Las izquierdas latinoamericanas tras el ciclo progresista
- Análisis
El sociólogo portugués Buenaventura de Sousa advierte que nos encontramos en tiempos de preguntas fuertes y respuestas débiles. Las preguntas fuertes son las que van dirigidas —más que a nuestras opciones de vida individual y colectiva— a nuestras raíces, a los fundamentos que crean la batería de posibilidades entre las cuales es posible elegir. Por ello, son preguntas que generan una perplejidad particular.
Las respuestas débiles son las que no consiguen reducir esa complejidad sino que, por el contrario, la pueden aumentar y reproducir. Una de las preguntas fuertes puede formularse así: ¿por qué el pensamiento crítico, emacipatorio, de larga tradición en la cultura occidental, en los hechos no ha emancipado la sociedad?
Emergen dos respuestas. Por un lado, se sostiene que, de hecho, la transformación social y política posible ha sido realizada. Por otro lado, se argumenta que el potencial emancipatorio de este pensamiento está intacto y solo hay que seguir luchando de acuerdo con las orientaciones que derivan de él.
En esta misma dirección podríamos decir que el pensamiento crítico de izquierda se fracturó en los últimos 30 años, tras el derrumbe del llamado socialismo real, en torno al antagonismo que genera la idea de que es tan difícil imaginar el fin del capitalismo, como que el capitalismo no tenga fin.
Esto tiene directa relación con un debate que se desarrolla en diversos círculos intelectuales y militantes, que trata la encrucijada. Por un lado, una izquierda, integrada por un bloque que no se resigna a vivir bajo el capitalismo a ultranza y trabaja para debilitarlo, adoptando posiciones contra el libremercado, los TLC, el fortalecimiento de las empresas públicas y la apuesta a un mercado interno fuerte. Es decir, anclada sobre todo en la resistencia y la denuncia.
Y por otra parte el neodesarrollismo (progresismo, hay quienes sostienen que es un híbrido entre neoliberalismo y desarrollismo clásico), que convence y se convence de que es posible trazar las bases de un capitalismo humanizado, al que se le pueden eliminar los excesos y con el que se puede convivir.
Esto mantiene a los movimientos emancipatorios en un quietismo peligroso, que termina siendo funcional a las lógicas de poder instaladas, porque no disputa ni cambia las correlaciones de fuerza.
Aterrizando este análisis en Latinoamérica, es impostergable para el campo popular fortalecer sus debates estratégicos y retomar la cercanía con el bloque social de los cambios, dos puntas de una problemática que vienen padeciendo las izquierdas latinoamericanas en estos últimos años, en un contexto en el que avanza la derecha más conservadora y se debate la caducidad o la vigencia del ciclo progresista.
¿Cambios estructurales?
Ese ciclo progresista, iniciado con la victoria electoral de Hugo Chávez en las elecciones presidenciales de Venezuela en 1998 y fortalecido con el triunfo de Lula en Brasil en 2002, se alimentó de esas tres fuentes: la crisis de hegemonía del neoliberalismo; el ascenso de las luchas sociales y políticas antineoliberales; pero sin un programa de cambios estructurales.
Esto queda claro si comparamos la plataforma que llevó a la victoria electoral de Salvador Allende en Chile en 1970 con los programas de gobierno de cualquiera de las fuerzas políticas que ganaron elecciones en el actual ciclo progresista.
¿Cuáles son los vehículos programáticos centrales del ciclo progresista? Sin obviar que se trata de un fenómeno donde cierta sincronía en el tiempo se combina con una gran diversidad de experiencias nacionales, hay algunos rasgos que se pueden generalizar.
Lo que ha definido ese ciclo es la búsqueda por superar el paradigma económico anterior, que sostenía la pertinencia de ampliar los negocios de las corporaciones privadas transnacionales para que “derrame” algo hacia los pobres. A éste, la izquierda contrapesó otro definido como “distribuir para crecer”.
En todos los casos ha significado una “vuelta” del Estado a la economía, ampliando las regulaciones públicas al mercado, fortaleciendo empresas estatales o incluso reestatizando empresas y servicios que habían sido privatizadas; un “activismo estatal” que había sido condenado por el Consenso de Washington.
Plantearse el agotamiento o la mutación de este ciclo progresista puede ser el lanzador de un profundo intercambio sobre qué significa ser de izquierda hoy y como se avanza hacia la conquista de viejos objetivos incorporando perspectivas y alianzas que en la actualidad son indispensables. Para pensar un bloque histórico de la transformación en el siglo XXI, hay que contemplar e incorporar a un conjunto de corrientes de pensamiento que son claves en la agenda del movimiento emancipatorio.
Sin perder de vista la construcción de una sociedad nueva, la justicia social y la eliminación de la explotación, contradicciones fundamentales y motores de la historia, es impostergable que la izquierda teja y concrete (teniendo en cuenta la realidad concreta de cada lugar) con los feminismos, los movimientos campesinos, ecologistas, los colectivos de Derechos Humanos y las juventudes, una síntesis que ponga en perspectiva la revolución y los horizontes poscapitalistas.
