EL suicidio de los fujimoristas
- Opinión
El Perú de estos días es el reino de las fake news. Que el país tiene dos presidentes. Que el poder del presidente Vizcarra se apoya en las fuerzas armadas. Que se ha dado un golpe de estado. Nada de esto es cierto.
La única realidad tangible y segura es que el presidente Martín Vizcarra, haciendo uso de una facultad que le otorga la Constitución, ha disuelto el Congreso por no haberle dado el voto de confianza sobre una propuesta crucial: la de renovar el método de nombramiento de los jueces de la corte constitucional, hasta ahora por dedazo del Congreso y en lo oscurito.
Urgidos por las declaraciones que un alto funcionario de Odebrecht está haciendo desde Brasil – la revelación de los nombre en código de los políticos peruanos corruptos – los congresistas fujimoristas de Fuerza Popular y sus aliados pretendían renovar algunos de los siete jueces de la corte constitucional en cinco días en vez de los tres meses habituales. Por bloquear esta maniobra, el gobierno presentó la cuestión de la confianza, llevada el lunes al Congreso por el jefe de gobierno Salvador Del Solar.
Lo que pasó este lunes 30 de setiembre ya transitó de las crónicas a la historia y da una medida de la extrema confusión mental de los fujimoristas. Primero intentaron impedir la entrada del primer ministro a la sala del Congreso, utilizando matones contratados. Luego, obligados por la Constitución a recibirlo y escucharlo, han hecho caso omiso del pedido de confianza y se han puesto a votar el nombramiento de un juez constitucional como si nada. La cereza del pastel fue que el juez nombrado era el primo del presidente del Congreso, el industrial Pedro Olaechea, y se utilizó fraudulentamente el voto de una congresista que estaba ausente en aquel momento.
Después de esto, los congresistas han tenido el cinismo de declarar que sí, le otorgaban la confianza al gobierno. Es ahí que el presidente Vizcarra, frente a una burla de este tamaño, no ha tenido otra posibilidad que la de declarar la “denegación fáctica” de la confianza y disolver el Congreso.
Hay quien ha comparado este 30 de setiembre con el 5 de abril de 1992, cuando Alberto Fujimori cerró el poder legislativo e dio un “autogolpe” que duró hasta el 2000. De las muchas diferencias entre las dos situaciones, la que más resalta es que en 1992 a ocupar las calles eran las tanquetas y las patrullas militares, mientras que en estos días era la gente festejando al grito de “Sí, se pudo!”. El cierre del parlamento ha recogido un profundo anhelo popular, la aceptación del Congreso estaba al 8%. Un fenómeno que no se ha ilustrado adecuadamente en estos días es que la gente se ha volcado en calles y plazas de todo el país aplaudiendo el presidente Vizcarra, cosa rara en una dictadura (y también un dictador que quiere adelantar elecciones).
Desde el momento de la declaración de disolución del Congreso, todo lo que los congresistas han hecho –suspender temporalmente al presidente, declarar una “presidenta” provisional, luego renunciante, denunciar un golpe de estado nunca acontecido, dirigirse a instancias internacionales, lamentando supuestas persecuciones- no tiene ningún valor legal y no pasa de patético folclore para el consumo de las agencias informativas internacionales. Lo peor es que la Confiep, la confederación empresarial del Perú, apoya esta nave de los locos en contra de Vizcarra, peligrosamente empeñado a luchar contra la corrupción.
Si Martín Vizcarra fuera hombre de izquierda, seguramente la derecha internacional le declararía la guerra y no cejaría en hacer del Perú otra Venezuela, pero se da el caso que es sólidamente de derecha –especialmente en política exterior, con participación protagónica en el Grupo de Lima y en la Alianza del Pacifico, criaturas de Washington para torpedear la integración latinoamericana- y es entonces preferible, como aliado, a la derecha “bruta y achorada” de los fujimoristas, condenados, ahora sí, a la extinción por su propia estupidez.
