Venezuela: entre la disolución y la reconstrucción
- Análisis
La persona más brillante y hermosa que he tenido el privilegio de conocer me dijo una tarde, caminando por una calle del centro de Caracas, que ésta se estaba transformando en San Juan de los Morros. Aunque en realidad esas no fueron exactamente sus palabras, sino más bien: “ésta mierda se parece ahora a San Juan de los Morros”.
Como muchas cosas que le escuché antes y después en su buen caraqueño, lo dicho podía ser interpretado de múltiples maneras. En lo inmediato se trataba de una queja, provocada por estar buscando una carne a las dos de la tarde y encontrar todas las carnicerías cerradas.
Pero en sentido amplio daba cuenta de un fenómeno más complejo: el cómo una ciudad como Caracas, conocida por su ritmo frenético, estilo cosmopolita y calles abarrotadas a todas las horas del día, casi sin que nos diéramos cuenta y nadie lo hubiera decretado comenzó a tener un horario de trabajo y actividad comercial similar al de los pueblos de la provincia, cuya gente descansa a medio día mientras pasa el sol más fuerte y la modorra ídem asociada a la digestión post almuerzo.
El caso es que desde entonces aquella expresión encarna para mí la imagen no solo de Caracas sino el de toda Venezuela a la hora de entenderla sobre el marco de la coyuntura actual: la de un país que se revolucionaba en vías de ser potencia, pero de repente en medio del más complejo e increíble de los conflictos se re-ruraliza en el mal sentido del término: en pocos meses Caracas deviene San Juan de los Morros y San Juan de los Morros y otros pueblos similares se parecen cada vez más al Ortiz de Miguel Otero Silva.
¿Casas muertas en el siglo XXI?
A los que vivimos en Caracas nos cuesta un poco más dimensionar lo que está pasando, entre otras razones porque el gobierno se las ha arreglado para administrar la carestía y la crisis de tal forma que la capital en comparación con la provincia está más blindada. El tema eléctrico es el mejor ejemplo.
Desde los apagones de marzo el SEN no se ha recuperado, lo único ocurrido es que la carga se raciona de tal forma que toda la provincia debe sacrificar horas sin servicio eléctrico para dárselas a la capital. Y lo mismo pasa con el agua, con la gasolina, con la comida, con el gas, etc.
No es que en Caracas no se vaya la luz o no falte el agua. Este fin de semana pasado en varias zonas se veía gente cargando agua en tomas improvisadas y camiones cisternas. Pero no se trata de una cosa de todos los días, como sí lo es en Maracaibo y en líneas generales todo lo que está más allá de puente Coche, el distribuidor metropolitano y el primer viaducto hacia La Guaira, las tres salidas de Caracas al “monte y culebra” provinciano.
O no lo era hasta ahora, pues lo cierto es que al mismo ritmo que se están trasladando personas a vivir a Caracas huyendo del casas muertas provinciano, en no pocos casos ocupando espacios dejados por familiares que se fueron del país, el equilibrio precario del blindaje caraqueño comienza a tambalear.
La caída en cifras
En una nota anterior decíamos que todo indica que a finales de este año el tamaño de la economía venezolana se habrá reducido en un 70% con respecto al que tenía a finales de 2013, es decir, hace solo un sexenio. Se trata de una contracción equivalente al de países que atraviesan catástrofes bélicas, como Libia, Siria o Yemen. Y que supera con creces al período especial cubano, lo que ya es mucho decir.
En cualquier caso, de confirmarse el pronóstico de 70% para finales de este año, Venezuela se colaría en el top five del ranking de las mayores contracciones económicas luego de Liberia (91% en 1980), Georgia (78% a mediados de los 80), Tayikistán (70% entre 1989 y 1990) e Irak (64% 1991).
La diferencia es que la situación política en Venezuela no ha estallado, como sí fue el caso de los anteriores cada cual a su manera, desde invasiones militares hasta rebeliones populares. Y quizás el precio a pagar por ello sea que la economía y la sociedad en general están implosionando tragándose o expulsando toda la energía vital acumulada durante años incluyendo su gente.
