El no de la resistencia popular

05/10/2018
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Intervención de Andrés Pascal Allende, Pdte. de la Fundación Miguel Enríquez, en seminario “Desafíos democráticos a 30 años del NO” convocado por Chile Veintiuno, Corporación Cambio Social, Friedrich Ebert Stiftung y USACH.

 

No cabe duda que el triunfo del NO en el plebiscito del 5 de octubre de 1988 fue un hito histórico de la mayor importancia para el término de la dictadura cívico-militar. En esta apreciación coinciden todos. En lo que no hay coincidencias es en las interpretaciones del proceso histórico que hizo posible ese triunfo, y mucho menos en sus consecuencias.

 

En estos días se ha repetido hasta el cansancio la versión concertacionista que reclama que la derrota del dictador se logró principalmente gracias a la gesta de un puñado de preclaros dirigentes que tuvieron la audacia de jugar en la cancha institucional de la propia dictadura, cuya conducción fue capaz de despertar y movilizar una amplia mayoría social opositora, y que luego tuvieron la inteligencia táctica para negociar una exitosa transición a la democracia. Es una mirada excluyente del resto de la resistencia popular.

 

Difiero de esa versión porque creo que esa es una mirada desde las alturas de una elite política que pone en un segundo plano, reduce a fuerza de apoyo, o incluso muchas veces silencia, el largo y protagónico papel histórico que jugaron los de abajo, las organizaciones sociales y políticas de base, los luchadores anti dictatoriales, y las crecientes movilizaciones populares. Extrapolando, me atrevería a decir que fue esa misma concepción elitista de la política la que ha marcado posteriormente el insuficiente proceso de democratización, constituyendo la causa principal del actual descrédito social de la política.

 

Soy de los que creo que Pinochet no fue vencido con un lápiz, ni por un dedo, ni gracias a una franja publicitaria. Eso ayudó, pero el triunfo fue posible por la larga, dura y heroica gesta de resistencia popular. Empezando el mismo día 11 de Septiembre por el NO del Presidente Allende al golpismo militar. El digno y valiente NO a la Junta Militar de los 13 demócratas cristianos, mientras el resto de sus camaradas dirigentes permanecían mudos, o peor aún, aclamaron a los militares golpistas como los salvadores de la patria. El NO de aquellos que, como Víctor Díaz, Carlos Lorca, Miguel Enríquez, el padre Antonio Llidó, y tantos compañeros y compañeras, perdieron sus vidas organizando la resistencia clandestina. El NO de la resistencia popular desde los centros de tortura y aniquilamiento, desde las cárceles y los campos de concentración.

 

En esa oscura etapa inicial de la resistencia cupo un papel fundamental a los familiares de los detenidos desaparecidos, de los asesinados, de los presos políticos, y a organizaciones como la vicaría de la Solidaridad y muchas otras agrupaciones de DDHH. Con su NO al terrorismo de Estado y la violación de los Derechos Humanos, no sólo salvaron muchas vidas, también establecieron un sólido baluarte valórico sin el cual no hubiera sido posible vencer a Pinochet.

 

Al respecto, no quiero dejar de recordar que, cuando Amnistía Internacional y sectores de la jerarquía eclesiástica intentaron limitar la defensa sólo a las víctimas pasivas de conciencia, surgió en 1980 el CODEPU. Encabezado por Fabiola Letelier, por la monja Blanca Rengifo y el cura Rafael Marota, el CODEPU rescató el derecho fundamental a la rebelión contra la tiranía establecido en la Declaración de los Derechos de los Pueblos, aprobada el año 1976 en Argelia, procediendo a defender a quienes combatían la dictadura chilena.

 

Eso fue muy significativo porque hasta principios de la década del 80, salvo los organismos de DDHH, la Dictadura no permitía ningún espacio de expresión política democrática, y reprimía con brutal violencia toda manifestación de resistencia popular. Fue la perseguida y debilitada izquierda - el MIR, el PC, sectores socialistas, del MAPU, la Izquierda Cristiana - la primera que comenzó a organizar una frágil resistencia clandestina al interior del país. Y en ese contexto no teníamos otra posibilidad que recurrir a todas las formas de lucha. Hacer un rayado en una población, distribuir un volante en un micro, difundir un periódico clandestino, ser detenido, ayudar un perseguido, era jugarse el pellejo. Era nuestro derecho defendernos con las pocas armas que teníamos. Era necesario testimoniar con pequeñas acciones de propaganda, armadas y no armadas, que se levantaba una resistencia popular que le decía No a la dictadura.

 

Al mismo tiempo se inició un esfuerzo de recomposición del desarticulado tejido social constituyendo pequeñas y frágiles organizaciones de solidaridad social y democrática en las poblaciones, en las industrias, colegios, universidades, centros comunitarios, deportivos, culturales, medios de prensa popular, parroquias, en lo cual las iglesias cristianas comprometidas con los pobres fueron un impulso y apoyo fundamental. A los sectores políticos que estuvieron ajenos a este esfuerzo inicial de reconstrucción social les cuesta comprender que la expansión de esa resistencia popular por la base fue un factor fundamental para el despliegue nacional de las protestas nacionales de masa a partir de 1983.

