos y hembras y se entiende que el sexo es una distinción individual de cada miembro de la pareja.  

 

¿Cómo sucedió que la palabra “género” fue usada para referirse a la sexualidad de los seres humanos? Encontrar una respuesta razonable a esta interrogante no me resultó fácil, pues lo que usualmente me he encontrado es un uso de la palabra “género” en la ciencia biológica (explicada en su origen y uso) y otro uso en espacios en los cuales o se la da por por supuesta, sin más, o se aclara que hace referencia a la manera cómo la personas viven su sexualidad (o la construyen) y no a su sexualidad biológica. En este último argumento, se hace una distinción drástica entre sexualidad biológica y sexualidad no biológica (cultural).

 

Tampoco es inoportuno anotar aquí que en el debate actual de las ciencias naturales y sociales esta separación drástica entre la sexualidad biológica del Homo sapiens y su sexualidad cultural (su identidad sexual) está siendo superada mediante el análisis de los hilos biológicos y psicológicos que vinculan ambas facetas de la realidad humana. No son idénticas, pero, no obstante ello, sus vasos comunicantes son inocultables. Negarlos no sólo significa negar nuestra realidad biológica, psicológica y social, sino privarnos de conocer los mecanismos explicativos de conductas, hábitos, actitudes y sentimientos que, aunque teñidos de cultura, no pueden entenderse más que prestando atención a sus raíces biológicas.

 

 Como quiera que sea, la palabra “género” en los ámbitos externos a la biología se usa, con matices según las circunstancias, para referirse a la manera cómo las personas viven su sexualidad, a la manera cómo la construyen culturalmente, no a su sexualidad biológica en cuanto tal. Hace un tiempo, leí un apunte o una viñeta en la cual se decía algo así como: con el sexo se nace, el género se aprende[4]. De ahí expresiones como “identidad de género”, “igualdad de género”, “género masculino” y “género femenino”. Sigue sin responderse la pregunta sobre cómo sucedió eso, es decir, cómo fue que la palabra “género” terminó por convertirse en sinónimo de sexualidad construida culturalmente. A eso dedico los siguientes párrafos.

 

En el libro La sexualidad humana. Un estudio comparativo de su evolución, compilado por Herant A. Katchadourian, aparece el artítulo “La terminología del género y del sexo”, de Katchadourian, en el que precisamente se aclara el uso de la palabra género –concretamente, la expresión “identidad genérica”— como algo referido a la identidad sexual.   “En su sentido más primitivo –dice el autor—, la identidad sexual es sinónimo del sexo de un individuo, determinado por el hecho generalmente inequívoco y biológico de ser macho o hembra. Pero la palabra también tiene un significado más sutil y ambiguo, a saber, la identidad sexual como característica fundamental de la personalidad. En este sentido se le usa como sinónimo de identidad genérica”[5].  

 

Que la identidad sexual de un individuo (un ser humano) hiciera referencia al sexo biológico y a la sexualidad como característica de la personalidad abrió la puertas a la noción de “indentidad genérica” para referirse a la segunda dimensión, introduciendo de manera incipiente la idea de una separación nítida entre ambas. En la fragua de la noción que se comenta –hacia los años seseta y setenta del siglo XX— la misma compitió con la expresión “identidad del rol sexual”, que fue usada “a menudo –como anota Katchadourian— en el mismo sentido que identidad genérica”. Fue esta última la que poco a poco ganó ascendencia, toda vez que la palabra género –que significa origen o nacimiento— se plasmó en las expresiones “rol genérico e identidad genérica”, ambas reconocidas por la comunidad científica (psicoanalítica, médica y psicológica) en los años setenta[6]. “La introducción del término identidad genérica encuentra su justificación en las preocupaciones de [Robert] Stoller, en el sentido de que identidad sexual era una expresion ambigua puesto que podía referirse tanto a las actividades sexuales como a las fantasías. Dado que sexo tenía fuertes connotaciones biológicas, Stoller propuso que se lo usara para ´rerefirse al sexo del macho o de la hembra y a los componentes biológicos que determinan si una persona es macho o hembra´”[7]. Y continua Estoller, citado por Katchadorian:

