Assange: torturado por un Estado canalla

10/06/2019
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Ilustración: ALAI
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Dos victorias simbólicas se ha adjudicado Julian Assange en los últimos días. Por un lado, el relator sobre tortura, penas crueles y degradantes de la ONU, Nils Melzer, señaló que las condiciones carcelarias a las que viene siendo sometido el australiano equivalen a tortura. Melzer asegura que: “en veinte años de trabajo con víctimas de la guerra, la violencia y la persecución política, nunca vi a un grupo de estados democráticos asociarse deliberadamente para aislar, satanizar y abusar de un solo individuo por tanto tiempo, con tan poco respeto por la dignidad humana y el imperio de la ley”.

 

El australiano se encuentra en confinamiento solitario por 11 meses en la prisión de alta seguridad de Belmarsh, una suerte de Torre de Londres moderna o el “Guantánamo británico”, como también es conocida. De acuerdo con el relator de las Naciones Unidas, este trato, así como el sufrido por Assange durante su prologando asilo en el consulado ecuatoriano en Londres, son completamente desproporcionados.

 

Su otra victoria sucedió en Suecia, donde un juez rechazó el pedido de la fiscalía de ese país para arrestarlo, bajo sospechas –no cargos–, de violación. Como mencionamos en una columna anterior, no existen cargos sino una investigación en curso, pero el grado de desinformación al respecto es enorme gracias a la labor de la prensa corporativa. La presunta víctima sostiene que el australiano tuvo relaciones sexuales con ella sin usar un preservativo, habiéndose negado previamente a tener relaciones sin el uso de uno. Su exigencia posterior era muy sencilla: que la ley obligara a Assange a realizarse una prueba de descarte de VIH. Sobre esa endeble base y mucha presión internacional se ha sostenido la persecución legal, con su importante contraparte mediática, por casi una década.

 

Como mencionamos, ambas victorias son meramente simbólicas: los amos del mundo dirigen Estados parias que no respetan los dictámenes de la ONU o cualquier forma de derecho internacional reconocido. Están acostumbrados a no pedir permiso y jamás dan explicaciones. La ONU ya había declarado en 2015 que Assange viene siendo perseguido por los gobiernos del Reino Unido, Suecia y Estados Unidos, correspondiéndole resarcimiento y libertad inmediatos. Pero Assange sigue en prisión y su salud ha decaído significativamente en los últimos años, llegando al extremo de no poder sostener una conversación rutinaria con sus abogados. Los medios corporativos no han difundido las declaraciones recientes tal como omitieron las anteriores, como si la entidad internacional fuera moco de pavo. Lo cierto es que su prestigio deja muy mal parados a los perseguidores “democráticos” de WikiLeaks.

 

Lo que nos pone de cara a un importante axioma del periodismo corporativo: mientras mayor la prepotencia y el unilateralismo en la política internacional por parte del poder hegemónico, menor la posibilidad de que la prensa corporativa difunda las comedidas precauciones de la ONU.

 

El juez sueco que recibió la solicitud dictaminó que sería “desproporcionado” emitir una orden de arresto contra Assange. El expresidente del Colegio de Abogados del mismo país, Bengt Ivarsson, consideró que “la única cosa razonable sería abandonar completamente la investigación”. En el Reino Unido, sin embargo, parece ser “proporcionado” someterlo a un régimen carcelario de aislamiento, equivalente a la tortura, luego de 7 años de exilio en una pequeña embajada en Londres, por violar una fianza que, en primer lugar, surgió del mismo sistema legal sueco que hoy encuentra desproporcionado su arresto.

 

Años de barro

 

Nada de lo que le viene sucediendo al creador de WikiLeaks se podría llevar a cabo sin antes “ablandar” a la opinión pública con sendas campañas propagandísticas. Desde la invasión de Iraq, los occidentales exigimos dosis de propaganda cada vez mayores antes de aceptar o tolerar invasiones militares ilegales y toda clase de abusos al derecho internacional. El trato criminal que se le viene dando a Assange demandó varios años de mentiras, de barro disparado arteramente desde medios de comunicación masiva que deberían ser capaces de ver a través de los montajes del poder en lugar de promoverlos.

 

Es ese aparato mediático el que viene vendiéndole a su público una imagen trastocada y tendenciosa de Julian Assange, llena de banalidades que pocos periodistas dignos podrían tomar en serio, mucho menos repetir, como la supuesta falta de aseo del australiano o su costumbre de montar una patineta dentro del consulado. Sobre su supuesta vinculación con Donald Trump y Vladimir Putin –una teoría de conspiración en toda regla–, la investigación oficial del gobierno estadounidense no encontró pruebas. Pero ese detalle nunca ha sido un factor limitante para la propaganda.