 

La voluntad de esa oposición popular era derrocar a Pinochet y terminar con el régimen militar. Aspirábamos establecer un Gobierno Provisional que convocara una Asamblea Constituyente que restituyera la soberanía popular y abriera paso a una democracia directa y participativa. En los marcos de esa nueva institucionalidad esperabamos poder llevar a cabo una profunda reforma estructural que superara el neoliberalismo y permitiera avanzar en la construcción de una sociedad más justa, solidaria e igualitaria. El único camino que veíamos como posible para avanzar en esa dirección era la insurgencia, o rebeldía, de masas.

 

La profunda crisis económica social, el despliegue durante el año 1983 de repetidas y masivas protestas anti dictatoriales, la creciente activación de las acciones de rebeldía armada con el surgimiento del FPMR, debilitaron políticamente a Pinochet, abriéndose una nueva situación en el país. Sectores de la derecha, la jerarquía eclesiástica, el gobierno norteamericano y la socialdemocracia europea comenzaron a presionar al gobierno militar para que modificara y acelerara el itinerario de transición a una democracia restringida establecido por la Constitución de 1980. Al mismo tiempo, alentaron a la Democracia Cristiana, sectores socialistas renovados y otras agrupaciones de centro, a quebrar el movimiento opositor constituyendo en Agosto de 1983 la Alianza Democrática para abrir conversaciones con el gobierno militar, las que fueron prontamente desahuciadas por Pinochet. En Septiembre el PC, el MIR, sectores socialistas almeydistas y la IC, constituimos el MDP.

 

En 1984 continuaron las movilizaciones y protestas masivas (de hecho continuarían con altos y bajos hasta 1987), pero también se profundizó la división de los bloques políticos opositores a la dictadura.

 

Mientras el régimen permitía la ampliación de los espacios de presencia y actividad política de la AD, redoblaba la represión política a los sectores políticos componentes del MDP, las organizaciones insurgentes y las movilizaciones de protesta social. El MIR sufrió duros golpes represivos que debilitaron su organización clandestina y su capacidad de accionar, lo que produjo fuertes contradicciones internas que llevaron a su división y atomización en los años 86-87. Por otra parte, si bien el FPMR multiplicó su accionar a partir de 1983, en el año 1986 sufrió golpes represivos y fracasos operativos estratégicos, que llevarían también a su división en los años 87-88. Los sectores almeydistas se plegaron al socialismo renovado y el MDP se desarticuló. La estrategia insurgente fue derrotada, y el sujeto popular autónomo y su proyecto histórico de un cambio democrático revolucionario sufrieron un reflujo de décadas. Pero ese ciclo de activa rebeldía armada desplegado desde el año 79 al 87, junto a la creciente rebeldía de masas, fueron factores decisivos que llevaron a las cúpulas del poder a presionar a Pinochet y a la oposición lidereada por la DC, a aceptar la puesta en marcha de una transición pactada.

 

La AD continuó en 1984 su acercamiento y conversaciones con los sectores de derecha que se inclinaban por acelerar el itinerario dictatorial de transición. Para hacer posible ese entendimiento la DC optó por abandonar sus anteriores demandas de Gobierno Provisional y Asamblea Constituyente, y se allanó a aceptar el itinerario, las condiciones y los plazos de transición hacia una democracia protegida establecidos por la Constitución de Pinochet.

 

En 1988 el bloque político concertacionista logró convocar, revivir la esperanza, y alentar la participación de una amplia mayoría social en el Plebiscito. La promesa fue cerrarle el paso a Pinochet y acelerar el tránsito pacífico a un régimen democrático. La promesa se logró. Fue una batalla democrática memorable. Un momento histórico de potente emoción social. Lo que no definió claramente ante el pueblo fue el verdadero alcance social y económico de la democracia prometida.

 

Las negociaciones después del triunfo del NO allanaron el camino a la convocatoria de las elecciones presidenciales de Diciembre de 1989, pero a costa de pactar la impunidad de Pinochet y sus principales socios civiles y uniformados, y aceptar el tránsito a un régimen democrático prisionero de múltiples cerrojos autoritarios, parte de los cuales persisten como limitaciones democráticas hasta hoy. ¿Fue imperativo haber aceptado esas imposiciones? Hay quienes consideran que si no se hubieran aceptado el régimen militar se hubiera prolongado con Pinochet a la cabeza a lo menos hasta el año 1998. Otros estiman que se había acumulado la suficiente fuerza social y política democrática para haber logrado imponer una transición sin tantas ataduras.

 

A pesar de las limitaciones democráticas de la transición hubo logros muy significativos, tales como el repliegue del terrorismo de Estado y la sanción de los ejecutores de los crímenes represivos “en la medida de lo posible”, la restitución de libertades individuales, y la apertura de los espacios de expresión política. Pero tampoco podemos obviar que, a cambio, la Concertación evitó cuestionar la hegemonía de los grandes grupos económicos asociados al capital internacional, especialmente norteamericanos; se comprometió a continuar, administrar y profundizar el modelo económico, social y cultural neoliberal; acotó la autonomía y función fiscalizadora del poder militar, pero sin tocar sus privilegios ni democratizarlo; y propició la desmovilización, subordinación, y atomización clientelar del sujeto popular.

 

La buena nueva es que con el aumento del descontento y la demandas sociales, con el agotamiento del proyecto concertacionista y la crisis de representatividad de los partidos, comienza a rearticularse un sujeto popular autónomo que se propone abrir paso desde abajo a un proceso constituyente de un nuevo orden post neoliberal.

 

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