La paradoja del patriotismo militarista latinoamericano (I)
- Análisis
En una reciente entrevista (1), hice referencia a la función complementaria que la mayoría de los ejércitos latinoamericanos han cumplido desde el siglo XIX en la dinámica global administrada por las grandes potencias. Como siempre, narrativa y realidad estuvieron divorciadas hasta que la primera se inoculó en la segunda y luego se fosilizó en el subconsciente popular de un sector de la población. La idea medieval del “honor” (XIII), las más modernas de “la reserva moral de la Nación” (Chile, 1924) y de la doctrina de la “Seguridad nacional” para América Latina (Washington, 1962), resultaron ser sus estrictos opuestos: gracias a estos ejércitos, las superpotencias mundiales fueron capaces de intervenir, dominar y dictar las políticas de sus patios traseros (África y América latina).
Inmediatamente me llegaron los clásicos insultos acusando de “vendepatrias”, “infiltrados” y “traidores” a los críticos de la Santa Institución, de la política del Palo largo y de la ideología militarista que seduce tanto a quienes se les acalambra el brazo, la mano y los dedos.
La lista de evidencias es ilimitada, pero mencionemos unos pocos ejemplos, los menos conocidos. Cuando en 1928 los campesinos colombianos de Ciénaga se dieron cuenta que ninguno de ellos llegaba a viejo, iniciaron una huelga contra la poderosa United Fruit Company exigiendo, no una revolución comunista ni de ningún otro tipo sino algunas mejoras como la construcción de una clínica y la contratación de médicos para los miles de trabajadores que cortaban bananas para la felicidad de la compañía y de los consumidores civilizados. La Compañía no aceptó los reclamos y se negó a pagar los beneficios establecidos por la ley colombiana de 1915, alegando que sus trabajadores no eran sus trabajadores sino de un subcontratista colombiano. Cinco mil trabajadores fueron a la huelga y el gobierno de Estados Unidos, presionado por la compañía bananera, amenazó a Colombia con enviar, como era su costumbre, los marines. Al fin y al cabo, los marines se encontraban ocupando o supervisando varios países cercanos en América Central y en el Caribe, países incapaces de gobernarse a sí mismos por defecto de sus razas inferiores, como lo reconocía la prensa estadounidense del momento. El presidente colombiano, Miguel Abadía Méndez, temiendo otra intervención que le recordara el desgarro de parte de parte de su territorio, Panamá, veinticinco años atrás, envió su propio ejército a Ciénaga. Según un cable del consulado estadounidense, no todos los soldados estaban dispuestos a cumplir con su deber, pero en la noche del cinco de diciembre, los soldados colombianos, casi tan pobres (el “casi” es relevante) como los campesinos a quienes fueron a reprimir, encontraron a cinco mil trabajadores durmiendo en las calles del pueblo a la espera del gerente de la compañía todopoderosa. Los soldados les leyeron el comunicado de toque de queda que prohibía reuniones de más de tres personas. Como casi nadie pudo escuchar lo que decían, nadie obedeció. Cientos fueron masacrados en pocas horas y cargados por la madrugada en tren con rumbo desconocido. Cuando salió el sol, quedaban siete cadáveres sin recoger, lo que explicaba el tiroteo. La brutalidad militar y paramilitar se repetirán por mil por las próximas generaciones, pero bajo otras excusas.
Veinte años después, en 1948, Costa Rica, harta de manipulaciones, elimina su ejército y hasta resiste las invasiones de regímenes militaristas de la región. Desde entonces, pese a su contexto adverso y en medio del Patio trasero plagado de dictaduras títeres, nunca más supo de dictaduras militares.