 

“La palabra sexual tendrá connotaciones de anatomía y fisiología. Obviamente, esto deja sin cubrir enormes áreas del comportamiento, sentimientos, pensamientos y fantasías que están en relación con los sexos y que sin embargo no tienen, primariamente, connotaciones biológicas. Es para algunos de esos fenómenos psicológicos que debe emplearse la palabra género: podemos hablar del sexo masculino o del sexo femenino, pero también podemos hablar de la masculinidad y la feminidad sin hacer necesariamente referencia a la anatomía y a la fisiología. Por tanto, mietras sexo y género parecen prácticamente sinónimos en el uso corriente, e inextrincablemente unidos en la vida cotidiana… las dos esferas (sexo y género) no se ligan inevitablemente en relación de uno a uno, sino que pueden funcionar de manera independiente” (Stoller, 1968)[8].

 

              La formulación de Stoller, además de clásica, es reveladora de las preocupaciones analíticas que llevaron al uso de la palabra “género” y a su contraposición con la palabra “sexo”: la expresión “identidad sexual” no hacía fácil distintiguir la sexualidad biológica de la sexualidad que puede funcionar “independientemente” de la primera, es decir, una masculinidad y una feminidad para las cuales no se tiene que hacer referencia “necesariamente” a la antomía y a la fisiología. Mucha agua ha corrido, desde aquellos años setenta, en las disciplinas biológicas, en psicología evolucionista y cognitiva, neorociencias y genética como para seguir sosteniendo una separación radical y nítida (o necesaria) entre la sexualidad biológica y la sexualidad asociada a la feminidad y la masculinidad[9]. Pero, para efectos de estas notas, con lo anterior queda establecido el modo cómo la expresión “género” se hizo presente en el debate sobre la sexualidad. De tal suerte que, al día de ahora, tenemos la misma expresión para referirnos a realidades distintas aunque estrechamente relacionadas: el género como categoría para agrupar varias especies y el género como expresión que hace referencia a la sexualidad (humana) no biológica, sino areas del sexo que, siguiendo las ideas de Stoller, “no tienen connotaciones biológicas” o para las cuales no hay que hacer referencia necesaria a la “anatomía y a la fisiología”[10].

 

              En un mundo con menos prejuicios y abusos quizás lo pertinente sería dejar, en los ámbitos académicos, a la palabra “género” con sus usos y significados taxonómicos y evolutivos, y dotar a la palabras “sexo” y “sexualidad” de un espacio semántico de pleno derecho para hacer referencia a ambas dimensiones de la vida de los individuos humanos en toda la riqueza biológica, psicológica y simbólica que las caractetiza. Restar importancia a lo anatómico, a lo fisiológico y a lo genético (a la realidad material biológica que es el soporte y condición de posibilidad de otras realidades) es empobrecernos y no atinarle a los mecanismos que explican lo que somos. No hay que temer a la naturaleza (física, química y biológica-psicológica) humana. Mientras este temor subsista, alimentado por tabúes, prejuicios y creencias infundadas, seguiremos creyendo, en el fondo, que el sexo y la sexualidad  son algo malo, algo condenable y que nos rebaja en nuestra humanidad, como si esta no fuera una humanidad biológica en sus fundamentos.

 

 

 

V

 

Dicho lo anterior sobre la expresión “género”, paso a la siguiente expresión objeto de estas reflexiones: “generación”. Llevada y traída por todos lados, manoseada por comentaristas y publicistas, la palabra “generación” está de moda, y hasta es de mal gusto que no se la use cuando se trata de hacer creer que se habla de algo trascendental. “Nuestra generación debe participar”, “somos parte de una nueva generación”, “las nuevas generaciones han desplazado a las viejas”, y así por el estilo son los enunciados que resaltan el tema generacional. Prácticamente nadie explica a qué se refiere con la palabra y al intentar aclararse en la gama de usos que tiene se encuentran las más distintas acepciones.