Y cuando decimos implosionando debemos entender que no estamos hablando ya de una crisis en el sentido convencional del término. Es decir, no estamos solo diciendo que un país perdió tanto o cuanto de su producción, que los precios se montaron a tales o cuales montos, el desempleo subió o disparó el tipo de cambio, etc. Todo eso está pasando sin duda, pero más allá de ello estamos hablando de uno donde las fuentes vitales de su reproducción en cuanto tal –en cuanto país- están colapsando, lo que arrastra consigo el resto de cosas.
La principal actividad económica sostén por décadas de la economía venezolana -léase el petróleo- está en estado crítico, produciendo 4 veces por debajo de su nivel y todo indica que seguirá bajando. Lo que no solo merma de manera agresiva el ingreso nacional, sino que reproduce otros males a lo interno como el de la escasez de gasolina.
Es complejo saber las cifras exactas, pero se calcula que en estos momentos solo se produce entre el 50 y el 60 por ciento de la gasolina necesaria para abastecer el mercado nacional, lo que explica por qué en la provincia las personas pasan largas horas a la espera para abastecerse, anomalía que supone más allá de todos los malestares obvios una alteración de la ya mermada actividad económica.
Hay que agregar que la virtual paralización de la industria petrolera supone también el agotamiento de otros bienes esenciales, como los combustibles asociados a la generación de energía de uso industrial y los fertilizantes, estos últimos provenientes de la petroquímica.
En cuanto a los primeros, la complicación del tema eléctrico en buena medida se explica por esta razón, ya que si en más de un 80% la actual generación eléctrica se soporta sobre la hidroeléctrica Guri se debe en buena medida –aunque no exclusivamente- a que no hay combustible para activar las termoeléctricas regionales. Y el caso es que mientras esto siga siendo así no solo será imposible reactivar el aparato productivo, sino que la tendencia seguirá siendo la merma de la oferta real disponible del SEN y una mayor vulnerabilidad del mismo.
En resumen:
1) El país se está quedando sin divisas, paradójicamente en momentos en los cuales la dolarización de los medios de pago internos se está imponiendo, dolarización en buena medida financiada por el ingreso de remesas, algo nunca visto antes. De hecho, hasta 2012 Venezuela se contaba entre los primeros 20 países del mundo exportadores de remesas: hoy le disputa a los países centroamericanos los primeros puestos como receptores.
2) Se está quedando también sin combustible tanto para que circulen los vehículos como para que prendan las industrias. Y tampoco se están produciendo los derivados asociados a la industria (polímeros por ejemplo) y al agro, con todo lo que esto implica. De la misma forma, el gas doméstico y de uso industrial es un bien cada vez más escaso y preciado. Tan fuerte es este problema que en zonas rurales del país ya la gente prescindió de su uso para cocinar pasando al viejo método de la leña, lo que entre cosas trae aparejado problemas de deforestación.
3) Y tenemos cada vez menos energía eléctrica, entre otras causas por la falta de combustible para las termoeléctricas. En este sentido, el tema de los apagones no tiene solución pronta a la vista. Y si no ha colapsado definitivamente el SEN, es debido a que la caída de la demanda provocada por la misma crisis compensa la de la oferta disponible
4) Habría que agregar que el principal factor productivo nacional, es decir, la mano de obra, también atraviesa un proceso dramático de deterioro. Para solo referirnos al tema más obvio hablemos de lo salarial. Venezuela tiene actualmente el segundo salario mínimo más bajo del mundo (1,9 US$ mensuales), solo superada por Uganda (1,8).
Esto ha traído como consecuencia que esta referencia haya desaparecido, siendo que incluso los patrones se ven forzados a pagar salarios más altos para retener a sus trabajadores. Así las cosas, en el sector privado se pueden observar salarios muchos más altos que el mínimo oficial.
Una cajera de supermercado puede ganas hasta 800 mil bolívares soberanos y un empleado especializado hasta un millón en algunas áreas. Estos es 20 y 25 veces el salario mínimo oficial, pero a la sazón estamos hablando de entre 20 y 50 dólares mensuales, bastante menos que el promedio regional y en el caso de los 50 dólares cuatro veces por debajo del estimado de la canasta básica familiar mensual.