Veamos el caso de la revolución boliviana de 1952. Fue la única revolución popular en América Latina aceptada por Estados Unidos. ¿Cómo se entiende esta excepción a la regla? Cuando un hecho contradice el patrón histórico, basta con bucear en los documentos originales para encontrar la respuesta. Uno de ellos es un informe enviado al presidente Truman el 22 de mayo de 1952 por su embajador en Bolivia, Dean Acheson, quien le advierte a Washington que si Estados Unidos no reconoce la nueva revolución popular encabezada por Siles Zuazo y Juan Lechín (Víctor Paz Estensoro se sumó desde el exilio), Bolivia se iba a radicalizar contra la presencia de las compañías estadounidenses. (Algo que la soberbia de Eisenhower y Nixon no comprendió cuando Fidel Castro los visitó en Washington apenas llegado al poder de la isla; creyeron que iban a resolver el problema de Cuba tan fácil como lo habían hecho con Guatemala e Irán seis años antes, pero la derrota militar en Bahía Cochinos les demostró lo contrario.) Truman concedió, siguió la sugerencia de Acheson, y los cambios en Bolivia empezaron a tomar forma. Aunque de forma muy marginal, los indios y los mineros comenzaron a existir como seres humanos.
El siguiente paso era obvio: Washington comenzó a exigirle al gobierno boliviano que desarme las milicias que hicieron posible la revolución del 52 (una contradicción ideológica para los fundadores de Estados Unidos) y en su lugar consolide un ejército tradicional.
Una de las figuras de la revolución, el presidente Paz Estensoro, comenzó a alinearse con las directivas del Norte. Consolidó un ejército fuerte en Bolivia hasta que él mismo fue desplazado por una nueva dictadura en su segundo mandato, orquestada por la CIA. Bolivia sufrirá otras dictaduras oligárquicas con la ayuda de algunos criminales nazis (como el carnicero de Lyon, Klaus Barbie) contratados por la CIA para ayudar a reprimir los movimientos populares que eran estratégicamente calificados como “comunistas”, como si sólo los comunistas fuesen capaces de luchar por la justicia social, la libertad individual y los derechos humanos de los pueblos.
Podríamos continuar, pero acabo de transgredir el límite intimidatorio de las mil palabras. Resumamos el patrón histórico que se induce de toda esta historia trágica. Después de analizar miles de documentos desclasificados creo que, además de probar la pasada función servil de la mayoría de los ejércitos latinoamericanos, podemos inducir y deducir que las superpotencias imperialistas sólo tuvieron éxito cuando las rebeliones populares llegaron al poder por elecciones (Venezuela 1948, Guatemala 1954, Brasil 1964, Chile 1973, Haití, 2004, etc.) y fracasaron estrepitosamente cuando éstas llegaron por una acción armada, no por sus ejércitos sino por sus milicias rebeldes (México 1920, Bolivia 1952, Cuba 1959, Nicaragua 1979). No estoy diciendo que esa sea la solución hoy, sino que esa fue la realidad a lo largo de más de un siglo y esa es la cultura fosilizada en un margen significativo de su población.
La función tradicional de los ejércitos latinoamericanos no fue luchar ninguna guerra contra ningún invasor (la guerra de Malvinas fue un recurso desesperado para salvar otra dictadura) sino reprimir a sus propios pueblos cuando éstos se rebelaron contra la explotación de poderosos intereses criollos y extranjeros, protegidos por dictadores puestos y alimentados por las grandes potencias imperiales.
La marca en el subconsciente colectivo es tan poderosa que cualquiera que hoy se atreva a señalar estos simples hechos será estigmatizado como “agente peligroso”. El odio a los de abajo no ha desaparecido, incluso en países donde el brazo imperial se ha retirado. Queda el trauma, la tara, pero con nombres más elegantes. ¿Cuántos en Estados Unidos o en Francia tolerarían a su ejército desplegado en las calles de su propio país? En América latina es una vieja costumbre.
Para no hablar de lo que Malcolm X llamaba “los negros de la casa”, que cuando escuchan a alguien hablando de la oligarquía y los de abajo, se persignan y acusan al mensajero de crear grietas y divisiones en la sociedad.
JM, octubre 2019
- Jorge Majfud es escritor uruguayo estadounidense, autor de Crisis y otras novelas
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