En la medida en que la crisis del capitalismo se profundiza y la derecha avanza en su ofensiva (sin un programa alternativo hegemónico), los procesos corren el riesgo de cerrarse hacia adentro y mantener una posición defensiva. Ningún proceso va a poder profundizar -y mucho menos radicalizar- los cambios por sí solo si no es inserto dentro de un proceso de integración latinoamericana y caribeña más amplio.
Es necesario por tanto fortalecer y ampliar la integración política, profundizándola mediante la integración económica, científica, tecnológica y cultural, integración que permita, frente al proceso de reprimarización continental, crear cadenas de valor regionales.
La imaginación como factor político, es un eslabón clave en este derrotero que aquellos que luchamos por la justicia social y creemos que existen otras formas más humanas e igualitarias de organizar la vida en sociedad, debemos transitar. Resumiendo, el ciclo progresista ha hecho, parafraseando al poeta, “programa (de gobierno) al andar”. Y éste ha encontrado sus límites, impases y dilemas.
¿En qué coyuntura no encontramos?
Hay señales de un cierto agotamiento del ciclo progresista si consideramos las bases con las cuales fue lanzado a comienzos de este siglo. No hay dudas de que ciclos “cortos” (o de gobiernos) han hecho crisis y se han sucedido importantes derrotas, como en la elección presidencial en la Argentina y para diputados en Venezuela en 2015 o en el referéndum en Bolivia en 2016; o con los golpes de estado (Honduras, 2009; Paraguay, 2012; Brasil, 2016). Otra sería la conclusión si hablamos de un ciclo “largo”, de disputa de proyectos, donde el progresismo en el siglo XXI ha sido una respuesta al fracaso neoliberal y del capitalismo financiarizado y globalizado.
A diferencia de los tiempos neoliberales de los años 1980-90, las fuerzas conservadoras, a pesar de que avanzar y acechar, no tienen hoy un programa económico social con capacidad de movilización y/o de construir hegemonía. Tampoco las fuerzas populares están desmoralizadas y desmovilizadas como ocurrió en torno y después de la doble crisis de las izquierdas, socialdemócrata y estalinista, de los años 1980.
La izquierda latinoamericana en general, con algunas excepciones particulares, quedó entrampada en estos últimos años en ese no-debate sobre gobernar para qué, para quiénes y con quiénes, sintetizado esto en un programa de cambios y transformaciones profundas.
La izquierda gobernante
Particularmente en Uruguay, con un Estado que tiene la característica de ser una de las pocas entidades capaces de construir hegemonía a lo largo de la historia del país, la izquierda gobernante no logró escapar a este problema y uno de los síntomas que lo ponen de manifiesto es el hiato con la fuerza política, sus órganos internos de decisión y la base social que la compone.
La desconexión con la academia, los artistas y los intelectuales, es otro de los factores que incide en el hecho de que la izquierda pierda pie en la construcción de horizontes colectivos comunes, que funcionen como amalgama y vehiculicen la disputa contra la racionalidad neoliberal. Estas usinas productoras de ideas construyeron durante los años 50-60-70 un relato y una estética que unificó a la izquierda, que le permitió superar la dictadura (1973-1985) y posteriormente enfrentar al neoliberalismo, hasta llegar, con la incorporación del progresismo, a ser gobierno.
La izquierda (no solamente la que se encuentra en el Frente Amplio) ha perdido rumbo, se ha visto envuelta en los problemas que acarrea el gobierno y controlar el estado (o ser oposición por izquierda de un gobierno que dice ser de izquierda). Sus aparatos políticos se transformaron en ingenierías para juntar votos, topeando los debates estratégicos, quitando peso a las bases y tomando como un fin en sí mismo el triunfo electoral. La juventud debe debatir su agotamiento o su vigencia.
Se perdió de vista el hecho de que las órbitas de gobierno, las instituciones liberales, debían ser un medio para alcanzar objetivos de fondo, radicalizando la democracia. Por eso, atendemos con preocupación que algunos sectores frentistas, simpatizantes de un capitalismo maquillado y aggiornados con el lenguaje técnico de la gestión y la eficiencia, hayan olvidado la necesidad de construir alternativas que modifiquen la estructura del sistema.
Desterrar ese presupuesto, volver a las banderas, a las calles, a los barrios y a las plazas, son, sino las únicas, herramientas medulares para seguir creyendo que el Frente Amplio como síntesis de las luchas populares y como instrumento para la disputa de sentidos no está agotado. De lo contrario habrá que barajar y dar de nuevo.
Enzo Machado
Docente de Historia, egresado del Cerp-Centro Florida. Militante del Frente Amplio e integrante de Periferia.
Fuente: Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)