En el caso de la administración pública la situación es todavía más dramática: el promedio incluyendo cargos de dirección y gerencia ronda los 10 dólares mensuales.
5) La respuesta de los trabajadores y trabajadoras ante esta realidad es el éxodo laboral. En muchos casos éste supone también el nacional, en la medida que un gran contingente de todas las áreas han emigrado. En otros solo el regional, con desplazamientos forzados de un lado a otro del país en busca de mejores oportunidades.
Pero en la gran mayoría de los casos el éxodo es ocupacional, en la medida que solo muy pocos están laborando en aquello para lo cual se formaron o desempeñaron y hoy engrosan las filas de la informalidad y el rebusque generalizado como forma de supervivencia.
6) La gran apuesta de la política económica ha sido crear condiciones para la inversión externa e interna. Sin embargo, al mismo tiempo ha aplicado un torniquete monetario que tiene de hecho asfixiado al país, sin que eso se traduzca necesariamente en la estabilidad cambiaria y de precios prometida.
Para dimensionar el tema veamos tres cifras: en agosto la intermediación financiera –cantidad de depósitos que se transforman en créditos- cayo al mínimo histórico del 13%, lo que sin duda es resultado directo de los encajes bancarios aplicados por el BCV.
Por otra parte, la liquidez monetaria –a quienes todos los economistas convencionales suelen culpar de la inflación- hasta septiembre aumentó 1.531,36%, no solo una muy marcada desaceleración frente al 8.537,68% del mismo período el año pasado sino además bastante rezagada con respecto a la inflación, cuyo crecimiento en el mismo lapso debe estar en torno al 2.500%.
Y con respecto a este mismo indicador, debe tomarse en cuenta que toda la liquidez monetaria circulante la última semana de septiembre, equivalía a 768 millones de dólares norteamericanos, lo que da cuenta del tamaño de la contracción monetaria y financiera.
En este mismo sentido, si toda la banca nacional se uniera para financiar un crédito, no podría ser mayor a unos 50 millones de dólares: la octava parte de la última inversión hecha por el gobierno en 2012 para la adquisición de trenes del Metro.
7) En conclusión: en medio de la gran contracción que atravesamos, hay menos plata circulando, con bolívares con cada vez menos valor y niveles irrisorios de crédito productivo comercial.
¿Atrapados sin salida?
Es realmente difícil contemplar la situación venezolana sin llenarse de pesimismo. En especial porque las principales fuerzas responsable de lo que acabamos de describir son muy poderosas y no lucen animadas en abandonar su accionar sino más bien todo lo contrario.
De un lado el gobierno estadounidense y su política de asfixia externa a través de un bloqueo que empezó sancionando funcionarios y ya va prohibiendo el uso de software por parte de cualquier ciudadano, por no hablar del embargo petrolero operado en torno al despojo de CITGO y la prohibición de comercialización de crudo venezolano en el exterior.
Y del otro el gobierno venezolano, con su política de “recuperación” basada en contraer la masa monetaria, los salarios y el gasto público al cual aplica una dosis ultra ortodoxa de déficit cero.
Por paradójico que suene tratándose de fuerzas en pugna, lo cierto es que sus esfuerzos se complementen en la tarea de destruir al país, por lo que forman parte activa del problema y están muy lejos de ser parte de la solución. Y en este sentido hay que ser muy claros en el diagnóstico: si con el bloqueo gringo es realmente cuesta arriba iniciar algún proceso de recuperación, con la política económica del gobierno venezolano eso que era cuesta arriba se hace imposible.
Pero en el entendido que con el gobierno norteamericano y su actitud –irresponsablemente aupada por una parte importante de la oposición criolla- no hay mucho que hacer, las (pocas) esperanzas pasan por un cambio de correlación de fuerzas a lo interno del chavismo que pueda dar un giro a la actual política económica. Eso o la posibilidad de un acuerdo amplio que no sea solo de las élites en pugna o de un relevo hacia fuerzas más progresistas que las actuales. Si nada ocurre no hay mucho que esperar que no sea profundizar en el casas muertas nacional.