 

La reclusión forzada de Assange en el consulado ecuatoriano terminó en un vergonzoso atropello, con policías británicos siendo “invitados” a pasar al consulado ecuatoriano para sacar a rastras a un asilado político. Para colmo, el australiano también ostenta la nacionalidad ecuatoriana. El arresto fue otra patente demostración del alcance del largo brazo del imperio norteamericano y sus métodos de Estado canalla, otra muestra de la prepotencia a la que nos tiene acostumbrados. Que esta prepotencia sea constantemente apañada por la prensa corporativa es algo a lo que nuestro instinto de supervivencia nos impide acostumbrarnos.

 

En los últimos días, el periodismo corporativo ha dado algunas muestras de comprender la persecución de Assange como una criminalización de la práctica periodística en general.  Solicitar información privilegiada o confidencial de personas con acceso a ella y aconsejarlas sobre cómo mantener la filtración en secreto es una práctica periodística cotidiana e indispensable. Pero también es una práctica que escapa al grueso de opinólogos y periodistas “de conversación” que inundan la prensa corporativa, por lo que no resulta extraña su indiferencia.

 

Revolución en la información

 

El conspicuo abuso de las autoridades británicas y la apurada preparación de un caso penal por “espionaje”, por parte de las norteamericanas, da cuenta de que el caso no se trata tanto del imperio de la ley, de castigar a un presunto delincuente, sino de acallar a un disidente. Como explicó el periodista Jonathan Cook para Consortium News (03/06/19):

 

“(…) Si Assange no fuera la cabeza de WikiLeaks, si no hubiera expuesto a los estados occidentales más importantes y a sus líderes divulgando sus secretos y crímenes (…) si no hubiera socavado el control del establishment sobre la difusión de información, nada en los últimos diez años se hubiera dado como se dio”.

 

Nadie podría negar que la cita de arriba describe el sentido primordial de la labor periodística, sobre todo en tiempos de gran desigualdad y concentración de poder: divulgar los secretos y crímenes de los estados y líderes más importantes. Y los crímenes de Estado más cruentos son de lejos occidentales, qué duda podría caber. Tampoco se queda atrás la enorme hazaña de “socavar el control del establishment sobre la difusión de la información”. Una revolución informativa. Internet, como mencionamos la semana pasada, viene configurándose como un medio de comunicación difícil de controlar para el poder. WikiLeaks representa el epítome, la versión reconcentrada de esa disidencia contemporánea que encontramos en el escenario digital.

 

Periodismo “responsable”

 

“Los periodistas no roban información legalmente protegida, no violan las leyes de los Estados democráticos…”, escribió recientemente el periodista español Antonio Caño para El País (no hay periodistas peruanos que rebatir al respecto porque es rarísimo que alguno levante la cabeza por encima del acontecer local). Pero nuestras “democracias” no solo carecen de transparencia, sino que la detestan y se adjudican el derecho de limitar el acceso ciudadano a todo lo que consideran, de manera totalmente arbitraria, secretos de Estado.

 

Los más grandes destapes del periodismo han llegado de la mano de información “robada”, información que ciertos agentes poderosos guardaban bajo siete llaves. Como cualquier persona despierta entiende, además, estos Estados “democráticos” violan sus propias leyes y el derecho internacional de manera rutinaria, lo que nos pone ante una primacía del poder por el poder mismo, y ante la absoluta necesidad de disidencia, de rebeldía. El accionar de estos estados canallas es travestido como legítimo diariamente por obra y gracia del periodismo “respetable” y sus voceros, como Caño, quien considera un grave error llamar “periodista” a Assange.

 

Pero Julian Assange ha recibido muchos más premios periodísticos que Caño y todos sus detractores y ha revelado verdades urgentes en cantidades que ni siquiera podrían soñar. El último fue bastante reciente (abril de 2019), y se creó en honor a la periodista maltesa Daphne Galizia, asesinada cobardemente en 2017. En 2011, Assange ganó el Premio Sydney por la Paz, que solo ha sido entregado a cinco personas, entre ellas Nelson Mandela, por su “excepcional coraje e iniciativa en la búsqueda de los derechos humanos”. El mismo año ganó también el Premio Martha Gellhorn, concedido a periodistas “cuyo trabajo ha penetrado en la versión de eventos aceptada y relatado una verdad impalpable que expone la propaganda establecida, o mentiras oficiales”.

 

De manera que Julian Assange es, en realidad, mucho más que un periodista, sobre todo si nos atenemos al concepto de Caño, quien explica que “los periodistas no defienden más causa en una sociedad democrática que la del ejercicio de su trabajo en libertad”. Pero las palabras “democracia” y “libertad”, al menos en el discurso mediático corporativo, no son más que muletillas.  Como muchas otras de las que han abusado, va perdiendo sentido y credibilidad. Si seguimos arrastrando este pesado lastre llamado periodismo corporativo, terminaremos exigiendo alguna dictadura.

 

 

Publicado en Hildebrandt en sus 13, el día 7 de junio de 2019.

 

https://www.alainet.org/es/articulo/200320?language=en

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