 

Una de ellas es de procedencia estadounidense, y es la que entiende que la generación hace referencia a un grupo personas graduadas de educación media en el mismo año. Algo así como el equivalente a “promoción”. Por supuesto que se trata de un significado sumamente pobre de la expresión, pero en algunos estampados de chumpas alusivas a graduaciones de bachilleres, en algún momento recuerdo haber leído, en la parte de atrás, la frase “Generación del 88” o “Generación del 91”. La contrapartida de esta acepción simple de generación es la que agrupa en una generación a quienes nacieron un mismo año, lo cual quiere decir que las sociedades estarían formadas por tantas generaciones como personas nacidas (y vivas) en un mismo año hubiera. No cuesta darse de cuenta de que este “generacionismo popular” (de graduados en un mismo año o nacidos en un mismo año) es un disparate.

 

Mucho mejores son los ordenamientos generacionales que toman periodos más largos de tiempo, como por ejemplo 10 años. No son pocos los colegas y amigos que, cuando tocamos el tema de las generaciones, piensan inmediatamente en grupos de personas que conciden en su nacimiento en una misma década, es decir, serían miembros de una generación quienes nacieron en un marco temporal de 10 años[11].  Esto es más razonable que las generaciones anuales, pero sigue sin ser la mejor forma de agrupamiento generacional. Buscando en la literatura con acusiosidad, por fin di con una forma de entender lo que es una generación con un criterio temporal sumamente razonable y útil para el análisis. La idea la encontré en el libro de Steven Pinker En defensa de la Ilustración, y la misma es enriquecida con la bonita expresión: “cohorte generacional”, que agrupa a todos los nacidos en un periodo, aproximado, de 20 años. En su análisis para EEUU, Pinker agrupa a las distintas generaciones del siglo XX de la siguiente manera: “generación GI, nacida entre 1900 y 1924; la generación silenciosa, 1925-1945; la generación del baby boom, 1946-1964; la generación X, 1965-1979; y los millennials, 1980-2000”[12].

 

Esta visión de las generaciones –entendidas como cohortes— permite salirle al paso a interpretaciones erradas de lo que es una generación, por ejemplo esas que creen que las generaciones son “puntuales”, y que una “nueva generación”, cuando aparece, desplaza totalmente a la “vieja generación”. Las cohortes generaciones, por el contrario, van entretegiendo sus relaciones a lo largo del tiempo, y claro está que los primeros grupos de las cohortes van muriendo antes que el resto, pero también los últimos grupos de la mismas se conectan con los primeros grupos de las siguientes cohortes. Como ejemplo, veamos esto con dos de las generaciones mencionadas por Pinker: la generación GI y la generación silenciosa. Quienes nacieron en 1924 (los últimos en nacer de la primera generación)  coexistieron directamente (en la escuela, los parques, las fiestas infantiles y a lo largo de su vida) con los nacidos en 1925 (los primeros de la segunda generación), con quienes estuvieron mucho más cerca que con los de su propia generación (los nacidos en 1900); se trata de una diferencia de 23 años entre unos y otros[13]. Asimismo, los miembros de este grupo etáreo nacidos en 1900, y miembros de la generación GI, tienen una diferencia de casi 45 años con los nacidos al final de la generación silenciosa (los nacidos en  1945). El ejercicio se puede seguir hacia adelante (hasta 2019) o hacia atrás, hasta los orígenes mismos de la especie Homo sapiens, hace unos 100 mi años.