La propuesta de adelantar las elecciones generales de un año, hecha por Vizcarra a fin de julio para “desentrampar” el país de la parálisis política, había sido un petardo en la ratonera para un Congreso mayoritariamente corrupto y aferrado a su inmunidad parlamentaria. La propuesta fue archivada en comisiones, sin siquiera discutirla en el pleno. Ahora, las elecciones del solo Congreso serán celebradas el 26 de enero próximo.
La ira es una pésima consejera, no hay quien no lo sepa. Sin embargo, el acceso de rabia de Keiko Fujimori al perder la elección presidencial el 2016, no solo duró más de tres años sino que increíblemente condicionó la vida política del país, corrompió y asaltó instituciones, humilló las autoridades, protegió los grandes corruptos, pero cayó al fin en las mallas de la justicia. ¿Cuestión de karma, quizá familiar? El núcleo duro de su partido es acusado de formar una asociación criminal para “una vez tomado el poder, cometer ilícitos y actos de corrupción” y la hija del dictador está presa desde casi un año por lavar dinero y tratar de desviar la justicia.
La urgencia de Keiko de salir de prisión, junto con las últimas revelaciones de Odebrecht, está también a la raíz de la prisa por mangonear un nuevo tribunal constitucional.
La mayoría del Congreso unicameral de 130 diputados, ahora disuelto, integrada por los fujiapristas y sus aliados, se ha dedicado exclusivamente en los últimos tres años a boicotear cualquier iniciativa del ejecutivo, a atacar cualquier miembro del gobierno en turno que le cayera mal, a derrumbar un gabinete entero y a hacer renunciar a un presidente.
Hasta un editorial del diario limeño El Comercio, el más antiguo y conservador, aunque no simpatice mínimamente con la medida tomada por el presidente Vizcarra, ha admitido que la actividad parlamentaria de los fujimoristas en estos tres años ha sido “una exhibición diaria e ininterrumpida de desfachatez, prepotencia y obstruccionismo.”
A nivel de instituciones locales, la Asociación de Municipalidades del Perú así como la Asamblea Regional de Gobiernos Regionales han manifestado su apoyo a la decisión presidencial, juzgada “correcta y oportuna”.
El mismo Mario Vargas Llosas, normalmente poco afín a las posiciones progresistas, ha saludado con entusiasmo la caída de los fujimoristas, definiéndolos “un circo grotesco de forajidos y semianalfabetos”.
En la sociedad civil la esperanza de apertura de una nueva fase ya se ha transformado en certeza, con todo y fecha, la del 26 de enero. Hasta entonces Martín Vizcarra gobernará por decretos, asumiendo temporalmente el poder legislativo como manda la Constitución, mientras que el desaparecido Congreso queda reducido a una comisión permanente de 27 diputados, cuya única función deberá ser la de acopiar y transmitir los decretos presidenciales al próximo Congreso. Es fácilmente previsible que, siendo integrada por dos tercera partes de fujimoristas, la comisión permanente tratará de propasar sus funciones con nuevos psicodramas, además de los ya ensayados. Le va a ser muy difícil tratar de parar el reloj de la historia y es más fácil que vayan acumulando denuncia penales por su propia torpeza. La inmunidad, que creían eterna e intocable, está ya en cuenta regresiva.
Entre los nuevos horizontes, avanza la idea de una nueva Constitución. Impulsado primero por la izquierda, en esto finalmente unida, el proyecto está incendiando la pradera, porque borraría la actual Constitución, pergeñada en 1993 por Alberto Fujimori para establecer el dominio absoluto del neoliberalismo, e inauguraría un nuevo Perú. Obviamente, la idea es adversada por un conjunto de fuerzas que van desde la oligarquía al narcotráfico, pasando por la Confiep (Confederación Nacional de Instituciones Empresariales Privadas) y los últimos detritos del fujimorismo.
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