En este sentido, suponiendo opere algunos de estos cambios los planes de recuperación económica ya hace rato nos quedan pequeños. Venezuela necesita un plan de reconstrucción nacional, que dé cuenta de las principales variables económicas pero que en líneas generales, implique rehacer las bases materiales de su propia existencia como país que están disueltas o en vías de hacerlo.
Y desde este punto de vista de lo que hay que estar conscientes es que si el nivel de deterioro avanzado hasta la fecha es equivalente al de países en guerra o cuyos órdenes político-sociales se desmoronaron –sin que haya sido ninguno de los dos exactamente el caso- entonces la salida de ese estado debe ser la de un tratamiento postguerra.
Cuando decimos reconstrucción no queremos decir volver al pasado o hacer de nuevo lo que antes fue. Eso simplemente es imposible, pero lo que sí es posible es hacer algo mejor. En cualquier caso por reconstruir entendemos básicamente lo dicho en el párrafo anterior: reponer las bases de existencia material y social, que son condición necesaria para emprender cualquier proceso de recuperación.
Para explicarlo con un ejemplo tomemos en cuenta el actual plan de recuperación del gobierno. Suponiendo (que no es el caso) que tal y como está concebido pueda dar lugar a un proceso de recuperación en la medida en que lleguen inversiones, se reactive el consumo, etc., sería inviable en la medida que no hay como soportarlo materialmente. En primer lugar no hay divisas para hacer las importaciones necesarias.
Pero suponiendo las haya, el problema inmediato pasa por el tema eléctrico, que inmediatamente colapsaría al reactivarse industrias, comercios y el consumo de hogar, lo mismo que todos los demás servicios como luz, agua o gas. En el caso de los bienes de consumo la situación no sería distinta.
Pues el caso actual no es que haya mejor abastecimiento que antes en el sentido que se haya producido o importado más, sino que al haber menos consumo hay mayor disponibilidad en los anaqueles. Y de tal suerte, de recuperarse el poder adquisitivo dicha disponibilidad se esfumaría de inmediato dando lugar a nuevas oleadas hiperespeculativas e hiperinflacionarias.
Es por esta razón que propuestas aisladas como subir el salario a petro flotante no tienen sentido. Hay que subir los salarios, pero más que solo eso hay que hacerlo sobre un contexto de indexación generalizada de precios y salarios y sostenida mejora del abastecimiento. Y para ello deben generarse los recursos previamente para financiarlo, a la par de adecuar el tema eléctrico y de servicios en general para que el cuadro no empeore por entropía.
A estas alturas entonces ya debe quedar claro que nada de lo que se quiera hacer será posible de seguir llevando la industria petrolera el rumbo que lleva. Y es que la única actividad con capacidad de crecimiento y efecto multiplicador real que tiene Venezuela es esa. Podemos discutir si esto es deseable o no deseable. Desde luego que lo ideal sería que existieran otras con ese mismo potencial y más diversificadas.
Pero no es el caso y en este momento histórico pretender lo contrario es diletante en el menos malo de los casos y criminal en el peor. Simplemente no hay tiempo ni condiciones para ello, a no ser a cuesta de un gran sufrimiento de varias generaciones en una apuesta más que incierta.
La principal enseñanza de la experiencia venezolana de principios del siglo XX es que el petróleo no es el excremento del diablo y se parece más a un oro negro. Las desviaciones o excesos que se hayan derivado del modelo venezolano de acumulación basado en la renta petrolera no son males del petróleo en sí, sino el resultado de arreglos sociales, económicos y políticos impuestos por la vía de la fuerza por intereses externos y externo. Pretender lo contrario además de pueril es botar el niño con el agua sucia.
En este sentido, lo que se requiere es replantear su uso, pero no desechar su utilidad. Es la única posibilidad real como hemos dicho de evitar el casas muertas nacional, que en este caso no sería el de unos pueblos que se vaciaron tras el boom petróleo sino el de un país que se vació, diluyó y agotó atrapado entre los peores intereses enfrentados y una suerte de distopía posrentista cuyos resultados estamos padeciendo.
Carmelo da Silva
Consultor de entorno económico y riesgo político, colaborador del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)
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