 

Se forma, cada momento, un crisol generacional en el que segmentos de las distintas cohortes van estableciendo una línea de continuidad generacional que es la base de la transmisión social y cultural de una generación a otra. Los cambios que se dan –en los hábitos, las costumbres, los gustos, la visión de la vida— tienen un soporte de continuidad sin el cual no se explica la pervivencia de hábitos, prácticas, valores, creencias y estilos de vida lo largo del tiempo histórico de una sociedad determinada.

 

Y autores como Steven Pinker, Richard Dawkins y otros enfatizan la transimisión genética que sostiene materialmente –que da continuidad— a la dinámica generacional, que comienza precisamente con el hecho fundamental de todo este proceso: la “generación” (entendida como producción) por parte de individuos que se reproducen sexualmente, como es el caso de los seres humanos, de una desendencia, que a su vez generará otros descendientes.

 

Para cada pareja de individuos humanos –hombre y mujer— su generación son sus hijos e hijas, y claro está que –salvo casos de gemelos, trillizos, etc., que nacen al mismo tiempo— los nacimientos son temporalmente espaciados, lo cual no obsta a que los hermanos (aunque el menor tenga una diferencia de 15 o 20 años respecto del mayor) sean de la misma generación biológica, de la cual no deberíamos olvidarnos porque es la que permite explicar algo fundamental en las dinámicas generacionales: el árbol que se teje en la medida que las cohortes van surgiendo y, con el paso del tiempo, van desapareciendo –por el mecanismo biológico de la muerte—, siendo reemplazadas por otras, no abruptamente sino en un proceso que, como tal, se caracteriza por la continuidad no sólo genética, sino familiar, grupal, social y cultural.

 

Salvo en casos extremos –de catástrofes, guerras o epidemias que diezmen totalmente a una cohorte generacional mayor o vieja— las generaciones menores o nuevas no comienzan de cero, con un borrón y cuenta nueva. Incluso, en casos críticos, la cohorte sobreviviente lleva la herencia genética y cultural de sus ancestros cercanos y lejanos, que hacen imposible comenzar desde cero. La tabla rasa es una invención filosófica equivocada, como lo demuestra concluyentemente Steven Pinker, en su libro La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana (Barcelona, Paidós, 2018).

 

El “nuevo generacionismo” –la creencia de que una “nueva generación” no sólo reemplaza totalmente a la “vieja generación”— es ingenuo y para nada serio. Tanto la visión de las generaciones como “cohortes” como el conocimiento que se tiene de las bases biológicas de la dinámica generacional –comenzando con el conocimiento básico de que los hijos e hijas de una pareja de seres humanos (o de cualquier pareja de seres vivos) son su generación— permiten una comprensión más apegada a la realidad sobre cómo se tejen los crisoles generacionales (la coexistencia de individuos y grupos pertenecientes a distitas cohortes generacionales) en una sociedad determinada.

 

Sobre esta base, se tiene un buen punto de partida para entender la persistencia de patrones culturales y coportamientos a lo largo del tiempo y explicar cómo es que los mismos se transmiten, es decir, cuales son las interacciones sociales que lo hacen posible. Por aquí se encamina el quehacer de las disciplinas científico sociales de avanzada, es decir, las que no temen a la realidad natural humana (física, química, biológica y psicológica) ni temen a las disciplinas científicas que estudian esa realidad[14].

 

VI

 

En conclusión, las palabras son importantes. Nos sirven para hablar de la realidad, comprenderla y transmitir a otros nuestras ideas sobre el mundo y sobre nosotros mismos. Palabras mal usadas o mal hilvanadas generan confusión, a partir de la cual se hace posible la manipulación de los demás y el autoengaño[15]. Las palabras “género” y “generación” –a la lista se pueden añadir otras muchas palabras (como “sexo”, “sexualidad”, “macho”, “hembra”, “verdad”, “alma”, “dios”, etc.)— son usadas a diestra y siniestra sin el mínimo cuido de lo que se quiere decir con ellas, dando lugar a una confusión extraordinaria no sólo en ambientes mediáticos, sino en ambientes académicos en los cuales eso no debería suceder. Preocupémonos, pues, por las palabras que usamos porque son un instrumento imprescindible para hablar de la realidad y de nuestras dudas e indertidumbres, de nuestros sueños y esperanzas. Y también –no hay rosas sin espinas— porque son un instrumento para manipular y engañar a otros y a nosotros mismos.

 

San Salvador, 20 de diciembre de 2019

 

Luis Armando González

Investigador del Centro Nacional de Investigaciones en  Ciencias Sociales y Humanidades (CENICSH). Docente de la Universidad de El Salvador.

 

Notas

 

[1] Otras definiciones que destacan los especialistas son “animal que habla” y “animal político”.

[2] Aunque la biología evolutiva ha encontrado evidencia firme de que no es nada extraño que individuos de especies distintas, dentro del mismo gènero, pueden tener desendencia fértil, es decir, descendientes que pueden tener descencientes a los que heredan los genes de sus padres, y no que son una mezcla morfológica de ambos. Es gracias ello que genes de neandertal se han conservado en poblaciones de procedecencia europea y no en las subsaharianas, tal como lo anota Juan Luis Arsuaga en su libro Vida, la gran historia (Barcelona, Planeta, 2019), pp. 337 y ss.

[3] He desarrollado estas ideas en L. A. González, “Visión científica del Homo sapiens”. América Latina en Movimiento, 15-10-2019.

[4][4] Por cierto, la genética y la psicología congniva están aportando pruebas firmes de que lo que “traemos de nacimiento” (el arsenal genético que heredemos de nuestos padres y ancestros) marca las pautas y condiciona fuertemente aquello que aprendemos, en todos los ámbitos de nuestra vida, incluida la sexual.

[5] H. A. Katchadourian, “La terminología del gènero y del sexo”·  En La sexualidad humana.Un estudio comparativo de su evolución. México, FCE, 2016, p. 21.

[6]Katchadourian informa que la palabra “rol genérico” se hizo pública en 1955, cuando fue usada por John Money.

[7] Katchaourian, Ibíd., p. 30.

[8] En Katchadourian, Ibíd., p. 30. Robert Estoller (1924-1991) fue un eminente profesor de psiquiatría e investigador en la clínica de identidad de género en la Universidad de California, en Los Ángeles. John Money (1921-2006), otro participante en el sebate de los años sesenta y setenta, el  fue un psicólogo neozelandés, emigrado a EEUU, especializado en sexología.

[9] Para quienes estén interesados en el debate actual sobre las relaciones entre lo biológico, lo psicológico, lo social y lo cultural, el libro ¿Quièn teme a la naturaleza humana? Homo suadens y el bienestar en la cultura: biología evolutiva, metafísica y ciencias sociales (Madrid, Tecnos, 2008), de Laureno Castro Nogueira, Luis Castro Nogueira y Miguel Angel Castro Nogueira, es fundamental.

[10] Por supuesto que después de Stoller la literatura sobre temas de género, en el sentido que el estableció, no ha dejado de ser producida. Pero no el propósito de este ensayo revisar esa literatura.

[11] De donde vienen expresiones como “generación de los sesenta”, “generación de los ochenta”, etc.

[12] S. Pinker, En defensa de la Ilustración. Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso. Barcelona, Paidós,2018, p. 283.

[13] Podrìan ser sus hermanos mayores e incluso sus padres.

[14] Este temor, lamentablemente, está fuertemente arrigado en algunas escuelas sociológicas y epistemológicas. Es cultivado por los santos patronos de la crítica al “eurocentrismo” científico, y que apuestan por los “saberes ancestrales” y unas presuntas epistemologías del sur.

[15] Las falacias, que tanto abundan en el discurso mediático y pseudo académico, son un ejemplo de estos abusos y manipulaciones.

https://www.alainet.org/es/articulo/203960
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